Ve
y dilo en la montaña
James
Baldwin
Traducción
de Ismael Attrache
Sexto
Piso
Madrid,
2025
254
páginas
A
principios de la década de los cincuenta, un muchacho de menos de treinta años
se cuestionaba todo lo que había vivido y, lo que es más significativo, era
capaz de llevarlo por escrito a un editor para que lo hiciera público. Esto no
tendría nada de valiente de no ser porque lo que había vivido era, daba por
supuesto la sociedad, los beneficios de la vida condicionada por la religión.
Pero esa religión que atravesó la infancia y adolescencia de James Baldwin
(Nueva York, 1924 – Saint-Paul-de-Vence, 1987) estaba hecha de la misma materia
que el miedo. Lo que sucede es que el reino que promulga la religión puede no
ser de este mundo, pero la religión sí lo es, y el miedo se ha ido convirtiendo
en la emoción que lo mueve. Las glorias de la eternidad, nos dirá en algún
momento el narrador, son inimaginables, pero la ciudad es real.
La
novela que tenemos entre manos, Ve y dilo en la montaña, se sustenta
sobre la voz de un narrador que nos habla de lo que rodea a la adolescencia del
protagonista asfixiando. Nuestro adolescente es un mar de dudas que habita en
unas calles marginales de Harlem, en una Nueva York racista. Se supone que el
ambiente religioso podría servirle de sostén, podría poner suelo bajo los pies,
pero forma parte del fracaso de la atmósfera, en la que se reproducen, de
manera congestiva, una y otra vez las ideas de perdón, pecado, justicia de Dios
y expiación más propias de una creencia castrante que de una religión que
fomente el amor. Y quienes habitan en ese ambiente se comportan más como
forofos de esa religión, de un Dios incontestable, que como devotos que al
mismo tiempo atienden a lo que se supone que nos da la vida: bañarse en el mar,
acariciar al perro, comer uvas o pasear de la mano de la persona amada. La
única salvación posible vendrá a través del acto más inequívocamente religioso
que existe, que es rezar. «Creían que el látigo los salvaría», escribe Baldwin
en algún momento. De este modo, con lo que se enfrentan es con la locura, con
la paranoia, con la densidad de la opresión.
La
novela es una denuncia, en la que está muy presente la institución que tan
unida ha ido, a lo largo de la historia, con las religiones que acotan, que es
la familia. En un barrio habitado por perdedores, por humillados y ofendidos,
el padre está convencido de que la única forma de sacar adelante una familia
religiosa es convirtiéndose en un energúmeno. Así, todo lo que vendrá tendrá
que ser interpretado bajo premisas estrictas, consignas, y se van estableciendo
unas relaciones familiares en las que el caos que provoca el miedo se impone,
en las que el peso del matrimonio se condensa. De ahí que Baldwin elija que
buena parte de la novela deba suceder dentro de la cabeza de sus personajes.
Conviene atender a las evoluciones de sus pensamientos, a las intensidades de
sus emociones. Los acontecimientos que relata no son tantos, pero sí merece la
pena detenerse en los retratos de los interiores de los protagonistas. Es fácil
sospechar que Baldwin se plantea esta obra con intención de saldar deudas. Pero
la literatura no es tan cauterizante como damos por supuesto. Baldwin comienza
aquí su obra, que no cesará de tener la intención de colocar todo en su sitio a
partir de las denuncias, siempre consciente de que los humillados y ofendidos
son las personas por las que merece la pena apostar, son quienes merecen vivir
una vida diferente a la que él retrata, en la que está tan presente la
represión como el deseo.
Fuente: Zenda
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