De viaje por Europa del Este
Gabriel
García Márquez
Literatura
Random House
Barcelona,
2015
147
páginas
Gris
plomo, gris amianto
Contando
menos de treinta años, un joven periodista llamado Gabriel García Márquez (1927
– 2014), se subió a un automóvil acompañado de una rubia francesa y un italiano
llamado Franco para conocer, de primera mano, qué o cómo era eso que raspaba
las noticias al otro lado del Telón de Acero. Estamos en los años cincuenta del
siglo pasado y por los países que pretenden visitar ya debería haberse
despejado la niebla de la posguerra. De este modo, ellos pretendían comprobar
cuáles eran los colores predominantes en la vida de la Alemania Democrática,
Checoslovaquia, Hungría, Polonia y la propia Unión Soviética. García Márquez
quiere partir sin prejuicios, pero tras el sudor que supone superar la primera
frontera, se da de bruces con los colores que inevitablemente le acompañarán
todo el viaje: el gris del plomo, el gris del aluminio, el gris de la plata
vieja, el gris del amianto, el gris de las piedras frías del invierno.
Inmediatamente reconoce que debe de haber cruzado la frontera que separa los
países que ganaron la guerra de aquéllos que la perdieron. La atmósfera general
es de disgusto, la gente apenas puede abandonar cierta tristeza. Ni siquiera
una espléndida ración matinal de carne y huevos fritos les convencen para salir
de la amargura, de la depresión. Las fachadas de los edificios grandes eran
planas y a su lado quedaban aldeas de barracas donde almuerzan los albañiles.
En las grandes avenidas se han talado los tilos y los cimientos de los solares
están cuarteados por el musgo y la hierba.
Ni
siquiera en los pasillos de una discoteca topan con alegría, pues hasta el modo
de besarse de los adolescentes es también gris. A las pocas páginas, García
Márquez ha llegado a la conclusión de que lo que ha creado el estado sirve para
que la gente se pudra en vida. Aunque en ningún momento termina por afirmar que
es antiestatista y liberal, porque no es el sistema político el centro de
interés del libro. Es la gente, en individuo, la sensibilidad de las personas.
De ahí que mejore el tono a su paso por Checoslovaquia, donde se impone la
sencillez que va de la mano de la dignidad. Sin embargo, Varsovia le resulta un
lugar siniestro. Polonia es un polvorín entre los satélites soviéticos, porque
resulta compleja la convivencia del comunismo, el catolicismo y el alcoholismo.
De
la URSS destaca su inmensidad, su burocracia, el síndrome de Ulises de los
españoles asilados tras la Guerra Civil, y la sombra fúnebre de Stalin, cuyas
cenizas se siguen respirando sin que todavía los soviéticos hayan emitido un
veredicto de inocencia o culpabilidad de un semidiós. Y también le asombra la
franqueza de la gente que camina con los zapatos rotos, sin saber que existe
otro tipo de vida. Finalmente, se detiene en Hungría, en Budapest, ciudad que
adjetiva como provisional y de la que no extrae otra conclusión que no sea la
desconfianza. Y luego, tal vez, la historia haya terminado. Porque resulta
extraño leer este tipo de viaje a estas alturas. Tiene algo de ensoñación
turbia, sin alcanzar la pesadilla. Y ya escrita con la buena mano de García
Márquez, este escritor que tal vez poseyera el mejor oído para la prosa que
existió en nuestro idioma durante el siglo XX.
Fuente: La línea del horizonte
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