El
diablo
Marina
Tsvietáieva
Traducción
de Selma Ancira
Acantilado
Barcelona,
2025
68
páginas
Hay
escritores que han hecho de su obra, y de su vida, un vivir a la contra. La
verdad es que este mundo de leguleyos y sacamuelas que se prodigan en tertulias,
de farsa social y burocracia hasta en los menús del desayuno, da motivos para
protestar. Lo que importa es hacerlo conservando la compostura, con estilo, de
manera que la respuesta tenga un magnetismo al que se puede contestar
racionalmente, pero no deja de haber creado su atracción. Este es el caso de
Marina Tsvietáieva (Moscú, 1892 – Yelábuga, Tartaristán, 1941), de quien se recupera
esta obra breve, El diablo, en la que habitar contra los lugares comunes
viene representado por la atracción hacia la figura clásica del mal.
La
historia nos presenta una familia bien acomodada, en la que toma la voz una de
las hijas, que está rodeada mayormente por otras mujeres. Desde niña, la
narradora confiesa su fascinación por el diablo y contra el dios que le han
vendido, es decir, contra el hábito de la fe que ha pretendido imponerla. «Dios
era para mí – el miedo», nos confía en algún momento. Y es que las religiones
cristianas se han pretendido imponer, con demasiada frecuencia, anunciando
lluvias de fuego sobre Sodoma y Gomorra. Pero nuestra niña, nuestra joven, ha
elaborado, contra esa fórmula castrante, una idea propia del supuesto enemigo,
el diablo. La palabra fundamental, aquí, es la de idea. Si el diablo es una idea,
entonces será posible idealizar, reelaborarla, hasta transformarla en un ideal.
Para ello hasta debe darse cuenta de que el arrepentimiento es una estupidez,
un baremo impuesto para conducirnos por un camino. Porque las únicas tinieblas
que realmente nos rodean, las que nos condicionan, son las que ella llama mis
tinieblas congénitas.
Como
cabe imaginar, para darle forma a esta postura, el relato se desenvuelve en lo
que podríamos calificar como la ironía que combate los tópicos. La narradora, y
seguramente Tsvietáieva a través de ella, expresa que las instituciones tradicionales
y la enseñanza tradicional deben ser cuestionadas, y para ello sirve acercarse
sin prejuicios a otras figuras, a ser posible las que están en el otro lado de
la balanza. En realidad, la narradora está construyendo una religión propia. El
problema es que los mimbres que se le han facilitado para poder hacerlo son heredados.
Así pues, sólo cabe seguir cuestionándose la propia educación sentimental con
estilo, con respeto, y a contracorriente. Esta es una pequeña muestra más de cómo
cabe afrontar esta tarea con sensibilidad e inteligencia.
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