Rebecca West,
desde los Balcanes con amor al
prójimo
La
afirmación es de la propia autora, y podría encabezar buena parte de su obra:
“Cristo nos dijo que amáramos al prójimo como a nosotros mismos, y ésa es una
clase de amor frío e intelectual. Pocos disfrutamos de nosotros mismos”.
Rebecca West (Londres, 1892 – 1983), nombre de un personaje de una obra de
teatro de Ibsen, que adoptó de manera oficial quien fue bautizada como Cecily Isabel
Fairfield, tenía tanto miedo a este mundo lleno de idiotas que vivió guardando
la distancia exacta, la que le permite entender a los demás, pero no termina de
llorar lo que otros lloran ni reír lo que otros ríen, porque amaba más al
prójimo que a sí misma. Sorprendida por la incapacidad de la gente de ver el
mundo a través de los ojos de los demás, conserva una mirada inocente y limpia,
con tanta obsesión como para considerar que la empatía es una de las ramas del
árbol de la nobleza, junto con la ternura. Hizo de su limitación una virtud de
la que, al contrario de lo que mueve a la mayor parte de la gente, no se sentía
orgullsa. “Los hombres de acción suelen enorgullecerse tercamente de sus
limitaciones, y lo mismo hacen los inválidos”, dijo. Y así es como consigue
casi desaparecer de sus crónicas, ella, la autora, que no quien narra, y tanto
en su obra periodística como en sus viajes se empeña en hallar trazas de
dignidad y cuando las encuentra, elogia a la gente sin afectación. Es una
escritora técnicamente perfecta, tanto que uno siente complejos al leerla, si
es que uno, a su vez, siente algún tipo de aspiración o anhelo literario.
Rebecca West es inimitable y su prosa posee un estilo tan depurado que parece
carecer de él. Sólo así se explica que uno pueda leer las mil trescientas
páginas de Cordero negro, halcón gris
sin fatigarse.
Enviada
por la revista Atlantic en 1936 a un
viaje de mes y medio, con todos los gastos pagados y acompañada de su marido,
además de los guías locales y los mozos de hotel, no sería hasta 1944 cuando
pondría el punto final al cuaderno de viajes, ensayo filosófico, reseña
histórica, trabajo periodístico, de dilema filosófico y social que es
considerado uno de los grandes libros de viajes de la historia. West recorrió
tantas ciudades que apenas tuvo tiempo para ser una viajera lenta, algo que pospuso
para las horas de despacho, frente a los folios, reelaborando sus apuntes de
campo. El trabajo es concienzudo y resistente, teniendo a este último adjetivo
en todos los sentidos de su polisemia: el empeño de largo aliento y la rebelión
con que carga su relato. Podría decirse que así prolongó lo que caracteriza su
biografía, la pobreza en que nació, la emigración a Escocia, su feminismo
intelectual en una sociedad machista y ser madre soltera, madre de un hijo que
le dejó el paso por su vida del escritor H.G. Wells, el autor de El hombre invisible, que hizo honor a
este título en la vida de Rebecca. Primero amante, luego amigo acérrimo, pero
nunca padre. El hijo de Rebecca y H.G., Anthony West, dedicó su vida a
defenestrar a quien fue madre soltera sin renunciar a sus principios sobre el
requisito de una mayor igualdad. Anthony la presentaba como un monstruo
vanidoso y hasta se negó a acudir al entierro de su madre. Ese viaje y ese
libro no le salió todo lo bien que hubiera deseado Rebecca.
El
encargo de la revista Atlantic estaba
maldito, dado que Rebecca West siempre se mostró a favor de los oprimidos y
buena parte de la historia sobre la que gira el libro tiene que ver con el
atentado que prendió la mecha de la Primera Guerra Mundial. West quiso ver en
el muchacho que dispara a un perdedor, a un pobre, a un condenado en vida y a
su juicio eso puede justificar cualquier tipo de actos, incluido un regicidio.
O sobre todo un regicidio. Las mejores páginas del libro son aquellas en las
que reproduce la larga lista de asesinatos y los juegos de tronos que han
tenido lugar en la región, que ha sido el puente donde se ha librado buena
parte de la historia mundial, donde se detuvieron o avanzaron los ejércitos de
imperios de oriente y occidente, donde se fragmentaban y unían fuerzas e
intereses. Esos párrafos constituyen una de las mejores lecciones de historia
que se han escrito, tanto por la valoración que hace de una región que se nos
antoja alejada de donde creemos que se coció la historia, como por la facilidad
para la narración: su calidad literaria no tiene nada que envidiar al mismísimo
Lev Tolstói, al que añade lo único que se puede rescatar de los culebrones, que
son las maldades de las dinastías, lo que le da un cierto aspecto de thriller. Eso sí, la historia que marca
West apoya al desvalido, aunque destripa la psicología de los personajes
históricos por inducción y con mucha inteligencia.
Acude
a Yugoslavia para dar conferencias en universidades, pero se detiene en lo
personal, y no únicamente en las batallas, sino también en la socioeconomía del
pueblo. Y piensa en el pueblo como individuos, como personas, como uno más uno,
más uno, más uno… hasta llegar a cientos de miles, todos con rostro y firma. O
sin firma, porque una de las denuncias que hace es la del analfabetismo del
campesinado, que es parte del maltrato al que se le somete. West jamás pierde
de vista que sea cual sea la solución, a la fuerza ha de pasar por la cortesía
y la conciencia de los estratos sociales. Sí, aunque reniegue de ello en otras
obras, comparte con Marx la idea de la lucha de clases. Dicta que los gobiernos
están abandonando el campo e invirtiendo en las ciudades, a donde la clase
exprimida manda a sus hijos para que se les explote, mientras vende reses
escuálidas por desesperación. Un fenómeno que se suma al malestar de la
historia bélica, para dar lugar a un pueblo difícil, por su falta de medios
para rejuvenecerse.
El
campesinado ha quedado reducido a bestia de carga mientras por las ciudades, a
lo largo de siglos, han pasado toda suerte de imperios. El territorio fue
conquistado por Roma y Roma arrasada por los bárbaros. En el este, se libró una
guerra de trescientos años entre Hungría y Venecia, luego cuatrocientos al
servicio de Venecia, mientras por el oeste acosaba el imperio otomano,
adueñándose de parte del territorio, hasta que, de hecho, comenzó la guerra de
Napoleón contra Turquía, un episodio que terminó con la desesperanza del
imperio francés y, más tarde, un desgobierno a la sombra del imperio austriaco.
A todo esto, Rebecca West da por bueno el estado moderno y, debemos confesar
esta premisa, es favorable a la monarquía, al menos en su país de origen. En lo
que atañe a temas religiosos, a lo largo del libro deja que sea su marido el
que dirima las fobias contra el catolicismo, enemigo pegado a la piel de los
protestantes hace ahora un siglo. A su juicio, hay demasiados obispos en la
política y el tono de la historia de los Balcanes es
repugnante.
Pero
West es también feminista. De hecho, su carrera periodística, autodidacta
convencida, comenzó con una columna, en un semanario sufragista, sobre la
libertad de amar. Así es como no se le escapa que aun dentro del campesinado,
la mujer sigue siendo la gran perdedora. La impresiona la capacidad de
adaptación a una condena, a pasarse la vida embarazadas, viviendo con lerdos
regados de alcohol por dentro y de lodo por fuera. Pero esta capacidad de
adaptación tiene el nombre del gran mal de los seres humanos que, a juicio de
los clásicos griegos, es la resignación. No pudiendo renunciar a la vida que
sufren, las mujeres campesinas pasan sus días con nubes de melancolía allí
donde debería haber dignidad. Solo el acceso a los árboles y al agua, que son
el mayor de los bienes, las rescatará durante algunos segundos. Eso y la sinceridad,
que tal vez sea la forma más decente que tiene de expresarse la pobreza, el
resto de dignidad que le queda al pobre. La naturaleza y la verdad centran su
atención allí donde vaya. En los Balcanes encuentra una sinceridad de la que ya
carece occidente. Es como si fuéramos sus amigos, pero estuviéramos hechos de
otra sustancia: para nosotros la vida se mejora quitando cosas malas, sin
embargo, para los balcánicos la vida se mejora añadiendo cosas buenas. Es fácil
reconocer un sano orgullo en esa postura. Y es que en los Balcanes, el orgullo
es una herencia cuyo origen se pierde en las raíces de los tiempos.
Por
eso el juego de tronos es una grosería más que han sufrido, amenazados
constantemente por imperios. Así hasta que se impone Yugoslavia como una
necesidad y, por tanto, como un estado dentro del cual no se está predestinado
a la armonía. Cincuenta años más tarde, las palabras de Rebecca West fueron
algo más que proféticas. Pero durante el viaje ella se iba haciendo a la idea
del país que visitaba a través de las conversaciones con sus cicerones y las
visitas a castillos decadentes, castillos de nobles políglotas y cosmopolitas y
arruinados, en los que cuelgan enormes cuadros de caza, con flacos campesinos que
suministran piezas de tiro a gordos señores. No es de extrañar que el pueblo
deteste la idea de un gobierno e insista en examinarlo. Pero lo hace a través
de la pasión, que es la fuerza motriz de una gente astuta, sucia, solitaria,
rural. Gente obsesionada por conservar lo que ellos llaman como “lo nuestro”,
al igual que los franceses llaman “lo nuestro” a Astérix y la aldea gala, y no
al imperio romano, del que en realidad son herederos. El mal es universal: uno
cree que ha rescatado su cultura o su esencia liberándose de un yugo, cuando
ese yugo es, precisamente, lo que los ha configurado como pueblo, como país,
como individuos. Algo que se expresa hasta en lo popular, hasta en el arte de
los gitanos, denigrado por el sistema capitalista que no reconoce el arte
popular y sí las joyas. Tal vez porque, a juicio de West, el sistema
capitalista pasa por encima de quien no acumula bienes materiales, y los
gitanos son pobres.
Rebecca
West no se detiene muchos días en cada destino. Pero se da cuenta de que en
lugares como Sarajevo conviven la fe y los herejes de todas las religiones. Es
un sociograma del malestar mundial, una situación enconada en la que todos son
víctimas. Pero pasea por las calles y el ambiente le resulta apaciguado, tranquilo,
suave por sí solo. Algo extraño entre gente vehemente acostumbrada a tener a la
muerte por vecino. ¿Podría llamar estabilidad a esta atmósfera, a esta reunión
de buenas personas? En buena medida, sí. Aunque entiende que no existe una
estabilidad política, partiendo de su prejuicio: la estabilidad política es lo
que regenta el país del que ella procede. Y eso es una pócima aplicable a
cualquier estado. Al menos esa es la sensación que da, pues entre tantos
cientos de miles de palabras que componen el libro, no define qué es
estabilidad política. A pesar de que el esfuerzo que hace por definir es
ciclópeo. De hecho, si el libro supera de largo las mil páginas, según el
marido de Rebecca, el banquero Henry Waxwell Andrews, se debe a su afán por
explicar todo, por responder a demasiadas preguntas.
Y
a lo largo de un viaje, surgen muchas preguntas, o dudas, o inquietudes. Es
posible que ese último término, inquietudes, encaje mejor con el espíritu de la
obra que el de amplio espectro que es preguntas, porque lo que no resuelve es lo
que atañe a lo moral. West está incómoda al no hallar respuestas, al no ser uno
más de esos extranjeros que llegan allí para enseñar y no con intenciones de
aprender. Si come en una taberna, sospecha que la dueña regentó un prostíbulo
y, sin atreverse a preguntar, busca pistas, por toda la aldea, que así lo
delaten. No, ella no es uno más de los extranjeros con las conciencias y los
complejos borrados. Ella sabe que en la vida hay cosas por las que merece la
pena pelear, pero esas cosas solo son mejores si quienes las hacen sin
lucharlas hubieran peleado por ellas de haber sido preciso.
Y
así West completa un trabajo que hoy resultaría imposible, porque entonces
había espacios vacíos sobre los que elaborar teorías. Ahora hay docenas de
expertos occidentales sobre el fenómeno balcánico. Ahora, cuando ya terminó una
guerra que importó un comino a la mayoría de la gente que podía haber tomado
una decisión que salvara las vidas de gente que ya habían visto demasiados horrores.
Para ello bastaba con haber nacido durante la segunda década del siglo XX y haber
sobrevivido a la primera gran guerra. Hasta tal punto que ya en aquella época,
y todavía en la actualidad, el varón balcánico tiene la media de estatura más
alta de Europa, es decir, la masculinidad entendida como fuerza, les ha ayudado
a no extinguirse. Uno se pregunta cuántos débiles cayeron por camino sin
necesidad.
West
tenía mucho talento para mezclar todos estos ingredientes sin que se notaran
las fracturas ni los cosidos. Tenía ambición por escribir un gran libro, pero
no por escribir el mejor libro de la historia de los viajes. En cualquier caso,
consiguió atraer la atención, lo cual implica ser iconoclasta, sí, pero al
estilo ortodoxo occidental. Escribe con la seguridad propia del británico
clásico, ese neocolonial que explica a sus compatriotas cómo funciona el lugar que
ha visitado. En ese sentido, nadie escribiría hoy un libro semejante. Uno lo
lee como si se tratara de una novela, no de periodismo, faceta en la que aporta
lo que los que están en el poder quieren que aporte. El libro es algo
acomodado, como lo son los libros de texto, a la hora de reflejar un
pensamiento político, entendiendo por tal la organización del conjunto de los
hombres y su gobierno, no las votaciones electorales y la farsa de la
democracia representativa. Jessa Crispin (Kansas, 1978), otra incansable
feminista, afirma que ella amputaría las demasiadas oraciones enunciativas y
preguntaría a Rebecca mil cosas que da por supuestas. Su análisis del libro Cordero negro, halcón gris, incluido en El complot de las damas muertas (Alpha
Decay), es un atrevimiento, una manera de derribar a dioses consagrados
sintiendo el polvo metiéndose en los ojos. “Muchas de estas afirmaciones
parecen ser fruto de su condición de mujer intelectual; cuestionarse a una
misma muestra debilidad, y los compañeros hombres se abalanzan sobre la
debilidad de la mujer”, justifica así, Crispin, el tono asertivo que adopta
Rebecca West.
“Cristo
nos dijo que amáramos al prójimo como a nosotros mismos, y ésa es una clase de
amor frío e intelectual. Pocos disfrutamos de nosotros mismos”. Repetimos la
frase porque Crispin destaca que en el libro falta Rebecca West, que su mirada
es fría, intelectual. Y es cierto que, para ser un libro de viajes, falta la
complejidad del narrador: abrumado o exaltado, melancólico o rabioso. Un autor
subjetivo no expresaría que todos los serbios son muy vigorosos y a todos los
turcos hay que echarles una segunda mirada. Pero sí hay individuos, algunos muy
concretos, algunas muy valientes, casi todas mujeres. Es ahí donde hace la
transferencia literaria, donde se proyecta. El libro, para que engañarnos,
sigue siendo una lección de literatura. La acertada crítica de Jessa Crispin ya
había sido respondida por Rebecca West al mencionar su visión de las relaciones
humanas.
Más
adelante, mucho más adelante, superados los setenta años, West intentó repetir
experiencia en México, en la zona de Yucatán. De hecho, Rebecca West se mantuvo
activa hasta 1980, cuando entregó su última crónica sobre la invasión de la
embajada americana en Irán. Aunque la mayor parte de sus textos mexicanos están
inéditos, algunos se publicaron en forma de artículo en The New Yorker. Por la ruta de los años escribió todo tipo de
obras, desde reseñas literarias defendiendo a Proust o Virginia Woolf cuando
sus obras eran recibidas con carcajadas, hasta novelas como Cuando los pájaros caen, en la que se
impone el realismo político, con un paralelismo de fondo en el que se compara
la revolución rusa con los acontecimientos en los Balcanes. Sus novelas son
éticas, sociales, culturales, realistas. Y también filosóficas: novelas en que los
espías han leído a Kant y a Hegel. Las dificultades de los hombres a la hora de
entenderse cruzan su obra en canal. Al igual que la pregunta de en nombre de
qué es lícito un acto como por ejemplo el del asesino.
O
la traición. Una de sus obras más significativas lleva por título El significado de la traición, y es un
reportaje filosófico sobre el último espía condenado a muerte en Gran Bretaña.
El reportaje pasa por todos los vericuetos de la ética, por la enseñanza de la
lealtad a un estado y por la comprensión de un hombre solitario que no comparte
los pareceres comunes. En realidad, es un libro en el que se pregunta si la
vida es una estupidez moral. El único exceso de egoísmo del espía consistió en
tratar de convencer, mediante emisiones radiofónicas, de los beneficios del
Tercer Reich. Dando por bueno el estado moderno, Rebecca West considera que el
traidor puede aportar algo positivo, pues se trata de alguien capaz de imaginar
la transformación social y dar rienda suelta a la rebelión. Pero si un estado
protege a un individuo, considera que tiene derecho a contar con su lealtad,
que es una respuesta nada dramática a la traición a un contrato social que presupone
sagrado.
Claro
que para eso es necesario que exista un estado. La Yugoslavia que encontró West
en su viaje podría aparentarlo, porque la palabra estado es un término bastante
burocrático. Difícilmente se podría hablar de un país, pues este ya es un
concepto cultural y humano, en el que una serie de arquetipos unifican a los
habitantes, a pesar de ellos y, con frecuencia, criticados con dureza por
ellos. También por la propia Rebecca West, como cuando presencia una tradición
ritual, en Macedonia, en la que los familiares y vecinos obligan a una niña
pequeña a presenciar la muerte, a degüello, de un cordero negro, para luego
purificar lo que ya era puro, trazando un círculo sobre la frente de la niña.
La sangre del cordero servirá de tinta para manchar la piel que, en un giro
paradójico, abriga la cabeza de una niña que perderá su inocencia ante la
brutalidad de la tradición popular. West marcará a tinta la diferencia entre
tradición y cultura, dejando bien claro que en cuanto aparece un signo de
crueldad, lo que tomamos por nuestra cultura es una aberración. La cultura ha
de ser siempre amable y cortés.
La
Yugoslavia de West es una suerte de unión de federaciones: serbios, croatas,
bosnios, eslovenos, montenegrinos, kosovares, macedonios… Su compromiso no
podía atarles, necesariamente, a un estado, porque no existía ese ente que les
protegiera. Sería raro encontrar un traidor, porque no había nada a lo que
traicionar. Pero, eso sí, siguiendo la guía de W.H. Auden, los compañeros de
viaje de West piensan que la naturaleza es mejor que la civilización, y el
estado es civilización, es invención de los hombres. De ahí que a la autora le
llame tanto la atención que uno de sus chóferes recoja una tortuga pequeña y
trate de darle de comer un bien tan escaso como es el chocolate.