Un otoño romano
Javier
Reverte
Plaza
y Janés
Octubre,
2014
315
páginas
Un
turista da el paso definitivo al frente y se topa de bruces con la belleza de
las líneas perfectas de la Plaza de San
Pedro, bajo un cielo bruñido de un azul piscina, que es el que regalan los
anticiclones de otoño. Luego entra en la gran catedral, donde la acumulación de
un exhibicionismo ambicioso, cuya culpa la tienen los mandatarios que confunden
lo tremendo con el arte con tanta frecuencia, y el conjunto es una suma de
perfecciones y un revoque de barroquismo que alcanzan un punto bastante hortera.
En realidad, muy hortera. Entonces el turista acude al refugio donde tras una
vitrina transparente y acorazada, se refugia la Piedad de Miguel Ángel, porque allí el mármol es perfecto, y se
le queda la cara congelada durante una milésima de segundo. El tiempo que
necesita para recordar que del cuello cuelga una cámara de fotos. El turista
que visita una ciudad como Roma, se olvida de la carne humana y se limita a
quedarse con el mármol. Otro tanto sucede con el turista que visita la India en
autobuses climatizados y hoteles de cinco estrellas. Un selfie con el Taj Mahal al fondo no es viajar a la India. Es una
presunción mundana.
El
problema de olvidarse de la carne humana, tanto en casa como en los viajes, es
que uno también se olvida del alma. Como bien supo entender Jesucristo con esa metáfora que ahora
se integra en la eucaristía de los cristianos. Cuando pide comer lo que
representa su carne, lo que está haciendo es pedir compartir su alma. La
distinción entre el fondo y la forma es un invento que ha llegado hasta el
punto de herir los libros de texto, cuyo más doloroso ejemplo es el
academicismo que solicita esa separación en los análisis literarios.
Cuando
un escritor como Javier Reverte
(Madrid, 1944) afronta un otoño en Roma, uno espera encontrar en su relato más
carne que mármol, al igual que ha venido haciendo en libros anteriores, en sus
encuentros con África o el Amazonas. Roma es una ciudad inmensa, de esas que si
uno se pone a patear, no se acaban nunca. Aparentemente, la opción más sensata
de visitarla, en un día o en tres meses, es la de saltarse el pateo e ir de
mármol a mármol, de monumento a monumento, de belleza artística a plasticidad
en el arte. Aunque debe existir otra Roma: la de los barrios donde los gatos
hurgan en los contenedores o los panaderos se despiertan a las cinco de la
mañana para preparar la masa de los espaguetis; la del caos y la de las
miserias; la de los hombres que luchan y la de los locos que se abaten sobre
los turistas para obtener, con picardía, un mendrugo de pan. Una Roma que se
parece más al realismo social de Vittorio
de Sica que al Coliseo romano. Y
también esa otra Roma que todavía permanece fresca en nuestra memoria gracias a
la memorable película La Gran Belleza.
En
este caso, Reverte opta por prestar atención a lo bonito, con la ilusión de que
eso es lo mismo que ser romántico. Por utilizar sus propias palabras, en su
búsqueda de lo absoluto renuncia, al mismo tiempo, a lo absoluto. Aquí ha
dejado de ser el rompesuelas que fue en el que tal vez sea su mejor libro, Vagabundo en África. Y llega a
reconocerse, confesándolo, que es más bien un turista como somos, en buena
medida, todos los que hacemos una maleta o una mochila, independientemente de
que nuestro viaje sea más o menos sofisticado. Así pues, para que el texto
mantenga interés, a Reverte se le ocurre viajar no a la Roma que es, sino a la
Roma que fue. O al menos a parte de la Roma que fue. Por eso se presta tanta
atención a las manifestaciones artísticas que son producto de los papados, de
los emperadores y césares, a los monumentos como reflejo de la historia. Gran
parte del libro está escrito desde una biblioteca. Con la ventaja de que los episodios históricos han dejado de ser
una materia de estudio para transformarse en un relato, que él ofrece con
su estilo lineal y prudente. Una de esas prosas que permiten leer trescientas
páginas de un tirón en una tarde de lluvia y que no son tan fáciles de
conseguir. Es más interesante conocer la historia de Roma a través de sus
párrafos que en las enciclopedias. Algo que deberíamos agradecerle.
Y
luego está el culto a los grandes escritores que conocieron Roma cuando no fue
el monstruo de siete cabezas que ahora se extiende fuera de la zona monumental.
Reverte utiliza las palabras de Montaigne,
de Goethe, de Twain y de otros tantos, para repetir los elogios. Y todos ellos
son insuficientes para reconocer la conveniencia de conocer una ciudad, o un
trozo de ciudad, en el que uno convive con la seducción que el hombre ha
construido. Con el mármol que, ojalá, pudiera imitar a la carne, es decir, al
alma.
Fuente: La línea del horizonte
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