En islas extremas
Amy Liptrot
Traducción de María Fernández Ruiz
Volcano
Madrid, 2017
260 páginas
Del mito de Pigmalión existe una versión muy difícil, que ni siquiera el teatro más vanguardista, con monólogos apelmazados, ha conseguido fraguar: aquel en el que solo existe un actor. Escultor y escultura que cobra vida por intermediación de un dios, sin que exista dios. Ese es el reto del que Amy Liptrot sale con todas las medallas literarias en esta obra. A lo largo de su vida, solo ha existido ella para destruirse y construirse. Su padre era un maníaco depresivo, y su madre una fanática religiosa, que la llevaron a criar a uno de esos lugares, las islas Orcadas, donde nadie en su sano juicio elegiría vivir, aunque solo fuera porque el viento vuelve loca a la gente. Sin embargo, a lo largo de esta historia de desdicha y rescate, el regreso del viento será la metáfora de la terapia de sanación. Liptrot no tiene ningún reparo en desnudarse y narrar con pelos y señales sus años de alcoholismo en Londres. Pero entre lo que ofrece la ciudad y los acantilados, tenía bien claro que sus mejores opciones estaban en la ciudad: se reía más, follaba más, bebía hasta perder la noción de quien era, y aun así siempre había alguien dispuesto a darle una nueva oportunidad en un trabajo. Pero el alcohol es destrucción, por mucho que el borracho vea el arco iris. Liptrot se pierde emocionalmente y en un arranque de cordura, tras un par de años de vicio, se da cuenta de que lo que está haciendo es tapar una tristeza patológica. Y comienza su labor de Pigmalión esculpiéndose a sí misma, desde la terapia de desintoxicación al aprendizaje sentimental de los pequeños momentos. Un baño de unos segundos en el mar del Norte, será suficiente como para justificar un día de vida y purificarla de cara a la siguiente jornada.
En su regreso, Liptrot reniega de su infancia y no se arrima a sus padres, pero sí al cielo. Aunque sea gris y aunque llueva, es un cielo en el que el viento está presente, es armónico, da paz o, por usar una expresión de ella, es pura geometría líquida. Liptrot regresa para construir su granja, que derivará en agricultura y ganadería ecológica, aunque acepta trabajos de meses en los lugares más inverosímiles, los más alejados del resto de la humanidad, vinculándose siempre a la ecología. La astronomía, las auroras boreales, la música del mar, la luz, la geomorfología de la costa escarpada, los bosques de algas bajo las olas, toda una isla que puede recorrer libremente a pie o rodearla nadando, la liberan de su atadura al alcohol. Existen, sí, muchas frustraciones. Incontables, pero de todas ellas sale con la alternativa de reírse, no como en la civilización. La civilización, en buena medida, llena el tiempo que cubre una vida, pero no permite afrontar el vacío existencial, tan lógico, tan humano.
Y sí, lo humano también está presente en las islas. Son pocos los habitantes, pero no existen escalas generacionales, ni separaciones de casta ni nada por el estilo. Cualquiera puede ser tu compañero. En ese sentido, Liptrot se muestra como una voyeur o una etnóloga, no sabemos bien a qué carta quedarnos. Y de lo humano, también rezuma lo telúrico, lo arqueológico, algo fundamental en una persona en reconstrucción. Primero debe conocer sus propias ruinas, como va descubriendo las de las islas. Esta versión de Pigmalión representa al hombre o a la mujer como una isla. Cada encuentro con cada parte de la isla, es un reencuentro con una parte de ella misma. Y comprueba que se sostiene sin recurrir al elixir del olvido. Un ejercicio literario de mucha altura, puro aire fresco.
Fuente: Culturamas
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