Últimos testigos
Svletana
Alexiévich
Traducción
de Yulia Dobrolskaia y Zahara García González
Debate
Barcelona,
2016
333
páginas
La
guerra sucede en blanco y negro. El sufrimiento global, la crueldad, la pérdida
de cualquier atisbo de humanidad y bonhomía, el asesinato y la tortura, son
actos que siempre están sucediendo. No importa los años que pasen, los arcos
iris que uno haya presenciado, la lluvia llevándose las hojas pardas en un
hermoso otoño, no importan los miles de besos que uno haya recibido. La guerra
es algo que sigue sucediendo. Y destaca por la pérdida de los colores. Carece
de matices mientras se desarrolla y hasta en los sueños o en los ataques de
pánico postraumáticos. En la memoria sigue sucediendo en gris, en blanco, en
negro; y si surge el color es un latigazo en la médula espinal. Los detalles a
los que presta atención quien la vivió, las metonimias básicas, ese rasgo que
significa todo el horror, es el tema de la guerra. Y el de esta obra maestra de
la crónica, una más, de Svletana Alexiévich. Llegando un paso más allá de lo
que demostró en otros de sus libros, aquí la periodista desaparece del todo.
Aquí solo figuran los testimonios.
Breves,
concisos, demoledores, son testimonios de niños que tenían entre cuatro y doce
años durante la Segunda Guerra Mundial. Son testimonios de los huérfanos,
porque esa es la mayor desgracia de la infancia, la de perder el cariño y tener
que vivir el resto de una vida sin saber cómo enfrentarse a él, cómo
devolverlo. Ese rasgo de orfandad llama la atención sobre los otros efectos de
la guerra, sobre su pervivencia mucho más allá del día de la rendición. En esa
fecha, trece millones de niños habían muerto bajo fuego directo. Más del doble
de almas de las que se llevó el holocausto. Pero aquí lo que impera no son las
entrañas al aire para que las devoren los cuervos sobre escombros de edificios.
No. Aquí los verbos llorar y soñar se llevan la palma. Y también tener miedo.
Aquí la memoria es otro acto bélico, sobre el que de vez en cuando se levanta una
pincelada de humanitarismo protagonizada por un adulto desconocido que, en el
mayor acto de solidaridad imaginable, adopta sobre la marcha a un niño
desconocido para compartir con él su hambre y salvarle así la vida.
Últimos testigos no es
un libro para ser reseñado. Es un libro para ser leído. Bastaría citar una
pequeña selección de frases para darnos cuenta del mosaico estremecedor, pero
necesario, que es esta obra. Y el acto de cobardía que supone negarse a leerla:
“Así es como ha quedado asociado en mi memoria: guerra es cuando papá no
está…”, “Rosaditos, los pequeños yacían encima de las brasas apagadas”, “ni un
solo árbol conseguía echar brotes… Nos los comíamos todos”, “En mis recuerdos
todo está teñido de negro”, “Parecía que corríamos encima de las ascuas”, “No
se me da bien la felicidad. Me da pánico”, “el cariño escaseaba”, “el viento
hacía temblar las telarañas. Ardía nuestra aldea”, “Me emociono demasiado… No
me lo puedo permitir”, “Ahora tampoco me gusta el color negro”, “No sé llorar”.
No
se trata de que se la hayan gastado las lágrimas, es que no pudo ni siquiera
permitirse el lujo de aprender a llorar. ¿Existe algo más trágico?
Fuente: Culturamas
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