Vida de un superviviente
Reinhold
Messner
Traducción
de Pedro Chapa
Desnivel
Madrid,
2015
303
páginas
Ahora
que llega a nuestro país el último libro escrito por Reinhold Messner, Vida de un
superviviente, cabe revisar su figura, su obra, sobre todo la no escrita,
lo que representa y las regiones de él que han hecho que, al margen de ser lo
más parecido a Supermán que se ha
conocido en la historia, un hombre. La
humanidad se distingue por la facilidad con que uno cae enamorado. Y el
enamoramiento real tiene consigo el mal de pronunciar en voz alta, aunque
agradable, cada uno de los sentimientos, hasta agotar la lista que manejan los
que se sientan a la cabecera del diván vienés. Si Vida de un superviviente es un canto del cisne, a nosotros, a
través de este libro y de los recuerdos, de las lecturas pasadas, de sus
entrevistas, de su leyenda, se nos debería permitir entonar cómo nos ha
afectado su existencia, antes de que caiga el mito bajo las lápidas mastodónticas
de las églogas a un dios fallecido.
Destacado
reportero, Messner siempre supo mantener el pulso en la narración de sus
aventuras. Pero ya no se trata de aventuras, ahora lo que ocupa el espacio
humano junto a ellas son las reflexiones vitales que cierran una vida, esas que
se enumeran en el índice del libro: muerte, tiempo, pasión, camino, coraje,
justicia, tristeza, terror, tabú, arte, riesgo… envejecer. Porque de eso trata
el capítulo final. De nuestro envejecer y del contenido que ha tenido nuestra
vida, que echa raíces en la búsqueda de la felicidad. Al envejecer, uno ha
aprendido de la naturaleza y su vínculo inequívoco con el sentimiento. Pero en
el caso de Messner, su relación con la naturaleza ha sido de carácter
explosivo, como él mismo reconoce: las
pasiones se producen a lo bestia o no son pasiones sino un eufemismo de las
mismas. Así se ha relacionado con la montaña. Y para ello ha resuelto que a lo
largo de su vida debía domesticar el miedo hasta hacer de él un gato meloso, y
trabar lo que pudiera ser ambición, ambición maldita, sustituyéndola por la
vehemencia de sobra conocida. Ese rasgo de su carácter, en esta hora de saldar
cuentas, le transforma, en buena medida, como se comprueba a través de estas
páginas, en un hombre que considera que las cosas eran mejor antes que como son
ahora. Mira al presente con una desconfianza que no sabemos cuánto tiene de hostil
y cuánto de honrado: en buena medida, la relación pura con las montañas se ha
fulminado, parece decir. Le gente ya no corre riesgos en la montaña y eso es
una cadena que traba la libertad.
El
problema que plantea ese régimen de vida moral es la traba que supone
relacionarse ahora con el mundo. Messner
ha sido el mejor alpinista de la historia. Y él lo sabe, tal vez con
demasiada certeza. Sus exploraciones le han permitido estudiar el alma humana,
por su relación con los compañeros de cuerda y por una mirada algo
antropológica hacia los habitantes de los lugares recorridos. Si dejamos al
margen sus conclusiones sobre asuntos de relación cotidiana, sobre la memoria
operativa, el uso de la memoria RAM con la que solventamos decisiones y
contactos a diario en este régimen de vida que a su juicio es adocenado, sus
pareceres no son especialmente sagaces, ni tienen por qué serlo. Suponemos que
compartimos demasiado ADN con él y por tanto hemos llegado a conclusiones
similares. Pero para compartir su enamoramiento, si es que existe, debemos
dejar a un lado el genoma. Messner, como cualquier otra persona, sabe que en el
diseño actual de la superficie del planeta humano, el semáforo es un buen
invento y que en las cenas a las que es invitado debe abstenerse de robar las
croquetas al vecino. Esas convenciones son las que a él le incomodan. Porque le
hubiera gustado que el productor de esta película hubiera tomado otras
decisiones.
Hubiera
deseado que su espíritu anarquista, que refleja el miedo a no ser
autosuficiente, ese en el que ha insistido hasta la hipérbole y que magnifica
en la soledad de la cima, en los sueños tan improbables que sólo se cumplen si
uno es un superhombre, fuera el espíritu común. Messner se considera heredero
de buenas cosas buenas, entre otras de esa
paradoja que le consagra como nómada, al tiempo que le otorga el beneficio de
tener raíces. Y el nomadismo le ha llevado a lugares hermosos. Como hermosa
es la tierra donde nació y en la que vive casi en soledad. Messner hubiera
deseado que todos fuéramos hombres de acción, porque sólo en la intensidad de
la acción pura –nada de expediciones comerciales ni sesiones de gimnasio para
fortalecer el deltoides que se precisa tener a la hora de hacer búlder– uno se
sabe vivo. Esa receta, parece decir ahora, cuando sabe que la vejez ha llegado,
es universal.
Y
si cabe aplicársela a cualquiera, eso significa que él ha descubierto el
contenido de la felicidad: Mover
montañas, Mi vida al límite, La montaña desnuda, Espíritu libre, La zona de la
muerte, terreno fronterizo. Son los títulos de alguna de sus obras. Y no
son casualidad. De ellos se puede deducir dónde ha encontrado él la felicidad:
en la naturaleza, en el baile de la pasión, que limita con lo terrible, y el
dolor, que nos obliga a sobreponernos con humildad. Eso es la montaña para
Messner. Eso es lo que nos lleva a ser al final lo que somos: memoria,
emociones, ilusiones, sentimientos e incluso los demás, porque también vivimos
las vidas de los demás, de los compañeros de cuerda, de los habitantes de las
regiones remotas cuando alcanzamos a pisar esa aldea del valle del Mustang a
cuatro mil quinientos metros de altura. Ese es el Messner enamorado. El que
ahora, como un anciano que conserva mucho músculo y escribe sus memorias al
tiempo que reflexiona sobre lo aprendido, considera
que transmitiéndonos su verdad nos ayudará a ser mejor personas. Pues, a
fin de cuentas, ese será el sello que certifique que nos hemos enamorado:
sabernos mejor personas. Como Messner en una vida brutal, cruda, implacable,
impetuosa, en las montañas. Messner ha necesitado de ello para sentir con
intensidad el enamoramiento de la vida. Aunque también esa intensidad podría
estar en un verso escondido de Rilke:
“He rezado por mi niñez, y ha vuelto a mí, y
siento que sigue siendo tan pesada como antes, y que no ha servido de nada
hacerme mayor”.
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