Otro
año nuevo
Ricardo Martínez Llorca
Los dígitos
clavados en el salpicadero del coche marcaban las doce horas y un minuto, un
minuto más tarde del instante que no quería vivir otra vez. La escarcha había
empañado los cristales con unas láminas como la piel del hielo, aislándole de
la brea que rodeaba el vehículo, aparcado entre los árboles. Esperaría hasta
que el reloj marcara las doce y veinte, no fuera a ser que el reloj marchara
con retraso.
Además, en su casa
estaría su tío Miguel permitiendo que un reguero de espuma de champán se le
vertiera barbilla abajo, y el sobrino de cuello corto pateando la mesa, y los
gritos de ¡bien bien bien! que atraviesan los vidrios que dan a la calle para
anunciarle que los vecinos están celebrando la visita de un año virgen, como si
todavía no hubieran aprendido que poco es lo que se puede esperar del
calendario.
“¡Maldita sea!”,
pensaba. Aquel había sido un mal año. Tanto que había empezado a fumar. Se
había negado a acostarse con su jefe cuando este le declaró su pasión el día
del orgullo gay, lo cual a punto estuvo de costarle el despido pese a que, a
modo de compensación, él le había presentado a Alberto, su mejor amigo, un
homosexual convencido que se hacía llamar Bert cuando se vestía de Drag Queen.
La calefacción de su piso había dejado de funcionar. Once revistas habían
rechazado la publicación de su primer cuento. Vivía solo desde hacía diez
meses, y la única ocasión que tuvo de llevarse una mujer a la cama en todo este
tiempo se estropeó a causa de un portazo mal dado al cerrar el coche: la
guantera se abrió y la figurita de la Virgen de Fátima, tallada en plástico,
con gotas de agua bendita en su interior y un imán en la base, regalo de tía
Concha, rodó hasta el regazo de la muchacha quien cambió de parecer y se bajó
del vehículo.
El
reloj marcaba las doce y cuarto. Giró la llave, puso el motor en marcha. Abrió
las compuertas de la calefacción para que el aire desempañara los cristales.
Entonces, por el cerco que se abrió entre la cutícula de escarcha, observó una
luz pequeña y redonda moviéndose entre la oscuridad, desapareciendo tras las
líneas verticales de los árboles, acercándose con un movimiento pendular.
“Vaya”, pensó, “si
esto es una película de miedo acabaré con la cabeza abierta, pero si se trata
de un cuento de navidad, estoy a punto de recibir a un ángel que me mostrará
cómo hubiera sido la vida si yo hubiera venido al mundo con el cordón umbilical
rematado por un nudo de horca alrededor de mi garganta”.
Deslumbró al dueño
de la linterna encendiendo las luces largas del coche. El cristal estaba lo
bastante limpio como para poder conducir sin peligro, la palanca de cambios
encajada en primera, el pie izquierdo sobre el embrague, los seguros de las
puertas echados y la ventanilla bajada un centímetro.
“Veamos quién
eres”, se dijo.
Poco a poco, el
contorno del portador de la linterna se fue definiendo, un tipo de mediana
edad, lleno de huesos que le sonaban al andar, como tablas de San Lázaro, que a
pesar del frío se vestía con una camiseta blanca en la que resultaba sencillo
identificar a los personajes, uno naranja y otro amarillo, uno Epi y otro Blas.
El tipo se arrimó a
la ventanilla del conductor.
-¿Necesita algo?
–le preguntó, ya que el desconocido no decía nada y empezó a sentir lástima por
él.
-Sí.
El tipo enfocó con la linterna el interior del coche con
un chorro de luz tan débil que no alcanzaba a atravesar el vaho sobre el
vidrio. Los ojos del desconocido se entrecerraron. “Creo que está tratando de
identificar quién soy”, pensó él.
Presionó levemente
el acelerador, se cercioró de que el freno de mano no estaba echado y le volvió
a preguntar:
-¿Necesita usted algo?
-Sí –dijo, y calló
de nuevo.
Un segundo más
tarde, maldiciéndose por hablar como cuando cogía el teléfono, insistió:
-Dígame.
-¿Ha visto un
perro?
-¿Un perro?
-Sí.
-No. No he visto
nada. ¿Se le ha escapado?
-Sí.
-¿Cómo era?
-Canela y blanco, y
como así de alto –desde su sitio, el asiento del conductor, no podía ver la
altura a la que el desconocido había colocado la mano.
-No –dijo él-, no
lo he visto. Si lo encuentro procuraré avisarle. ¿Dónde estará usted?
-Allí –contestó-.
En la granja.
“En cualquier
caso”, pensó él, que no sabía de qué granja hablaba, “nadie me obliga a nada, y
si no puedo avisar pues no puedo avisar”.
-Me lo regalaron
cuando tenía diez años –soltó el desconocido.
-Vaya –dijo él-, lo
siento –pero en realidad se preguntó cuánto vive un perro. “Este hombre no baja
de los cuarenta años”, pensaba -. De acuerdo, si lo encuentro le aviso.
El desconocido
esperó un segundo antes de responder:
-Es muy bueno.
-Bien. Discúlpeme
ahora –dijo, llevando la mano derecha a la palanca de cambios-, pero me tengo
que ir –y luego lanzó unas sílabas zurcidas con la costumbre-. Feliz año nuevo.
El desconocido se
apartó y entonces él sintió un ruido sordo, un golpe, un temblor como si a las
ruedas traseras les hubiera entrado hipo. “¡Maldición!”, pensó. Puso la palanca
de cambios en punto muerto, tiró del freno de mano y empujó la puerta sin
reparar en que con el impulso se había abierto la trampa de la guantera y la
figurita de la Virgen de Fátima rodó bajo el asiento del acompañante.
Saltó al exterior y
se arrojó sobre el desconocido, que miraba cómo iba deshinchándose la rueda que
acababa de rajar.
-¿Qué mierda estás
haciendo? –escupió, paralizándose al comprobar el tamaño del cuchillo que
colgaba de la mano del desconocido.
Sin dejar de mirar
a la rueda, con la cara color hueso y el tono de voz indiferente, el
desconocido replicó:
-No quiero que
atropelles a mi perro. No otra vez. No este año.
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