Todos los caminos llevan a
África
40 impulsoras de un proyecto solidario en África.
Loreto
Hernández y Pilar Tejera
Casiopea
Madrid,
2015
197
páginas
A
la hora del telediario, un ama de casa bate huevos para una tortilla mientras
su marido ojea el periódico. O tal vez sea él quien pase unas gambas por la
plancha mientras ella ve cómo caen bombas sobre los desiertos donde nacieron
las religiones de un solo dios. Aunque la mayor calamidad parecen ser los
truenos de un político que cecea cínicamente. Es entonces cuando uno reconoce
que la sociedad está desactivada. Cuando conducen, escuchan los juicios
sumarísimos y apocalípticos de un hombre con la voz rayada por los altavoces y
el olor a diésel. Así y todo, saben que la dosis de basura en el mundo no es
inferior, ni mucho menos, a la que escuchan como si cayera un telón de fondo.
Pero están tan inmunizados como para zamparse una tortilla de gambas mientras
en la pantalla un buitre se lleva los ojos de un crío muerto por la sequía en
algún lugar de África. En algún lugar del África negra.
Al
mismo tiempo, a un individuo, que no posee nada más que sus manos, se le
entrega un cubo, por orden, tal vez, de alguno de los dioses que nacieron en el
desierto, y se le pide que vacíe el océano. “La cosa está chunga”, pensará.
Pero la cosa está chunga allí y en la pantalla del televisor. La diferencia es
que este renunciará a la tortilla de gambas para no conseguir nada más que
sumar agua salada al agua salada: con su sudor repondrá lo que saque del
océano. Pero ese sudor curará al menos sus males.
He
conocido a cientos de visitantes en distintos rincones del África negra, todos
ellos sanados con buenas intenciones. Pero al cabo de un rato, no era imposible
separar al iluminado social del que ayuda, o al vividor de la casta de los más
sensatos, que posiblemente sean quienes sienten que su lugar es África. No
reconocen altruismo en sus empujes, ni voluntad de salvar el mundo. Se trata,
más bien, de africanos con la piel blanca. De gente que nació en el lugar
equivocado pero, por suerte, esa cuna le facilitará ese mínimo de dinero y de
formación como para poder elegir su hogar, su África. “Yo me hice misionero
porque era la forma más rápida de venir a vivir a Zambia”, me comentó un amigo
cuando fui a visitarle.
De
ese calado son las cuarenta mujeres que pueblan este Todos los caminos llevan a África. Mujeres que vinieron al mundo
para reconocerse allí. Algunas manifestando vocación religiosa o docente, otras
con voluntad de salvar vidas robando antibióticos a occidente o construyendo un
canal de agua potable. Hay quienes quisieron trabajar por el bien de las buenas
bestias. Pero ninguna de ellas, a pesar de confesar su primera razón para vivir
allí, es impermeable a otros motivos: a intentar salvar una vida durante un
minuto, sea al coste que sea; a la denuncia y a la especial sensibilidad que
surgió de la leyenda: esa que dicta que África es la tierra del humanitarismo
por excelencia. Cuarenta son las reseñas de unas vidas que saben bien a las
claras que ellas son los demás. Que saben que cansarse significa estar
enamorado. Que reconocen la dignidad de las mujeres africanas, como la
reconocería el más viril de los descendientes de los grandes exploradores.
Todas sus voluntades surgen del mismo tronco. Pero, es más, todas son a su vez
todas las ramas de ese árbol que aquí, a través de esta hermosa edición, se nos
muestra sin crudeza pero sin eludir la realidad. Porque vivir merece la pena, y
hay más vida en limpiar los ojos de un niño centroafricano que en acertar con
el punto exacto de sal en una tortilla de gambas.
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