Fuente: Oculta Lit
Un aspirante a escritor con cierto talento y varias lecturas, asiste a un taller de escritura creativa y, después de publicar varios cuentos en revistas, se propone escribir su primera novela. Tiene que ser urbana, porque urbano es el mundo que domina, el que reconoce. Y si la urbe es grande, de más de tres millones de habitantes, cualquier cosa es creíble, incluso inventarse una calle o un barrio entero. Elabora sus fichas de personajes y una estructura. La estructura, ese es el principal problema, porque sin ella todo se desmorona. Pero ya sabe que la novela negra nos facilita un tipo de estructura profesional, en la que todo se asienta, se consolida, se explica. Así que ya solo queda saber cuál de los personajes es el cadáver entorno al que se reunirán los demás para crear una novela urbana. Pero eso, en realidad, no es una novela urbana. Porque en una gran ciudad es extraño que coincidan personajes de variado pelaje, alrededor de nada, y que se conozcan de antaño. En las grandes ciudades la gente no se conoce. Así pues, tenemos que salir de la ciudad para encontrar la que debería ser la principal característica de una novela urbana.
Hay un autor a quien se le ocurrió sustituir el cadáver por otro personaje, o por un suceso, en cualquier caso, por un enigma. Y que sacó a los personajes de la ciudad para permitirles viajar por un país tan grande como Estados Unidos. Si en una ciudad está permitido inventarse una calle, en ese país uno puede inventarse hasta una cordillera. La hazaña es repartir el juego de azar que irá reuniendo a todos a lo largo de una geografía enorme. El autor, ya se ha adivinado, es Paul Auster, y la primera novela en la que asume esos riesgos y sale triunfante, El palacio de la luna. Lars Mytting (Noruega, 1968) nos trae un ejercicio de estilo que nos recuerda al mejor Paul Auster. Este Los dieciséis árboles del Somme recopila muchas de las características de las obras que hemos comentado, y supera, de entrada, el atrevimiento de la ubicación del narrador, el personaje central. Se trata de un tipo joven que vive en una cabaña, en los montes de Noruega, con su abuelo desde que cumplió cinco años y murieron sus padres, algo alejado de la aldea pequeña, que es donde existe una agrupación de gente próxima, y no digamos ya de las grandes urbes, que jamás ha visitado. El narrador se pregunta qué tipo de hombre hubiera sido de haber tenido una vida más normal, con una familia que pensara que merecía la pena dedicarle tiempo. Dicho de otra manera, es autodidacta desde la forma en que agarra un tenedor hasta en cómo enamorarse. De las dos suertes, la segunda marcará buena parte del destino del personaje: no saber distinguir si está o no enamorado, porque no sabe distinguir del todo sus sentimientos.
Será, por tanto, una novela de iniciación desde el momento en que el personaje tiene que viajar para resolver un enigma que es su pasado, todo su pasado, incluso la parte que cree conocer. En eso, Mittyng sigue siendo un alumno aventajado de Auster y, por tanto, no nos detendremos mucho: su torpeza, el destino que le domina, la pequeña porción del mundo que va ampliando sabiendo que hay más, mucho más, no creer en la maldad, la soledad suya y la de la gente que irá encontrando, los juegos de paradojas. Todo eso está manejado con precisión y oficio. Incluso con talento. Porque aunque resuenen otras obras, Mytting viste esta novela con la gran marca de Europa, la insuperable barrera de la Segunda Guerra Mundial, a la par que con el cariño a la naturaleza, representado, en este caso, por el epítome de la misma, que son los árboles. Dieciséis nogales cuyo valor es incalculable en el mercado, y que son una herencia que le dejaron, supuestamente, sus padres en Somme, en Francia, y cuya desaparición está relacionada con algún suceso de aquella guerra, aunque date de los años setenta.
Pero para llegar a ellos antes debe pasar de su estancia extrema en soledad a una mayor todavía. Debe viajar a una isla escocesa donde no existe nada. Y mucho menos árboles. Pero ahí, supone, están las pistas que le llevarán a los árboles, porque ahí, supone, residió por voluntad propia su tío abuelo, que, al parecer, se hizo pasar por muerto por razones extremas. Y las razones extremas o tienen que ver con la culpa o con el miedo. O con ambas. En lugar de ello encuentra a una mujer que es lo opuesto a él: de clase alta y con una capacidad para engatusar hablando de la que es imposible no enamorarse. ¿Qué pinta ella allí? Al margen de lo que interviene en el desarrollo, Mytting nos pone sobre la mesa el juego de la bella y la bestia en distintos colores y con variaciones en el fiel de la balanza. Y poco a poco, va descubriendo quién cree que es, porque se trata de alguien que considera que para saber quién es debe haber consultado el calendario y los diarios de sus padres. Pero él es un granjero noruego enamorado de la naturaleza y la sencillez. Aun así, ¿por qué persigue el destino de los árboles? ¿Por codicia o por ser la obra magna de sus padres? Todo esto da lugar a un juego de relaciones que suceden a miles de kilómetros de distancia y que se resuelve en una muy ingeniosa solución final. La intriga no cesa, a pesar de que en ocasiones las descripciones son innecesariamente exhaustivas. Por lo demás, esta es una de esas novelas que uno está deseando dejar de comer y de dormir para seguir leyendo.
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