De la Patagonia a México
Hebe
Uhart
Adriana
Hidalgo Editora
Buenos
Aires, 2016
248
páginas
De la
Patagonia a México: la desaparición
En
realidad, lo que desaparece es todo lo que sobra. Que es mucho. Cualquier otro
periodista, escritor, reportero o mochilero con un cuaderno de campo, se
empacharía a rellenar páginas y páginas. En el mercado, un libro se mide por su
capacidad para aguantar más peso del mueble que está mal calzado. En el caso de
este De la Patagonia a México, de
Hebe Uhart (Moreno, Buenos Aires, 1936), la virtud de lo escueto, de
seleccionar el detalle preciso, de conquistar con una prosa resumida pero de
buen criterio, sobre todo para el oído, transforma sus crónicas de viaje en un
ejemplo de cómo debería trabajar el viajero: para algo debe servir la memoria
sentimental. Con uno o dos detalles puede quedar retratado un sitio, aunque uno
de ellos sea un cartel de “no fumar”, dependiendo de su sorprendente aparición.
Uno o dos gestos resumen la vida doméstica, porque así es como Uhart entiende
lo que sucede en la calle, como vida doméstica en el exterior y no como lo
cotidiano. De este modo, su prosa retrata lo que ve, pero su afán de arrimarla
a la poesía retrata lo que imagina, que es el pegamento que da coherencia a lo
que ve. O a lo que oye, pues sus crónicas están también llenas de giros
lingüísticos y localismos bien avenidos. A todo ello cabe añadir una cierta
melancolía, la sensación de que Uhart cree que el tiempo pasado fue mejor. Como
si sintiera una lástima piadosa por lo que no se ha podido conservar. Donde se
expresa con mayor claridad esta claridad que no esconde, y que nos es común a
tantos, es en sus crónicas rurales. Pues la mayoría de las componen este libro
son eso: visitas a la propia Argentina, el país de origen de Uhart. Lo que
sucede es que Buenos Aires y el resto de Argentina son países diferentes.
Bariloche,
Los Toldos, General Villegas, Almagro, San Juan de la Vera, Corrientes,
Tucumán, y los alrededores de estos lugares son los sitios que Uhart visita.
Más tarde, leeremos la crónica dedicada a Asunción y Paraguay, y la de México.
Esta última es de lo más espontánea y la que se sostiene sobre el humor de la
diferencia del país y del idioma. Sorprende leer el pequeño ejercicio
antropológico o etimológico de los giros del idioma que se supone común a
nuestros países. Todo ello partiendo del hecho de que acudió a México con
intención de participar de la feria del libro de Guadalajara. Pero tanto allí
como en el D.F. siente que el país le abruma. Todo es un exceso, desde la
historia del país, que intenta leer a pedazos, hasta la parte más truculenta y
escasa del periodismo carroñero. Da la impresión de que quien aterriza en
México no proviene de Argentina, sino de Marte.
En
Paraguay, sin embargo, enuncia la sucesión de estímulos, como si visitara el
país a toda pastilla: un poco de sociedad, de historia, de política, de
cultura, de religión… algo relativo a los menonitas, a los guaraníes y a su
idioma, a la violencia de género y la denuncia de la colonización de los
sojeros. Todo ello, en pocos párrafos, deja la impresión de haber viajado a un
país de alucinados y melancólicos.
En
sus crónicas dentro de su propio país es donde debe poner más atención en
eliminar los ruidos innecesarios. De Bariloche, los bohemios y lo payadores; de
Los Toldos, las pequeñas leyendas que alejan a la población de Buenos Aires
tanto como si se tratara de Macondo; de Almagro, un bar y un atasco en un
autobús; de Corrientes, los peregrinos, el carnaval y una lengua guaraní que se
vive con vergüenza por quienes la hablan; de Tucumán, el interés por lo
cultural y lo étnico, los personajes de Tafí del Valle, de los valles
calchaquíes, algo de lucha obrera y unas brevísimas crónicas que transforman el
periodismo en el arte del gesto. Porque la literatura sigue siendo saber
resumir.
Fuente: La línea del horizonte
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