Carlos Soria y la nieve
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Nos
hicieron creer que la poesía se escribe, y que sólo se escribe en verso. Y que
lo que ellos denominaban poesía es un género literario. Esa verdad universal es
una más de las maldiciones de la escuela rígida en que nos educaron, la escuela
de los pupitres y la pizarra, que tanto se parece a la industria y tan poco a
la vida. Y, sin embargo, nada hay más falso que esa certeza acerca de la poesía.
Porque, en realidad, es la literatura la que se erige en un género poético. Al
igual que se puede considerar, también, al cine como un género de la poesía, o
al menos a lo que representa en el cine Hierro
3, de Kim Ki Duk, Ni uno menos,
de Zang Yimou o la obra maestra de Clint Eastwood, que se titula Sin perdón.
De
hecho, en otra época hasta los mercados eran un género poético, cuando se
reivindicaban como un lugar de encuentro para la gente, como un espacio en el que la vida se ponía en
plena ebullición. Nada existe, en los tiempos que corren, menos lleno de
lirismo que eso que se conoce como los mercados, donde hasta el hambre se
convierte en mercancía. Cuando uno piensa en ellos, a estas alturas, no puede
evitar echar de menos a un personaje como Charlot, que tan bien ha representado
la dignidad del hambre, la dignidad de la pobreza e incluso la dignidad de la
derrota. Hasta la derrota a la que estamos sometidos, la derrota frente a los
mercados, es sucia, en esta guerra que llamamos crisis.
El
verso, el silencio, la infancia con natillas e incluso, por qué no, la fatiga y
hasta el fracaso, son formas que puede adoptar la poesía. Como lo es la montaña
y el tiempo de la montaña, que es el tiempo épico a la vez que el tiempo lírico,
que es la elegía y el romance. Y esa es la única razón posible para explicar
por qué un hombre de setenta y tres años, de profesión tapicero, se empeña en
hacer suyas las grandes cumbres, con todo lo que ello supone: el aliento
helado, las uñas del frío, los latidos a pleno galope durante un intento de
sueño condenado a ser una ruina, un salto de escombro a escombro dentro del
pecho. En definitiva, el tiempo de la montaña aclara por qué el hombre maduro acepta,
con delicia, esa combinación de estética y enfermedad que hay que sufrir para
poder disfrutar de las más altas cumbres.
A
una edad en que la mayoría de la gente se da cuenta de que la vida ya les ha
sucedido, que la vida era esa cosa tan industrial que les atravesó mientras
estaban esperando a que llegara algo decente a lo que pudieran llamar vida,
Carlos Soria se empeña en demostrarnos que vivir es ejecutar una hazaña,
cualquier hazaña, en la que lo más importante no es el récord. Que lo que de
verdad se siente, lo que define a la epopeya, es algo que llamamos poesía, tal
vez porque carecemos de una palabra más adecuada para definirlo. Todos nos
hemos quedado con las frases trabadas cuando alguien nos ha preguntado qué
puede haber en la montaña para que alguien, un hombre de setenta y tres años,
por ejemplo, se entregue con esa fuerza tan ceremonial. Y no hemos sabido
responder porque, efectivamente, la poesía no es algo que se reduzca a la
palabra. No hemos sabido responder porque la montaña también es un género de la
poesía.
Fuente: La línea del horizonte
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