Antoine de Saint-Exupéry
Aviones de papel
Montse
Morata
Stella
Maris
Barcelona,
2016
315
páginas
Queremos
tanto al Principito
Que
lo esencial es invisible a los ojos, que solo se ve con el corazón lo que de
verdad merece la pena ser visto, es una de las grandes mentiras de la historia
de la literatura e incluso de la filosofía. Pero una de esas mentiras a las que
es imposible no tener cariño. Que lo escribiera Sain-Exupéry, que era aviador en un tiempo en que no era posible
volar con un ojo vago, que era escritor en la época en que se escribía a pluma
sobre cuadernos con tapas de cuero, resulta de lo más paradójico. Y si uno,
además, ha leído toda su obra y no solo El
Principito, sabrá que para este hombre la mirada lo era todo, que de su
punto de vista, de su perspectiva, era de donde venían las ideas que sugería,
más que enunciarlas. Que descubría a través de la mirada, porque esta era la
puerta del alma o el alma, y su punto de vista le orientaba en el mar de
sargazos que es la vida, para definir un sentido de la justicia que solo es
creíble si tiene la dosis justa de ingenuidad. O eso, o no hay poesía. Esa
mirada era una herramienta a través de la que conocía el planeta, una puerta de
entrada y salida, que le llevó a concluir que, por encima de todo, hay que ser
sencillo. En eso radicaba su proyecto ético y estético, su humanismo, su
escritura, su vuelo, su vida.
Estas
conclusiones sobre Saint-Exupéry, que ya intuíamos, son las que persigue Montse Morata (Madrid, 1976), en esta
biografía crítica del escritor francés. Morata escribe bien, muy bien, aunque
en ocasiones su música debería variar un tono, al tiempo que varía la actitud
de Saint-Exupéry en el episodio que menciona. No plantea ninguna estructura
arriesgada, pero sí se permite, cuando es conveniente, los saltos temporales
sin que perdamos el hilo cronológico de la vida de adulto de Saint-Exupéry, que
es la que ocupa casi toda la obra. Y esos saltos temporales generalmente tienen
por destino la infancia, el niño que seguía siendo. Porque la infancia es algo
que siempre nos está ocurriendo, aunque sea porque siempre nos ocurre su
ausencia. Y así va desgranando esa vida llena de pequeñas cosas comunes, sin
pretensiones de hipérbole, que llevó el autor de El Principito y Tierra de los
hombres, esas que nos hacen felices o desdichados que en nuestro país a
quien más puede recordar es a Antonio
Machado. Estas dos obras son a las que más recurre Morata para establecer
puentes entre las dos creaciones de Saint-Exupéry: su literatura y su vida.
Porque era una de esas personas que tenía la impresión de no encajar en el
mundo, de ser una pieza de otro puzle, y por tanto la necesidad de inventarse.
Algo frecuente en las personas a las que les afecta tanto la reacción de los
demás. A su socorro llegaron las experiencias atravesando los Andes en plena
tormenta, o quedar varado en medio del Sáhara, la Guerra Civil española y su
activismo en la Segunda Guerra Mundial.
Pero
esos registros pertenecen a la gran historia. Esta biografía nos habla del
hombre que disfrutaba en las tertulias, del soñador que hubiera deseado que
cocinar una tortilla fuera algo lírico, de ese buscador de hombres y en consecuencia
de ese poso de tristeza. La relación emocional con los animales que mantuvo
durante su niñez, su patria, será su refugio en los tiempos del cólera. Lo que
de pequeño significó el juego, de mayor lo sustituyó un hedonismo empeñado en
ser compatible con la generosidad. Y con el perfeccionismo a la hora de
escribir. Su formación literaria sería algo así como la formación pictórica de Rousseau, el Aduanero. Manteniéndose al margen de la vida cultural,
inventando su propia obra. En una época en la que se imponía la musculatura de
la prosa de autores como Malraux,
Saint-Exupéry se empeñaba en ser legible. Ninguna de sus analogías es difícil
de reconocer. Eso es lo que nos descubre Morata sobre Saint-Exupéry. Eso y su
camaradería, su amistad, cómo disfrutaba idealizando, observando que la
aventura verdadera será la aventura poética. Y que la libertad real es la del
pensamiento, pero su expresión está en el movimiento. De ahí que volar diera
sentido a su vida.
Fuente: La línea del horizonte
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