Cansasuelos
Seis días a pie
por los Apeninos
Ander
Izaguirre
Libros
del K.O.
Madrid,
2015
110
páginas
El
día que uno olvida los mares azules, al ilusión del sol de invierno en las
mejillas cuando el termómetro baja de cero grados o las líneas rotas de los
perfiles de montaña que pierden la densidad del color a medida que se alejan,
ese día está más cerca del suicidio. Y este vendría tras una toma de somníferos
para intentar quedarse para siempre en el sueño, donde no le duele la espalda
ni la cabeza. Sobre la mesilla de noche, habría dejado una nota pidiendo que
esparcieran sus cenizas bajo un árbol al que trepó con cinco años, y pidiendo,
también, que por favor no se preguntaran nada. Pero para no perder la memoria
que a uno le permite seguir valorando cada día, seguir siendo la parte
bondadosa de quien ha sido, la buena moral que sintió frente a los más hermosos
paisajes, cabe el recurso del cuaderno de fotografías o de la escritura de una
crónica.
Aunque
el tono de las crónicas viajeras de Ander
Izaguirre (San Sebastián, 1976) sea desenfadado, sus pretensiones, sin
llamar a engaño, son las de contribuir a no perder la memoria. Son las de
conservar una experiencia junto al tarro de mermelada de la abuela, ese que nos
mantiene a flote durante la tempestad. En este Cansasuelos. Seis días pie por
los Apeninos, Izaguirre mantiene su estilo fresco, oral. Ese que
requiere muchísimo trabajo, muchísima dedicación y muchísimo talento para
lograr el efecto de la espontaneidad. A lo largo del relato de esos seis días
en que recorrerá los montes que separan Bolonia
de Florencia, en compañía de una
mujer de la que solo conocemos la inicial de su nombre, S, y su oficio de fisioterapeuta, Izaguirre iguala camino y
memoria. “La alquimia consiste en separar lo falso de lo verdadero”, dice que
dijo Paracelso. Y también la crónica
como método de conciliarnos con el relato de una vida. Un relato que uno
refleja con más sabiduría si lo practica caminando, porque caminando se piensa
mejor, es decir, se avivan buenos sentimientos.
Izaguirre
escribe con un ritmo que apenas permite descansos, sin ornamentos, eficaz. Y
junto a sus pequeñas aventuras, como salvar a un caracol de ser pisoteado, va
mencionando algún detalle biográfico de Da
Vinci, por ejemplo. O repite los pasos por los que transcurren las calzadas
romanas, pues para él caminar cobra mayor sentido si lo hace por los lugares
por donde pasó antes tanta gente, como si así comulgara con ellos, obtuviera el
beneplácito de aquellos espectros. Y presta especial atención a sucesos que
ocurrieron durante la Segunda Guerra Mundial. Por la sencilla razón de que hay
un antes y un después, porque esa guerra provocó que la gente de la región
sintiera que volvían a nacer.
Lo
curioso es que este estilo parlanchín, pero serio, con la seriedad de lo que
hoy es divertido y mañana será melancolía, esté escrito bajo un principio que
él mismo confiesa: “Caminar es callar, escribir también es callar, no se puede
escribir sin callarse primero y sin callarse bien”. De ser esto cierto,
bienvenido sea este silencio, de poco más de cien páginas, que endulza la tarde
de los lectores.
Fuente: La línea del horizonte
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