Con motivo de un número especial sobre literatura argentina, me solicitaron un artículo. Me referí en él a la última visita que había hecho a Buenos Aires, y a mi encuentro con Héctor Yánnover, uno de los libreros míticos, exdirector de la Biblioteca Nacional Argentina y que recitaba a Borges con una perfección fuera de este mundo. Aquí está el resultado publicado en la Revista de Libros de Castilla y León.
Me dio a la vez los libros y la noche
Ricardo Martínez Llorca
Antes de recorrer cien veces las librerías de
ocasión de la Calle Corrientes, como estaba destinado a hacer en los días
próximos, yo me había acercado hasta la Plaza de Mayo. Confiaba en que entre la
atmósfera de la plaza, custodiada por policías con chalecos antibalas y por la
fachada de yeso del Cabildo, ondeando en el aire que duerme frente a la Casa
Rosada todavía se pudiera respirar el aroma de azahar, amapolas y tulipanes con
que las madres de los desaparecidos ungían sus pañuelos blancos. Durante mi
adolescencia yo las había visto cientos de veces en imágenes que repetían por
televisión, y había dado por supuesto que esas mujeres poseían la extraña
virtud de ser mitológicas en vida. Tenían la cara y la memoria curtidas como
cuero quemado, y las gargantas tan silenciadas bajo las botas de los ministros
de la guerra que no se podían permitir más desafío que el de perfumar sus
pañuelos blancos, como si creyeran que las esencias de las flores peinarían el
corazón de los gobernantes o incluso, lo que hubiera sido de una justicia
divina al tiempo que estremecedora, que a modo de recompensa, de premio a su
agónico resto de coquetería expresado bajo la furia sigilosa, alguien les iba a
devolver a sus hijos.
Cubierta
por un cielo de miel azul, la Plaza de Mayo me recibió con un silencio de
gorriones en celo y el zurear de una brigada de palomas. Me acerqué hasta las
rejas metálicas que impiden a los manifestantes asaltar la Casa Rosada, y al
pasar junto a los policías, unos muchachos de mirada dulce en la que brillaba,
con amor y miedo, la tímida pobreza y el respeto más cauteloso, me llegó a la
nariz un olor a perro mojado cuyo origen no me molesté en buscar pues, me dije,
seguramente acaba de salir de uno de los cajones de mi memoria.
Miré
el reloj, y al comprobar que tenía todo el día por delante, decidí que antes de
encerrarme entre estanterías y pilas de libros a la búsqueda de algún chollo
firmado por Ricardo Piglia o Isidoro Blaisten, permitiría que esa misma memoria
de mi adolescencia que tiró de mis pasos hacia la Plaza de Mayo, me sedujera
para revisar otra de las caras de su poliedro. Alguien me había comentado que,
en su momento, en los barracones y diques de Puerto Madero se pudo respirar un
oxígeno moribundo la decadencia de un desuso miserable con posos mortecinos. La
semejanza del nombre con Puerto Astillero fue suficiente como para que al
encaminarme hacia allí yo evocara la lectura de Onetti, muy a mi pesar o, para
ser precisos, a pesar de que Onetti no fuera argentino, como yo deseaba en ese
momento. De camino al puerto fui acordándome del juramento que hice a los
dieciséis años, cuando me propuse que si algún día pretendía suicidarme, mi
último acto sería volver a leer “El Astillero”. Con esa atmósfera de nubes
bajas, densas, como pelo de rata y depresivas estrujándome los pulmones, llegué
a Puerto Madero para darme de bruces con una hamburguesería de cristales
impecables. En los bajos de los barracones de ladrillo se han instalado
restaurantes de lujo, y desde sus terrazas se puede observar cómo se va
extendiendo el moho y la herrumbre que tiñen de ronchas grúas inútiles, grandes
como monstruos prehistóricos. Protegido de los chillidos de ese tráfico
intenso, que iguala el ambiente de todas las grandes ciudades del planeta, a la
puerta de los viejos barracones uno puede zamparse el más tierno bife de
chorizo, junto a una pareja de turistas alemanes, al tiempo que se enfrenta al
sentimiento contradictorio que acaba de gestarse en su estómago: por una parte,
cabe alegrarse de que a un puñado de edificios les hayan lavado la cara para
que en un recodo de la ciudad se respire un aire limpio con girones de ozono,
pero por otro lado, el viajero se lamenta de que sea el puerto la zona
rescatada, el otro lugar mítico donde esperaba encontrarse una lúgubre
decadencia, el ocaso de las historias, las narraciones que pudieron conseguir
que rebrotara en su diafragma la sensibilidad romántica de su tonta
adolescencia.
El
desencuentro entre la realidad y el deseo me produjo una impresión de cráneo
desocupado, y así, mientras subía por la Calle Corrientes, resolví que el
símbolo del deterioro de Buenos Aires eran sus aceras. Yo caminaba preocupado
por no torcerme el tobillo al encajarlo en una de las millones de grietas que,
como capilares de la ciudad que reventaran apareciendo desde el subsuelo,
forman sobre las aceras y el asfalto el dibujo de las ramas y las raíces.
Entonces comencé a cuestionarme si la médula de la personalidad de este país
estaba en las letras de los tangos que dos maniquíes bailaban sobre el decorado
de Caminito, o en el polvo que se acumula sobre la superficie de un continente
que parece ir quedándose dormido, o en la confrontación que debe germinar entre
los bolsillos y los cerebros de toda esa gente que llena las librerías de viejo
y que, tras manosear dos docénas de volúmenes, sale de allí con las manos
agarradas a la espalda. Seguramente los pocos pesos de los que disponían para
la compra de libros han quedado atrapados en los corralitos.
El
día anterior yo había estado dándole vueltas en la cabeza al asunto de los
corralitos. Tras una devaluación salvaje, que había arrastrado la moneda hasta
un tercio de su valor, los poderosos ordenaron que se acorralaran los ahorros
de los demás, de casi todos los argentinos. De golpe, la gente se encontró con
que era tres veces más pobre y ni siquiera podía disponer de esa pobreza. Como
yo era incapaz de entender qué había ocurrido con esos dos tercios del capital
que los argentinos perdieron por un camino que anduvieron sin moverse, escribí
un correo electrónico a un amigo economista. Su respuesta sirvió para que
engordara mi perplejidad: afirmaba que hoy por hoy el dinero no es, en
realidad, sino la confianza del gran inversor, y que en este caso el índice de
confianza mundial en la economía del país se había reducido en casi un setenta
por ciento. Su respuesta fue algo parecido a éso. Como yo seguía sin comprender
nada, me armé de insensatez y concluí que la pureza y la magia de un país como
Argentina radicaba en su lenguaje, y más en concreto en el uso del diminutivo:
corralito. Si en España llegara a suceder algo que nos impidiera disponer de
nuestro dinero, el neologismo popular con que se designaría tal canallada
aspiraría a poseer una sonoridad brutal, como si con el estrépito se fuera a
conseguir derribar los muros acorazados de los bancos.
Pero
al margen de la visita a la Plaza de Mayo y a Puerto Madero, yo tenía otro
capricho. No estaba dispuesto a abandonar Buenos Aires sin que alguien me
relatara una anécdota de Borges, algo propio, original, que no pudiera hallarse
en sus biografías. Así pues, me dirigí a un locutorio para llamar a Héctor
Yánover, un librero que había dirigido la Biblioteca Nacional en la década de
los ochenta. Uno de mis editores en España me había facilitado el teléfono de
su librería.
-¿Tiene
algo que hacer? –le pregunté.
-Esperarle
a usted para tomar un café juntos –respondió con una voz mansa, serena como el
río que por fin llega a su desembocadura -. Venga cuanto antes.
Asalté
un taxi para que me llevara hasta el cementerio de La Recoleta, junto al cual
quedaba el negocio de Héctor.
Siempre
he sospechado que Borges tocó el cielo de la literatura en su poesía, y no en
sus narraciones. Confirmé mi intuición cuando Héctor Yánover, durante nuestra
conversación, aprovechaba cualquier idea para asociarla a las inquietudes que
Borges mostró en sus versos, y recitaba con mansedumbre:
Torne en mi boca el verso
castellano
a decir lo que siempre está
diciendo
desde el latín de Séneca: el
horrendo
dictamen de que todo es del
gusano.
Y
también:
Nadie rebaje a lágrima o
reproche
esta declaración de la
maestría
de Dios, que con magnífica
ironía
me dio a la vez los libros y
la noche.
Héctor recitaba recordando los días en que pidió a
varios escritores argentinos que prestaran su voz y sus poemas para una
colección de discos de vinilo. El propio Héctor había creado una compañía
discográfica sólo para llevar adelante su proyecto, una empresa que se mantuvo
gracias a que en aquella época pasó por Buenos Aires un humorista español,
cuyas historias tambíen fueron recogidas y publicadas en un disco del que se
vendieron más de doscientas mil copias. El humorista en cuestión se llamaba
Manuel Gila.
Borges,
totalmente ciego, esperaba a que Olga, la mujer de Héctor Yánover, terminara de
leer cada verso para repetirlo. Con posterioridad se masterizaría la voz.
Cuando Borges escuchaba a Olga leerle lo que vendría a continuación:
Mirar el río hecho de tiempo
y agua
y recordar que el tiempo es
otro río,
saber que nos perdemos como
el río
y que los rostros pasan como
el agua.
Exclamaba:
“¡Qué difícil! Nos vamos a estar toda la mañana con ésto”. Y luego recitaba
verso a verso.
Al
escuchar los poemas completos, después de la masterización, Héctor y su mujer
se sorprendieron porque no se percibía la más pequeña costura en la declamación
de Borges: todo parecía recitado en un contínuo.
Cuenta
Héctor que a lo largo de los días que duró la grabación insistió a Borges en
que introdujera glosas teóricas, reflexiones acerca de cada poema, a lo que el
escritor se negó una y otra vez sin aducir razones, como si ya no pudiera leer
sus propias frases tan puramente elaboradas en las pantallas de su pensamiento,
como si la vejez le hubiera borrado los días en que tuvo conocimientos y memoria.
La
última mañana, ya a punto de salir del estudio de grabación, Héctor le imploró
a Borges:
-Por
favor, don Jorge, aunque sólo sea por razones económicas, grábeme algún
comentario a sus poemas.
-¡Ah,
bueno! –respondió Borges-, si es por razones económicas pues entonces sí:
porque yo de economía no tengo ni idea.
Me
despedí de Héctor tras dos horas largas de conversación. Entonces me encaminé
hacia su librería para comprar una de sus obras publicadas: “Memorias de un
librero escritas por Héctor Yánover librero establecido”. Nada más abrir el volúmen
me encuentro con esta joya:
“-¿Tiene
diccionarios inglés-español, español-inglés?
“-Sí.
“-¿Y
están traducidos?”
Junio 2003
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