El planeta inhóspito
David
Wallace-Wells
Traducción
de Marcos Pérez Sánchez
Debate
Barcelona,
2019
349
páginas
El
concepto que más llama la atención, y que ya habíamos leído en escritos de
Edward O. Wilson, es el de Eremoceno:
nuestra época no se define tanto por el hombre como centro, que es lo que se
correspondería con el Antropoceno, como por una de las enfermedades del hombre,
que es la soledad. A partir de ahí tal vez se consiga explicar lo inexplicable:
que ya se ha hecho demasiado tarde, pero que todavía podemos rescatar algunos
harapos de la Tierra, los bastantes, quién sabe y quién lo desea, como para
facilitar una vida habitable en los próximos años, con suerte durante décadas,
con mucha voluntad, durante siglos. Sobre este humus, David Wallace-Wells
construye este ensayo, que es también un alegato. Subtitulado La vida después del calentamiento, la
obra se centra en una sola forma de vida, la humana. Ya conocíamos las
previsiones acerca del resto de la naturaleza, así como las relaciones actuales
de pérdida y dolor. Wallace-Wells reúne lo concerniente al hombre en un texto
de una potencia arrolladora que nos pone los pelos de punta. Entre otros
motivos, porque consigue explicarlo en un formato apto para todos los públicos.
Pero, mayormente, porque la situación es tan alarmante, que no se puede encarar
de una forma lenitiva. Wallace-Wells es didáctico y es genuino, y nos presenta
la relación de calamidades a través de ejemplos, no poniendo en abstracto la
defensa del planeta: “Parecemos incapaces de reconocer que el significado del
cambio climático trasciende las parábolas”.
El
libro se va desarrollando en capítulos que atañen al agua, al aire, al hambre,
al océano, a las ciudades, a la salud mental e incluso a los colapsos -también
el económico-, que es hacia donde se deriva nuestro actual trazado. Jamás se ha
producido a escala global, pero civilizaciones enteras murieron colapsadas por
el destrozo ecológico: los mayas, los habitantes de Rapa Nui, los vikingos de
Groenlandia… Jared Diamond nos habló con contundencia sobre ello. De hecho,
durante la lectura de una de sus obras maestras, Colapso, uno no puede dejar de sentir una emoción parecida a la
crueldad que no sabe a qué atribuir. Wallace-Wells sí apunta hacia motivos de
esta derrota, a funciones que él llama, por ejemplo, sistema climático de
castas, o al nihilismo indefinido que es consecuencia del gran capitalismo
industrial: “Para el mercado, esto es crecimiento; para la civilización humana,
es casi un suicidio. Ahora quemamos un 80 por ciento más de carbón que en el
año 2000”.
Los
relatos, que también son objeto de estudio tras la abrasión que nos empaña al
leer unas previsiones cuya única duda no es si tendrán lugar, sino cuánto
demorarán en aparecer, como consecuencia del aturdimiento, no pueden tener otro
carácter que no sea el del existencialismo climático. Son proyecciones de
estudios, que se corresponden a un registro exhaustivo, sobre todo americano. Wallace-Wells
no elude su malestar como miembro activo de este desastre y advierte contra las
posiciones cómodas, como la confianza en la tecnología o la disociación
cognitiva: “Pero lo clausuramos (la mirada hacia los horizontes a los que nos
dirigimos) cuando afirmamos que cualquier cosa relacionada con el futuro es
inevitable. Lo que podría pasar por sabiduría estoica es a menudo una coartada
para la indiferencia”. Resulta complicado encontrar una definición mejor de
cobardía, y hace falta mucho valor para leer este libro y para afrontar, a
continuación, lo cotidiano: “Resulta que el problema no es la superabundancia de
humanos, sino la escasez de humanidad”, dice, citando a Sam Kriss y Ellie Mae O’Hagan,
y volviendo, casi sin proponérselo, al concepto de Eremoceno. Es posible que sea por este grado de entendimiento por
el que debamos empezar a construir la solución, como apunta al recoger las
palabras de Roy Scranton: “La mayor dificultad que afrontamos es filosófica:
comprender que esta civilización ya está muerta”.