Solo
Richard
Byrd
Traducción
de Lidia Pelayo Alonso
Volcano
Madrid,
2017
280
páginas
La
tarea que Richard Byrd (1888-1957) se impuso en la Antártida, leída a fecha de
hoy, era una estupidez. Él mismo confiesa que se estaba dando cuenta de que era
un hombre estúpido, perdido con una tarea estúpida, y que así es como sería
juzgado. Fue a la Antártida como hombre de acción. Previamente había superado
récords de aviación en una época en que los motores de los aviones se sujetaban
con alambre y el fuselaje temblaba con la velocidad. Fue con intención de
servir a la ciencia y se dio cuenta de que todo eso no valía nada, que era un
reflejo en un espejo. Los meses que pasó en el campamento avanzado, solo, en
condiciones invernales, muerto de frío, de hambre, tenían la justificación de
mantener un registro de las condiciones climatológicas en el lugar más al sur
que hasta la fecha se había vigilado. Estábamos en una época entre guerras,
cuando el valor de una nación se medía por los desafíos que superaban sus
héroes. Así era como se mantenía la mentalidad imperial y nacionalista, aunque
en Estados Unidos, de donde Byrd venía, no hacía falta echar mucha leña al
fuego para que este ardiera. Y lo hacía, también, en otros sentidos.
Tras
narrar las jornadas de preparación de la base avanzada, hablarnos de sus
compañeros de equipo, quienes pasarían el invierno acompañándose unos a otros y
más al norte, con mejores condiciones, Byrd afronta las primeras semanas de una
manera que nos sorprende. Uno espera encontrar a un narrador de la conquista
polar en el que lo épico se impusiera. Pero Byrd resulta ser un hombre lírico,
un hijo más de Thoreau. Más próximo a Muir que a Amundsen, a Annie Dillard que
a Reinhold Messner. Y así saca partido a cualquier detalle, desde el cielo
estrellado a la calidad de la nieve, para adentrarse en descripciones de un
mundo bello, que solo puede disfrutar alguien con su valor. Byrd pertenece a la
estirpe de los aventureros para los que la libertad es un deseo patológico, de
los que, como Theissiger en el desierto, estaban dispuestos a pasar por las
pruebas más duras con tal de vivir la naturaleza de una forma salvaje, extrema
y hermosa.
Y
así se muestra reflexivo, introspectivo, sentimental, frente a lo que
presuponemos que es un desafío contra el terror. La emoción que busca, la
define él mejor que nadie: a medio camino entre la paz y la euforia. Cualquiera
que haya vivido una pequeña aventura en un viaje, en la montaña o en la
naturaleza, sabe a qué se refiere. Mientras observa, se sabe parte del
universo, es lírico y mantiene la cabeza en su sitio por el simple deseo de
negarse a obsesionarse con la soledad, de negarse a que nada le perturbe. Hasta
que un accidente, debido a una mala previsión, rompe la armonía sujeta con
alfileres. A partir de ese momento, se impone la lucha y la debilidad para
luchar. Deja de dormir y padece el frío. Apenas come, enferma y sabe que
enfermar supone perder la paz interior. Siente que se ha podrido el alma y duda
de sí mismo, de sus capacidades y de los motivos por los que seguir vivo. Se
demora en exponer el episodio que dio pie a la supervivencia y que le obligará
a abandonar la especulación sobre la soledad y la belleza de la soledad, a
favor de la tenacidad animal de resistir. Y resiste.
Durante
meses, aguanta contra el dolor de cada movimiento, viendo cómo su cuerpo se
queda en los huesos, manteniendo un flaco hilo de comunicación con sus
compañeros, apenas unos sonidos guturales en la radio, que le servirán de
acicate para mantenerse a flote en un espacio cada día más comido por el hielo.
Es la amistad lo que le rescata. Siempre será la amistad lo que nos rescate, no
hace falta remitirse a un episodio infernal de una vida para saberlo. Byrd
apunta que lo único que realmente importa es el cariño de la familia. Hombre
afortunado por tener una familia normal, en la que el cariño se impone, allá,
en su hogar, y por tener a una familia que le quiere en un campamento de la
Antártida, del que le separan no mucha distancia, pero que en tractor apenas se
puede recorrer a una velocidad de ocho kilómetros por hora. Pero un amigo nunca
pierde la noción de lo que es querer y ser querido. A la postre, y con el
homenaje que les rinde en las últimas páginas, eso es todo lo que tenemos. Y es
mucho.
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