Hielo negro
Juan Luis Conde
Desnivel
Madrid, 2018
200 páginas
El misterio es, para la religión, una zona inaccesible que rodea a Dios y le protege de los humanos. Solo los santos, y gracias a ciertos ritos ideados por hombres, pueden acceder a esa región tan esotérica. Existen, sin embargo, unos seres que se encuentran en ella por virtud de su nacimiento, por ser hijos de un dios y una humana. Esa es la estirpe de los héroes, a mitad de camino entre la mitología, que es divina, y la leyenda, que es humana. De entre todos los héroes, no hay más que uno que sea universal a cualquier cultura y que aquí, en Europa, llamamos Hércules. Conocido por sus doce trabajos, en los que utilizó la fuerza guiada por la astucia —se me ocurre, ahora, cómo resolvió limpiar en una noche las cuadrigas de Augías—, era un tipo que se ganó nuestro afecto no por esos portentos, sino por consagrar el resto de su vida a ayudar a los demás. Como en cualquier religión, ese paso tuvo una ceremonia de iniciación que, si sucede en un solo momento, solo puede ser traumática. Viviendo ya con su familia, retirado como campesino, Hera le hizo enloquecer mientras dormía y asesinar a su mujer y a sus hijos. Tras despertar y ver la masacre, en lugar de volverse loco, eligió lanzarse a los caminos para socorrer a los necesitados.
Ese es el Hércules universal, en el que confiamos todos, y no el que se exhibe en los nuevos templos religiosos a los que llamamos cines. De hecho, la adaptación audiovisual que mejor representa a Hércules fue una serie de televisión un tanto infantil, protagonizada por Kevin Sorbo, a la que tal vez deberíamos volver a prestar atención. Por desgracia, Hércules necesita del mal para permanecer como leyenda. Para ser mito le bastó con el relato de unas hazañas de otro planeta.
Nuestra cultura narrativa, por su parte, hace tiempo que se dio cuenta de que los ritos de iniciación, el paso de adolescente a hombre, no suceden en un solo golpe, tras despertar o durante una ceremonia en la que uno debe velar armas sin quedarse dormido. La iniciación requiere de un tiempo más largo, al menos tanto como el que se representa en una novela. De hecho, existen novelas de iniciación, tantas como vidas, en las que la transformación no es hacia lo que llamamos adulto. La inmensa mayoría comienzan, eso sí, con detalles de adolescencia: soñar con tener una fuerza invencible, como Hércules, o como los alpinistas que aspiran a culminar ese rito que es fotografiarse en lo alto de las catorce cumbres de más de ocho mil metros. Ese sueño adolescente puede ayudar a algunos a sentirse mejores, pero raramente salvará a ningún refugiado de la tortura que le supone vivir, raramente pondrá sobre la mesa al Hércules que es leyenda en cualquier cultura. Ese será el tipo de sueños de juventud, en el que destacan héroes como Mallory y Shackleton, a pesar de que ninguno de ellos logró culminar sus aventuras: Mallory no regresó de la cumbre del Everest y Shackleton jamás llegó al polo sur.
El gran mito de las montañas surge con Reinhold Messner, posiblemente lo más semejante al primer Hércules que ha existido. Ordino, el protagonista de Hielo negro, es un homenaje a Messner, o al menos así nos lo presenta Juan Luis Conde en las primeras páginas. Ordino suma las catorce cumbres y ha decidido pasar el resto de sus días inmerso en un valle alpino, acaso en los Pirineos, alejado de la civilización, viviendo en un castillo restaurado. En el retiro le acompaña su mujer y su hijo, como Hércules, quien, tras las doce pruebas, se dedicó a ser granjero hasta que le azotó el castigo de Hera.
El paralelismo es inevitable. Ordino-Messner-Hércules son un mismo personaje. Al menos hasta ese momento. Porque a Ordino le queda por pasar una prueba, que también superó Messner, aunque en este caso con fines más bien publicitarios, cuando la publicidad es lo opuesto a los pasos de fe en los ritos de iniciación. Una vez que ya se ha superado de largo lo más alto que permite el alpinismo en vertical, a Ordino le queda la aventura de ese oxímoron que conocemos como alpinismo horizontal: le queda la prueba de los polos, le queda sumar a Mallory y a Shackleton en una única persona y salir con vida en un viaje en el que la pondrá en riesgo por razones que van más allá de las condiciones geográficas y climatológicas. Conocemos los resultados de esa larguísima ceremonia de iniciación en Messner, así como las del instante traumático en Hércules. Ahora nos queda por conocer si Ordino saldrá de allí diferente, si pasará de la adolescencia no ya a la madurez, sino a lo que sea que venga a continuación. O de la madurez a la leyenda.
La novela, novela de una intensidad descriptiva que nos hace imposible salir de ella, es puro itinerario. Rindiendo tributo a La Odisea, está estructurada como La Eneida: cuando Ordino llega a la Antártida, desconoce en buena medida el propósito de su viaje. Durante la travesía, como a Eneas, aquellos a quienes va conociendo le van marcando el rumbo a seguir. Pero en el horizonte, más allá de lo que figura en el viaje de Eneas por el Mediterráneo, está el anhelo de Ulises, está el anhelo de Ítaca, que es al anciano lo mismo que la fuerza de un superhéroe al adolescente.
En la vejez se desea el reposo, como en la juventud uno quiso ser Supermán, Messner, Mallory, Shackleton o el primer Hércules, el que no perdía ninguna batalla, por muy dura que fuera la bestia. En cualquier caso, tanto la energía del hombre nuevo como el descanso del hombre viejo, son dos formas de derrotar a la bestialidad que es la vida diaria, esa que lleva grabada Ordino en la cruz de las cejas. De ahí que esté dispuesto a sacar lo mejor de sí mismo en una aventura con tantas incertidumbres como una novela negra que, eso sí, pura paradoja, se desarrolla sobre el lienzo blanco de la Antártida y en una temporada sin noches. Ordino sabe que tiene que volver a ser el Hércules de las doce pruebas para regresar transformado en Ulises.
Es difícil idear una novela de iniciación con más fuerza, con más literatura, más universal y que podamos leer con más entusiasmo.
Prólogo de Ricardo Martínez Llorca a ‘Hielo negro’, de Juan Luis Conde. (Desnivel, 2018)
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