Una viajera por Asia Central
Lo que queda de mundo.
Patricia
Almárcegui
Universitat
de Barcelona
2016
167
páginas
Todas
las mañanas uno se despierta deseando construir su propio Oriente. El sol sale
desde la región donde los reyes fueron magos y las mujeres narraban historias
interminables que embaucaban a un asesino mil y una noches. El viaje a Oriente
es un deseo, como lo es, para el viajero real, echar de menos la época de Alí
Bey. Desde esa confesión está escrito este libro que llevó a Patricia
Almárcegui a viajar durante cinco semanas por Uzbekistán y Kirguistán. El
sentido del viaje de Almárcegui podría llamarse algo así como síndrome de Marco
Polo: lo que uno quiere ver pertenece a otra época, cuando la globalización a
la baja no había cambiado los rostros de las ciudades, imaginando que el tiempo
se detuvo. De ahí esa nostalgia por lo que no conocimos y que ahora apenas
podemos encontrar en algún gesto de un vendedor de especias en un mercado de un
barrio uzbeko, o en un recodo de un valle de las montañas de Kirguistán, donde
el magnetismo viene de unas fuentes termales todavía sin explotar. Almárcegui
es el tipo de viajero al que le cuesta entender a los turistas, a quienes ven
el mundo en dos dimensiones: las de la ventana de los autobuses y los hoteles,
las de las pantallas de las cámaras y teléfonos y tablets. El tipo de viajero
que lamenta que ser un viajero con mochila y bajo presupuesto se haya
convertido en otra forma, más o menos sofisticada, de turismo. Porque el mundo
debería ser tan sencillo como fue antes. El viajero melancólico, o melancólico
cuando no viaja: “la idea que se tenía antiguamente del viajero que, a la
vuelta a casa, era considerado como un mago o un sabio, portador de noticias de
mundos insólitos”.
“Otra
vida, otras cargas, otra expresión”. Esa es la bandera de oración sobre la que
construye sus viajes. De ahí que elija las ruinas y los monumentos más o menos
desconocidos, los mercados, las familias que ofrecen una taza de té, compartir
el asiento en el taxi, ver a la gente fuera del centro de las ciudades que, en
este caso, mantienen la figura de las viejas formas soviéticas. Le interesa la
naturaleza y las puestas de sol, patear senderos y cruzarse con gente con la
que no puede entenderse, pero también la arquitectura que es un espacio no
habitable, significativo en el aspecto más cultural, pero no habitable, como
las madrasas, las mezquitas, las tumbas, las necrópolis, los templos. Todo ello
a lo largo de un viaje en el que improvisa y le asaltan los rigores
burocráticos, esos que raspan durante el viaje y que dan aspecto cómico cuando
uno los narra al regreso.
Y
el regreso es, tal vez, la parte fundamental del viaje. La parte fundacional:
si uno no regresa, no ha viajado. Interesa, pues, tanto viajar como haber
viajado. Para entender mejor lo que esto significa, cualquiera que haya viajado
conserva en la memoria los sitios en los que desearía haberse quedado a vivir o
a los que desearía volver y que siguieran siendo el mismo río. Guardar ese
deseo, el de regresar a esos lugares cuando el viaje ha terminado, es uno de
los motivos por los que Almárcegui se embarca en viajes a lugares como el
corazón perdido de Asia: “busqué formas que me permitieran recordar el lugar el
resto de mi vida”.
Fuente: Culturamas
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