Plano americano
Leila
Guerriero
Anagrama
Barcelona,
2018
563
páginas
A
diferencia de la novela, en la obra periodística es mejor no haber llegado a
conclusiones. La obra está en marcha, no es un coto vedado, no supone que el
ego del autor, a través del narrador sea omnisciente o sea del calado del
personaje que nos habla en La caída,
de Camus, se vacíe. El ego nos importa bastante poco y eso quiere decir que no
hay final. O de haberlo es un final abierto. Incluso aunque termine con la
muerte, queda un legado a merced del lector. Un mundo que bascula entre la
epifanía y el abismo, dirá la propia Leila Guerriero (Junín, 1967) sobre una de
las personas con las que se encuentra. Un mundo “donde se puede ir a la cancha
y escribir poemas y cenar felices y, después, querer morir a mediodía”. Casi certifica,
como norma o como espíritu del género literario que practica en este Plano americano: el perfil. Y si decimos
que casi lo certifica es porque tras la diatriba, ese capítulo se cierra con
una confesión de que no es posible, ni deseable, encontrar respuestas a las
preguntas. De hecho, ni siquiera queda claro que se haya hecho otras preguntas
que no sean las existenciales: quiénes somos, de dónde venimos y adónde vamos.
De ahí ese broche: “Eso, a grandes rasgos”. Pero los grandes rasgos son, en
manos de Leila Guerriero, los detalles.
No
ha llegado a conclusiones, ni lo pretende. A lo que más se arrima es a la
realidad. El perfil está fragmentado. Las crónicas periodísticas suelen venir
en un envase casi cerrado, en una narración redonda. Pero si el periodismo es
un género literario que refleja la vida, el fragmento es la fórmula que mejor
la compone, o que mejor la descompone. Es el fragmento lo que le permite
acercarnos a las personas a grandes rasgos. Cada fragmento es un detalle: una
respuesta al teléfono, un cuadro solitario en la pared, las horas y el paso de
las horas. Sobre todo, el paso de las horas. Las obras de Leila Guerriero
contienen la maldición del tiempo, esa materia de la que estamos hechos: la
gente nace, se acostumbra a vivir y muere. Hay una pieza inédita, larga, sobre
Roberto Arlt, en la que leemos, tan bien como en las cuidadísimas crónicas
preparadas para ser leídas, cómo la obra está haciéndose. Si Leila Guerriero
tuviera que volver a recorrer los mismos caminos, a leer las mismas lecturas
para volver a escribir el perfil del enigmático escritor argentino, cada frase
sería distinta. Guerriero tiene una facilidad asombrosa para escribir. Todo
fluye, la tensión surge con una naturalidad atractiva y las metáforas son tan
genuinas como sorprendentes, es decir, solo cabe que sean esas. No hay mejor
descripción, pero seguro que no le cuesta deshacerse de sus hallazgos
literarios, entendiendo la literatura por la distancia corta, en función de los
cambios que impone la obra en marcha. La confianza con la que aparentemente
escribe, fruto de muchas lecturas y mucha observación, de la curiosidad y el
hígado, volverá a nacer con los cambios.
Guerriero
es, tal vez, la mejor periodista de América Latina, al menos la mejor a la hora
de hallar la otra historia. En lugar de retratar a Onetti, retrata a su mujer y
a su amante, gracias a quienes pudo vivir sin levantarse de la cama o
despojarse de su vehemencia a través de los celos. No es corresponsal de
guerra, si la guerra es solo el conflicto armado. Porque como sufrientes de guerra
trata a los seres sorprendidos en crisis económicas, por ejemplo. Lo cotidiano
es una batalla dentro de la cual es capaz de trazar un arco de belleza, que nos
deja con la boca abierta, antes de seguir narrando la lucha por vivir, por el
oficio de vivir, que diría Pavese, ese mito que se cae en una de sus crónicas. Pues
los mitos son también retratados como seres humanos. En ese sentido, se podría
hablar hasta del teatro griego, para remontarnos en las influencias de esta
escritora. De esta enorme escritora.
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