Castilla y otras islas
Jesús del Campo
Minúscula
Barcelona, 2008
197 páginas
Los recuerdos de los otros
Recuerdo
haber escuchado en boca de un escritor chileno, paseando por una ciudad
castellana, un comentario que vinculaba lo pétreo de las calles al pensamiento
de Unamuno. No estaría mal que para reconciliarse con el fondo peyorativo de
una sentencia que no deja de tener su acierto, se lea este libro de viajes
escrito por otro autor del norte de España. Y es que en Castilla y otras islas, Jesús del Campo nos acerca al aspecto más
amable de una esencia castellana que sigue siendo rural, incluso en las urbes
de mayor tamaño, de las cuales, por cierto, Jesús del Campo parece huir. Y para
ello recurre a unas estrategias de construcción aparentemente clásicas en la
literatura de viajes, como aparentemente clásicos eran sus planteamientos de
base en alguna de sus obras anteriores, tan clásicos como fuertes, entendiendo
por fortaleza el potencial inventivo que se puede extraer de sus ideas y su
escritura, sobre todo en Los diarios
clandestinos de Blancanieves.
Veamos:
un tipo solitario, porque en solitario es como se cumplen los ritos del viajero
que acude al encuentro de lo que quiera la suerte traerle, conduce por autovías
y carreteras secundarias del pellejo castellano. Durante su trayecto, visitará
lugares elegidos con intención de respirar lo que queda de los fantasmas de la
historia. Al tiempo que se encuentra con esos fantasmas que han ido
construyendo lo sustancial de una tierra poblada por gente que no desea que
dicha sustancia se altere, asoma su cabeza para ver detalles, los detalles que
construyen lo particular de un relato. Por supuesto, no faltan los encuentros
con gente de la calle y su consabida intervención en la esencia del desarrollo
narrativo.
Hasta
aquí lo que promete ser un libro de viajes al uso, un texto periodístico que
configura algo así como el libro de texto de la región visitada. La cuestión es
cómo elude Jesús del Campo la normalidad para escribir una obra tan agradable
como extraordinaria. Y la primera herramienta que se reconoce es el lenguaje,
un lenguaje depuradísimo, al servicio de transmitir una idea de serena tristeza
que reconforta: “Al tener ante sí tanta extensión de tierra, el viajero se ve
de nuevo asaltado por la callada sensación de poder que trae encontrarse a solas
con la sumisión del paisaje”; un lenguaje acertado para transmitir las
sensaciones de “soledad telúrica” que impone el verse desplazado del centro del
mundo, para describir “la polilla de la gloria” presente en Castilla por tanto
tiempo y quizá para siempre. En segundo lugar está esa erudición que provoca
intriga, y que es el impulso que gesta el viaje; un saber sin rencores que en
lugar de oponer esa idea de Castilla, tan identificada con España, enfrentada a
otros reinos, le lleva a hermanarla con la Francia de siglos pasados y, mayormente, con la Gran Bretaña histórica. De ahí
que en el mismo párrafo se lleguen a engarzar las vidas y emociones de T. E.
Lawrence, Falstaff y Santa Teresa, o Francis Drake, Quevedo y Montaigne, porque
él ve una Castilla ensanchándose, vinculándose a Europa y al orbe. En tercer
lugar está el itinerario, un itinerario digresivo, un deambular que justifica
el título pues le guía de territorio a territorio con el rigor de quien somete
su destino al capricho de las olas y las mareas, aunque siempre con el afán
romántico de quien ve en los bandoleros unos seres de leyenda, por ejemplo,
pues trata de acercarse al pasado como un acto de reclamación: “Omnívora es la
tierra cuando puede tragarse tanta historia”. Pero esta historia no está
presente como mero dato, si no que constituyen la esencia del viaje, unas
escenas que contempla pero en las que, respetuosamente, no participa, al igual
que las de lo cotidiano rural, las que en varias ocasiones sirven para romper
su ensueño con la paradoja del presente: el paso por una autopista, las obras
de un edificio, o la joven que fuma drogas en un ático y que ella sola se basta
para desequilibrar la balanza de lo sutil, pese a que en el otro platillo haya
colocado, previamente, a duelistas santiguándose, pícaros marcando naipes,
estudiantes remendando calzas, soldados templando vihuelas, cirujanos sangrando
reinas, comediantes maldiciendo el vino aguado, escribanos narrando chismes del
valido o todo el peso de una devoción todavía presente en tantos rincones de la
llanura. Llama la atención, además, la ausencia de diálogos, situando al lector
en una distancia próxima al extrañamiento dada la dificultad para sentir que,
de ser él el viajero, podría intervenir modificando conductas, provocando
situaciones y anécdotas; pero los diálogos hubieran interrumpido cierta
monotonía necesaria, la que sirve para igualar la lejanía con el pasado que se
escapó porque nacimos demasiado tarde, la que convierte la imaginación en la
sustancia de un sueño que transcurre despacio, pero más rápido de lo que puede
soportar el viajero.
Fuente: Quimera
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