jueves, 28 de junio de 2018

TIEMPO DE HIROSHIMA


Tiempo de Hiroshima
Suso Mourelo
La línea del horizonte
Madrid, 2018
135 páginas

Todavía emocionados por la belleza de En el barco de Ise, se publica este libro sobre la estancia del autor en Hiroshima, una ciudad que atrae solo por el efecto de llamada del terror. Sin embargo, Suso Mourelo (Madrid, 1964) recupera el lirismo del viajero amablemente emocionado para hablar del fuerte sol, de los niños y los estudiantes, de las jóvenes parejas, de las breves compañías y de los incendios de la poesía que le despiertan dos elementos: el agua y la luz.
Se trata de aquellos que más se pudieron contaminar ese 6 de agosto en que el Enola Gay soltó de la barriga el mayor acto terrorista de la historia, pero Mourelo es demasiado delicado como para referirse a ello. El agua y la luz son pureza y así es como él las ve y lo refleja. Hablamos de poesía, pero de la poesía del hombre sencillo, aquel que apenas se vale de recursos literarios para impactar, porque las metáforas en sus manos nos impresionan, pero lo hacen de manera agradable. Son un sedante. Mourelo escribe con la memoria sobre sus días en una ciudad en la que permaneció el tiempo suficiente como para considerar que aquello fue una estancia, no un lugar de paso. No especifica los días que permaneció allí, pero no importa. El tiempo no se mide por los relojes. En este caso, se mide por la memoria, que es el atajo para regresar al viaje.
Y allí nos esperan los vendedores callejeros de hoy de hace setenta años, porque como él indica, camina sobre huellas de personajes. Suso Mourelo es uno de esos autores que no sabrían morir, al menos tomando la expresión en sentido metafórico, y de ahí que no dé por cerrado jamás una experiencia. Transforma el dicho de Heráclito sobre los ríos y dicta que las ciudades cambian, y que una ciudad que cambia transforma al viajero. Es decir, se puede bañar en el mismo río, pero la experiencia no será diferente con lástima, sino con suerte.
“Uno de mis ritos: apagar la luz cuando desde el tatami se ve el jardín o la naturaleza”. Las sensaciones se imponen sobre el tiempo, lo anulan. Medita sin hacer intención de practicar ninguna suerte de ejercicio espiritual. Habla de la esperanza, cuando la esperanza puede ser traidora, pero entiende que solo debemos referirnos a ella si sentirla es agradecimiento, no confiando en que se tuerza la vida que nos acribilla. Suso Mourelo es un viajero y un escritor con la piel fina, alguien capaz de ver las palabras, como Jan Morris en Trieste o Joseph Brodsky en Marca de agua. “Basta un día para romper la gramática de lo pensado”, afirma al principio del libro. Un día o toda la vida, incluso todas las vidas de quienes vendrán más tarde. En el viaje un segundo se iguala a un siglo. “Quien muda de tierra se pregunta cuándo comienza a vivir en ese lugar nuevo; más bien, cuándo deja de vivir en el que vivía”. Un pestañeo, el tiempo que tarda en pasar frente a uno dos enamorados, todos los días que preceden a la muerte. No importa si de esa duda nacen estos libros que son pura poesía.

miércoles, 27 de junio de 2018

ROHINYÁ


Rohinyá
Alberto Masegosa
Libros de la Catarata
Madrid, 2018
110 páginas

Hay libros que da gusto leer y sobre los que uno se pronuncia con frescura, y libros que son imposibles de reseñar sin destrozar el trabajo del autor. A este segundo caso pertenece Rohinyá, pero no por defectos del oficio de Alberto Masegosa. Más bien al contrario. Cualquier anotación pone al descubierto lo que él, a su vez, nos descubre para dejarnos atónitos. El drama étnico de los rohinyá es casi desconocido, en tanto que se alaba el cambio de imagen en los sillones de Myanmar. Sometido durante décadas a un tiránico régimen militar, Myanmar, antes Birmania, sigue escondiendo los horrores debajo de la alfombra. Sigue siendo un país en el que los condenados por crímenes leves trabajan a cincuenta grados, a pleno sol, construyendo carreteras con manos y palas. Eso sí, cuando va a pasar un autobús de turistas se les ordena esconderse entre la maleza. Cuando supusimos que se había implantado un régimen de democracia representativa, resultó que éste estaba lleno de trampas. Los militares ya habían impuesto una constitución y se habían reservado derechos de veto, carteras ministeriales y ser intocables. De estas y otras hazañas da cuenta Masegosa, a la par que nos habla de la leyenda de Aung San Suu Kyi, la premio Nobel de la Paz que ganó las elecciones supuestamente libres. Suu Kyi ya había aceptado las coordenadas de los militares y se acomodó a ellas. De hecho, de lo que narra Masegosa acerca de los años de cautiverio doméstico de la líder birmana, da la sensación de que se parece más a la situación de una princesa prometida esperando largamente al matrimonio que de una condena.
El libro está bien fundamentado con datos que avalan esta tesis pero, incluso, se atreve a ir más allá. El régimen que ahora reina no ha cambiado y mantiene un lavado de cara gracias a un tipo de budismo tiránico. Porque aunque nos resulte imposible de concebir, también existe el fundamentalismo entre los que profesan esa religión. Uno visita Myanmar y ve la belleza de los pueblos y los lugares sagrados. Sabe algo de las guerrillas que operan en las zonas prohibidas al turismo, sobre todo de los karen, al oeste del país, aunque Masegosa da cuenta de etnias en batalla en todos los rincones que marca la Rosa de los Vientos. Entre ellos en el oeste, en una zona pegada a Bangladesh, que es el país donde más de setecientos mil seres humanos de la etnia rohinyá viven en condiciones infrahumanas, en campamentos de refugiados. Las últimas páginas del libro son el relato de la visita a los campamentos y la descripción de uno de los círculos del infierno de Dante, junto con crónicas minúsculas de gente a la que pone nombre y rostro. Todos ellos mutilados de guerra, no por culpa de una mina o un balazo, sino por la muerte del padre, la madre, el hermano, el hijo.
Lo que sucede con los rohinyá, escondido bajo el paraguas moral de Suu Kyi y las pagodas, es una derrota más de la humanidad. Entre los campamentos donde habitan, sin nacionalidad reconocida, sin derechos al voto ni siquiera como residentes, y la verdadera frontera protegida por el ejército, hay una franja lo bastante grande de terreno como para que pudieran formar su propio país. Es eso lo que reclaman sin que nadie les preste atención. De ahí el inmenso valor de Alberto Masigoge, atreviéndose a derribar mitos. No reclaman nada imposible, ni siquiera improbable políticamente. El gobierno, mientras tanto, se justifica en que no era una etnia reconocida antes de la llegada de los colonos británicos, y que la constitución solo da carta de naturaleza a las que entonces fueron registradas. En el colmo del cinismo, Aung San Suu Kyi permite que sea la herencia colonial la que justifique matanzas y heridas crónicas en una etnia olvidada. No se le pide que se ponga entre ellos y los fusiles, pero sí que ella, y con ella tantos otros que se han adaptado a las aguas tóxicas, al menos hagan uso de la voz para denunciar y apoyar a los desheredados. Los rohinyá sufren la paradoja de la xenofobia sin el derecho a ser reconocidos como extranjeros, y hasta del racismo sin el derecho a ser reconocidos como etnia.

EL CARILLÓN DE LOS VIENTOS




"Tampoco es ningún crimen engañar a los demás, si se parte del hecho de que a uno mismo le interesa su vida bastante poco"

Así se expresa el narrador de esta novela, un hombre al que le resulta imposible refugiarse, como quisiera, en la paz emponzoñada que da la indiferencia. Tras su encuentro con Jorge, el narrador relata tanto los episodios de su vida como aquellos que, sin saberlo, tienen algo en común con la de su nuevo amigo. Sus días irán cruzándose desde el primer viaje en coche hasta protagonizar, sin que ellos se den cuenta, un sucedáneo de aventura en las montañas. En apariencia sus biografías no pueden ser más diferentes: la de uno de ellos es sobre todo urbana, la del otro disfruta de los favores del viaje. Sin embargo, ambos esconden una cuota de miedo que les impide decidir cómo salir de su embrollo o por qué quedarse. Pues será el miedo, la sensación que a juicio de Paul Bowles mueve el mundo, lo que les impedirá creer tanto en el sentido profundo de las cosas como en el absurdo que está a la vuelta de la esquina.

ISBN 978-84-96806-42-9/DL J-141-2008
1ª Edición. 13x21 cm.
160 páginas.
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CUADERNO DE MONTAÑA


Cuaderno de montaña
John Muir
Traducción de Miguel Delibes de Castro
Volcano
Madrid, 2018
200 páginas

Aunque las intenciones de John Muir (1883 – 1914) siempre fueron las de conciliar ciencia y poesía como una misma cosa, en buena medida se acerca a la hipótesis de Gaia sin querer pronunciar este término. No habla de Pachamama o de espiritualidad en un sentido religioso, pero sí de la Tierra como un ser único y sensible: “El sonido era profundo, amplio y severo, como si toda la Tierra -convertida en criatura viviente- hubiera encontrado por fin una voz y estuviera llamando a sus planetas hermanos”. Este es John Muir, el hombre para quien el hogar es un sendero, un sendero que él mismo va abriendo, adelantándose a cualquier otra persona a la hora de pisar terrenos vírgenes, paisajes perfectos como los de Yosemite o Yellowstone. Alguien que siente los fenómenos de la naturaleza como algo hermoso, muy hermoso, aunque se trate de lo más atroz, lo más temible: “Asustado pero entusiasmado a la vez, salí a la carrera de mi cabaña, situada cerca de Sentinel Rock, gritando: “¡Un noble terremoto!”, con la certeza de que el acontecimiento me iba a enseñar algo”. Uno puede imaginarse que si concede a los terremotos la categoría de nobleza, cómo llegará a adjetivar a las mariposas o a las coníferas. Y, por otra parte, está la expresión de su mente abierta, de si deseo de aprender, algo que considera que solo cabe hacer en la naturaleza. Para John Muir cabía la posibilidad de ser sublime sin interrupción, pero solo a través de la vida en la naturaleza y el respeto contemplativo.
Este libro que nos regala Volcano es una recopilación de textos centrados en la montaña, organizados por fenómenos, como el viento o la nieve, y por lugares concretos, los que más impresionaron a Muir. Pudo elegir otras versiones de la naturaleza, pero se enamoró de Alaska y de los montes de California. Y escribió mucho sobre ellos, siempre de forma sencilla y directa. Apenas resucita ningún recurso literario, apenas hay alguna metáfora, por ejemplo, y de existir será muy sencilla. Como lo son todos sus textos, en los que traduce la naturaleza a lenguaje con descripciones precisas, en las que lucha para que el lector vea las mismas imágenes que él ha disfrutado. Puede que no estemos ante el mejor escritor del planeta y seguro que ante quien no pretendía serlo. Pero este libro contiene algo mucho más sagrado: el amor verdadero: “dos o tres cascadas apacibles y alguno rápidos de vez en cuando, relajantes y rumorosos, que acaparan la mejor música y poesía de su vida y que, según lo planeó el hielo, contribuyen al gran himno de Yosemite”. De nuevo concede a un fenómeno de la naturaleza, el hielo, una cualidad no ya humana, sino divina.
“Si somos más o menos capaces de leerlos, los vientos son anuncios de todo lo que tocan”. Muir se adelanta a los estudios sobre la nieve y el viento, y esboza algunas cualidades científicas, aunque, como queda patente en la frase, expresadas con un amor admirativo. El paisaje, sin duda, es un ser vivo, y cada fenómeno del paisaje es, a su vez, otro ser vivo que lo habita. Y nuestro lugar debe ser siempre la admiración, como admiramos a las personas divinas, con reverencias, sin mancharlas con una pisada o desdibujándolas en una caricatura. Poco a poco va acumulando experiencias y sabe que sobrevivirá a la tormenta, que también será hermosa. Uno debe dejarse llevar por la hipnosis de la naturaleza, aunque no sea preciso llegar a dar la espalda del todo a la civilización, como hizo el propio Muir. La vida, eso sí, brota de la Tierra, frente a la civilización, que es lo que el hombre arranca de la Tierra. El Edén sigue siendo el bosque y cada uno de sus componentes, hasta el mínimo insecto, es una forma diferente de felicidad. Muir pudo disfrutar, pues, de una felicidad interminable y transmitirnos esa sensación en sus escritos. Aunque apenas existiera el turismo, ya maldecía sus rastros. Porque al contrario que el que convive en la naturaleza, el turista no permite que las montañas le sosieguen la mente. Muir consideraba que la humanidad es la parte malvada de la Creación, porque la gente llega a disfrutar con el sufrimiento. El resumen de su mensaje es que hay que dejarse amablemente sacudir y estremecer. Escuchar la música de la montaña y permitir que la interior coincida con ella.

lunes, 25 de junio de 2018

PAPELES DE PANDORA


Papeles de Pandora
Rosario Ferré
La Navaja Suiza
Madrid, 2018
252 páginas

En una época en que la literatura en español por fin estaba terminando con el realismo puro y duro, cuando la fiebre por los experimentos verbales como los de Julián Ríos se habían calmado, un puñado de autores estaba creando un nuevo tipo de literatura, algo en la que los atrevimientos con el lenguaje y la gramática ya estaban en función del relato, aunque en ocasiones diera la impresión de que había que buscar el relato detrás de lo puramente verbal. En esa etapa encontramos a Juan Benet, por ejemplo, que es quien realmente revoluciona la forma de entender la literatura en este país, y a Julio Cortázar, mencionado por los editores de este libro como el maestro de Rosario Ferré (Ponce, 1938 – San Juan de Puerto Rico, 2016), si bien se le podría añadir, dado que la versatilidad en los relatos es grande, a José Lezama Lima o a Alejo Carpentier, autores bien digeridos por la propia Ferré. Papeles de Pandora es el primer libro publicado por Ferré y en él ya define cuál será su mundo personal, algo que sale a flor de blanco sobre negro desde todos los rincones de la mente, incluidos aquellos que no conforman la inteligencia. Las terminaciones nerviosas de Ferré están muy activas para percibir sensaciones que luego intentará traducir con las herramientas de un lenguaje que se va quedando pequeño frente a su imaginación. Se trata, en buena medida, de un libro sobre las distintas formas de soñar, desde las oníricas hasta las ilusiones.
Uno percibe rápidamente el viaje hacia el realismo mágico y la vanguardia surrealista, el mundo fragmentado, que es lo que confiere verosimilitud a los relatos, y la unidad de estilo, que hace del libro un proyecto literario. También que en el mundo de Ferré la pintura ha influido tanto como los libros leídos. Mientras otros autores escribían para sí mismos, Ferré creaba narradores, voces, que parecían narrar para sí mismos. Porque de otra manera resulta complicado entender la libertad que se toma para hablar sobre mortificaciones y el orgasmo, creando neologismos y metáforas sexuales, usando libremente los elementos gramaticales para darle más oralidad pura y dura al relato, que en las ocasiones más intensas se presenta en forma de invocaciones mágicas. Detrás de todo esto está el dominio y la fuerza de unos hombres sobre otros, y en buena medida de los hombres sobre las mujeres. El lenguaje está puesto a fermentar y se utiliza para arrasar lugares, desde los lugares comunes hasta ciudades enteras. Será barroco e hipnótico, pero es lo que nos empuja a saber que nos enfrentamos a algo que debemos descubrir. En ese sentido, Ferré es hija de William Faulkner. En ese y en el de tener presente que la vida, sobre todo la del pobre, no vale nada.
Papeles de Pandora construye un mundo con complejos, también en todos los sentidos de la palabra, y es un esfuerzo descomunal por representarlos. Los complejos, ya lo sabemos, están unidos a los deseos y los deseos, nos dicen los hombres espirituales de oriente, terminan por llevar al dolor. En este caso, Ferré adopta puntos de vista en los que el dolor proviene en buena medida de la rigidez fruto de los prejuicios, porque los prejuicios son implantes, son prótesis que tomamos por cuerpo. Creemos que el tiempo es lineal y ella lo dobla y manipula. El mestizaje es cultural, social, religioso, tradicional y a pesar de todo ello pensamos en nosotros mismos como una unidad, una idea que se va desmontando a medida que leemos estos relatos. Las maldiciones presentes son obra de los propios hombres, obsesionados con las relaciones y con el cuerpo. Obsesionados con el miedo, y con el miedo a lo que le sucede al cuerpo de uno, incluido el del sentimiento de soledad. De ahí brota la necesidad de Ferré de expresarse. De ahí que este conjunto de relatos sea una experiencia única en la literatura en nuestro idioma.

FUMIKO


Hayashi Fumiko
Vagabunda en el Japón de posguerra

Cuando uno ha visto la película Nanking, Nanking. Ciudad de vida y muerte, del director chino Lu Chuan, estrenada el año 2009, la impresión sobrevive casi una década después. Ninguna otra película partirá al espectador con el mismo brío, con el mismo descaro. No existe una mayor representación de la crueldad masiva ni una emoción más potente y, por lo tanto, uno se atrevería a afirmar que a su lado, cualquier otra película es una menudencia. Tal vez sea la última obra maestra que ha dado el séptimo arte. Para quien no la haya visto, le desvelaremos algo de una secuencia. La ciudad de Nanking ha sido arrasada por el ejército japonés y un soldado nipón nos acompaña a la hora de presenciar las secuelas. Una de ellas afecta directamente a las mujeres. Hambrientos de sexo, los soldados japoneses exigen que se les entregue a las mujeres refugiadas en la iglesia católica, todavía algo protegidas por embajadores y sacerdotes extranjeros. El pacto final consiste en ofrendar a unas pocas. Se reúnen y ante la perspectiva de la matanza o el sacrificio, unas pocas se ofrecen voluntarias. Apenas se ve nada en los planos posteriores: unos soldados borrachos riéndose y un plano corto de una mujer con la mirada vacía, la cabeza vuelta hacia un lado, y el sonido fuerte de una respiración fuerte. A continuación, vemos cómo los cadáveres desnudos son arrojados, como si se tratara de leña, a un carro que los transportara, sobre el barro, hasta una fosa común. Filmada en blanco y negro, la elipsis, incluida la de los colores, hace de la secuencia un tormento, a no ser que es espectador sea un psicópata.
Hayashi Fumiko (1903 – 1951) fue la primera mujer en entrar en Nanking para, supuestamente, dar testimonio de prensa. Uno está al acecho de leer un testimonio valiente, una denuncia, pero su crónica es una loa a la victoria japonesa, al emperador y contra los malvados chinos. Fumiko era japonesa, pero no fue su nacionalidad ni su educación lo que la empujaron a ser tan inconsciente de forma tácita, por iniciativa propia. Fue el hambre. Fumiko afirmaba que en cuanto cumpliera cincuenta años, revisaría todos sus escritos autobiográficos y narraría su vida de otra manera, como el que ya ha encontrado un consuelo. Murió a los cuarenta y ocho de una insuficiencia cardiaca. Entre su producción literaria nos dejó algún poemario, unas cuantas crónicas de viaje, pocas novelas y un diario, o algo parecido a un diario, porque el título, Diario de una vagabunda, es engañoso. El libro es otra obra maestra de lo cruel que puede llegar a ser la vida y la incompetencia que tenemos para entender las razones. No sabemos por qué nos elige para sufrir y apenas da cuenta de que, siendo niña, la única forma de combatir a esa conciencia de niña sucia que come lodo, es tener fantasías limpias. Aunque recordarlas suponga invocar de nuevo a la tristeza.
Diario de una vagabunda es un testimonio de supervivencia en un país, y sobre todo en su capital, Tokyo, tras las derrotas en las guerras. El libro apenas habla de los demás como satélites que orbitan alrededor de la autora, pero satélites necesarios. Se trata de una búsqueda incesante de paz, un Bildugsroman que comienza mucho antes de tiempo, con una separación de la madre propia de los cuentos de hadas. Pero lo que en los cuentos de hadas es una representación, una transferencia de la separación, aquí es real. Tanto que Fumiko está constantemente hablando de lo que siente, no de lo que piensa, porque ella es algo así como un recipiente que no cesa de vaciarse y debe buscar cómo rellenar de nuevo. Si para un budista que practica la meditación solo existe el presente, porque se puede permitir el lujo de elegir, para ella solo existe el presente, porque tiene que encontrar cómo llevarse algo a la boca. A la suya y a la de su madre, alejada, que representa la patria, las raíces. Fumiko jamás superó eso que hoy se conoce como el síndrome de Ulises, el del emigrante. Siempre creyó estar sola y eso da pie a escribir con una subjetividad sin grilletes.
A lo largo de los años, de salto en salto, nos habla de su crecimiento, de su paso a mujer y a amante, incluso de su inclusión, también como amante, en círculos artísticos y literarios. En realidad, eso no importa. Se impone el tono sombrío que da unidad a la obra, que da unidad a su vida. Tan sombrío como para corresponder al periódico que la envía a Nanking redactando una crónica de lugares comunes sobre el ejército de un emperador hijo del mismísimo sol. Incluso cuando parecía que la suerte laboral se enderezaba, Fumiko seguía pasando hambre. Sus alarmas estaban siempre tan erizadas, que apenas permitía a los demás acercarse y alejarse sin que sepamos cómo. Jamás narra cómo entran y salen los demás en su vida, a pesar de que el diario está reescrito para una edición posterior, en la que se unificaron los tres cuadernos que fue publicando. La sensación que transmite es que entabla relaciones humanas pensando ya en cómo salir de ellas. Posiblemente debido a que sabe, porque lo ha vivido en la carne y en la sangre de la que estaba hecha esta pequeña mujer, que la gente miente. También ese desengaño le dio carta de naturaleza para mentir en sus crónicas. Con ese estigma, será imposible encontrar su lugar en el mundo.
Escribe poesía contra el vacío o para explicar el vacío, no sabemos muy bien. Al fin y al cabo, se trata de una erudita autodidacta, una mujer que ejerce la mendicidad en compañía de Chéjov o de Schnitzler, una lectora ávida, apasionada por el estudio que, sorprendentemente, escribe un libro memorable sobre todo lo que es la condición humana fuera del intelecto. Hay muchas formas de ejercer una transferencia buscando la cura que Freud creyó hallar en el psicoanálisis. Una de ellas es la confesión escrita. Es algo que uno ejerce en soledad, figurándose que no hace falta psicoterapeuta, pero que necesita que alguien lo sepa, como si cualquier lector pudiera sanarla. La sanación, o el poco de sanación que consigue, es gracias a sus expresiones, a ser capaz de formularlas, no a nuestra lectura.
Fumiko no poseía ni siquiera una foto de infancia, pasó varios días de juventud sin comer y para distraer el hambre intentó algo parecido al suicidio. La expresión es de ella, porque sabe que existen dos tipos de suicidas: los reales y aquellos que lo que quieren es dormir un rato y despertar en un mundo mejor. Ese es su caso. Dicho de otra manera: no se rinde y sigue confiando en que los lectores la escriban cartas bonitas y su madre se encuentre bien. La felicidad quedará reducida a eso. Ni siquiera, afirma, quiere ser amada. Pero todos sabemos que una expresión así solo puede salir desde el miedo. Y este pudo tener su origen en el día en que abandonó el hogar de su padre cuando metió en casa a una geisha, estando ella y su madre delante. Luego recuerda haber vivido en poblaciones que se parecían a trenes de carga, pasarse horas en sitios a los que la gente acudía para emborracharse, donde las mujeres tenían mirada enfermiza. Pero “sobre las esteras de paja, los niños jugaban desnudos como cebollas peladas, encaramándose unos sobre otros”. Existía la felicidad de la niñez, que se le negó a ella, pues se veía obligada a ser una mera espectadora de la de los demás.
Fumiko aseguraba que solo en el retrete sentía que su cuerpo era suyo. Crece y comienza a leer libros. Quiere estar más cerca de Chejov que de las prostitutas de Kioto. Se da cuenta de que ella no es como los demás: “¿Acaso este maestro no sabe que aun los tréboles que comen los caballos dan unas hermosas flores blancas?”. Lo que para los demás es forraje, para ella es belleza. Ha sido capaz de darle la vuelta al refrán que dicta que no hay rosa sin espinas. Sabe que estamos en el abismo, a punto de caer, pero también en el umbral de la luz y la esperanza. ¿O puede que al invertir los términos encontremos a la verdadera Fumiko?
“En el foso del palacio centellean las luces del Teatro Imperial. Me imaginaba los raíles por los que iba corriendo el tren. Todo, absolutamente todo, está quieto. ¿Habrá paz en el mundo?”
La cita es sencilla, como los cuentos de Chejov. Pero resulta que lo complicado es ver las cosas de forma sencilla: un teatro que es la fiesta, un tren que es el viaje, y todo está quieto. La interrogación es una expresión que significa lo que la abruma pensar en lo inmenso que es todo lo que está más allá de su cuerpo. No es capaz de concebir que exista una medida para el mundo. Se implica un poco en los movimientos de izquierda del momento, presididos por intelectuales (otra vez la palabra maldita), inquieta, a la caza de alguna pista que la ayude a superar esa sensación de ser hormiga. La decepción es enorme.
Fumiko habla de cómo vive, en la sencillez extrema: dos tatamis, unas ollas de barro, unos tazones, un recipiente de cartón para el arroz, una canasta con tapadera y un escritorio, cosas que perseveran “como si fuesen las deudas de toda mi vida”. Y habla de una habitación iluminada diagonalmente por el sol matutino, que brilla a través de un tragaluz, de ese tipo de tragaluces con listones que dejan pasar líneas de brillo en la que flota el polvo. Pero luego se pregunta, sin ambages: “¿Qué es la revolución? ¿Por dónde soplan los vientos? Ellos conocen bastantes palabras refinadas. ¿Será que los intelectuales japoneses y los socialistas japoneses imaginan cuentos de hadas?”. Hasta ahí lleva su decepción: renegar de la utopía, eso que sirve para caminar sin alcanzar nunca el horizonte. Hubo demasiado realismo en su día a día, trabajando de esto y de lo otro, apresurada, inclinada y sin sentarse ni cuando vende en la calle ni cuando cose banderines para el Ejército de Salvación. Y mucho menos cuando explota su cuerpo en un cabaré, donde se arruinan las mujeres hasta parecer estropajos. “No es necesario pensar en nada”, concluye a una edad en la que los adolescentes tardíos están de vuelta sin haber ido a ninguna parte. “Todos hablamos mucho”, sostiene, para compensar, porque habiéndose codeado con gente que maneja dinero, ella sigue siendo parte del ejército de los pobres y sostiene esa conciencia con dignidad: “Cuando somos pobres, nos abrimos mutuamente y nos convertimos en uno solo, más allá de la amistad”.
“Todas somos solitarios cuclillos de montaña”. La expresión, triste, se refiere a las vagabundas que peregrinan de trabajo en trabajo, que pasan hambre y se duelen de las heridas, en las calles de Tokio. Pero ella tenía que sembrar esa definición de lirismo. Ya ha decidido que esa será su religión, que hablará con ojos húmedos a un dios, pero que ese dios será la luna indiferente que se ve fuera de la deforme ventana. Vivir así es tedioso y se plantea la prostitución como alternativa, cuando consigue publicar sus primeros artículos y sus primeros versos. A pesar de todo ello, ¡maldita sea!, uno echa de menos el arrojo suficiente como para denunciar los abusos en Nanking.
A los diecinueve años, Fumiko ya había escrito sus primeras líneas. Su prometido la arrojó a los pies de los caballos echándola de casa, por culpa de la diferencia de clase. Fue amante del actor Tanabe Wakao, un hombre casado, mantuvo relaciones con el enfermo poeta dadaísta Nomura Yoshiya y casi con un vecino anónimo, feo, quizás el único hombre que le trajo algo de paz a cambio de nada. Hasta que se casó con el artista Tezuka Masaharu, con quien intercambió caricias y a quien engañó varias veces manteniendo simulacros de amor con otros hombres. Tras el éxito de su Diario de una vagabunda, viajó a Europa y pasó hambre en París durante dos meses. Después de Nanking cubrió otros frentes de batalla de la Segunda Guerra Mundial, como Indonesia, Singapur, Java o Borneo. Pero siempre guardará predilección por Dalat, la población de las montañas del norte de Vietnam, donde encontró algo de reposo. Su novela más famosa, Nubes flotantes, es un recorrido del sosiego a la mala muerte a medida que Dalat va quedando más lejos en la memoria de la pareja protagonista. Lejos de Dalat lo que vive no pertenece a la naturaleza. Será extranjera en la ciudad y apurará cada alegoría del mundo natural que permite la literatura japonesa para reflejar en qué consiste la felicidad. No hay libertad sin ese toque de alegría que producen los paisajes y los pájaros, el sol y el agua. La vida que hemos construido en las ciudades fue un vacío del que no supo salir, pero que nos dejó uno de los testimonios más relevantes de las consecuencias de las grandes guerras. Diario de una vagabunda trata sobre la mutilación, sobre las heridas de guerra perpetuas. Su lectura nos remite a la actualidad, a esos fenómenos que llamamos crisis, pero cuyo resultado es idéntico al de la guerra. Hoy hay miles de vagabundos, en el mismo sentido en que Fumiko fue la vagabunda fragmentada que ella se representa con una potencia descomunal en un libro clave de la literatura del siglo XX, repartidos por los callejones del planeta.

jueves, 21 de junio de 2018

WEST


Rebecca West,
desde los Balcanes con amor al prójimo

La afirmación es de la propia autora, y podría encabezar buena parte de su obra: “Cristo nos dijo que amáramos al prójimo como a nosotros mismos, y ésa es una clase de amor frío e intelectual. Pocos disfrutamos de nosotros mismos”. Rebecca West (Londres, 1892 – 1983), nombre de un personaje de una obra de teatro de Ibsen, que adoptó de manera oficial quien fue bautizada como Cecily Isabel Fairfield, tenía tanto miedo a este mundo lleno de idiotas que vivió guardando la distancia exacta, la que le permite entender a los demás, pero no termina de llorar lo que otros lloran ni reír lo que otros ríen, porque amaba más al prójimo que a sí misma. Sorprendida por la incapacidad de la gente de ver el mundo a través de los ojos de los demás, conserva una mirada inocente y limpia, con tanta obsesión como para considerar que la empatía es una de las ramas del árbol de la nobleza, junto con la ternura. Hizo de su limitación una virtud de la que, al contrario de lo que mueve a la mayor parte de la gente, no se sentía orgullsa. “Los hombres de acción suelen enorgullecerse tercamente de sus limitaciones, y lo mismo hacen los inválidos”, dijo. Y así es como consigue casi desaparecer de sus crónicas, ella, la autora, que no quien narra, y tanto en su obra periodística como en sus viajes se empeña en hallar trazas de dignidad y cuando las encuentra, elogia a la gente sin afectación. Es una escritora técnicamente perfecta, tanto que uno siente complejos al leerla, si es que uno, a su vez, siente algún tipo de aspiración o anhelo literario. Rebecca West es inimitable y su prosa posee un estilo tan depurado que parece carecer de él. Sólo así se explica que uno pueda leer las mil trescientas páginas de Cordero negro, halcón gris sin fatigarse.
Enviada por la revista Atlantic en 1936 a un viaje de mes y medio, con todos los gastos pagados y acompañada de su marido, además de los guías locales y los mozos de hotel, no sería hasta 1944 cuando pondría el punto final al cuaderno de viajes, ensayo filosófico, reseña histórica, trabajo periodístico, de dilema filosófico y social que es considerado uno de los grandes libros de viajes de la historia. West recorrió tantas ciudades que apenas tuvo tiempo para ser una viajera lenta, algo que pospuso para las horas de despacho, frente a los folios, reelaborando sus apuntes de campo. El trabajo es concienzudo y resistente, teniendo a este último adjetivo en todos los sentidos de su polisemia: el empeño de largo aliento y la rebelión con que carga su relato. Podría decirse que así prolongó lo que caracteriza su biografía, la pobreza en que nació, la emigración a Escocia, su feminismo intelectual en una sociedad machista y ser madre soltera, madre de un hijo que le dejó el paso por su vida del escritor H.G. Wells, el autor de El hombre invisible, que hizo honor a este título en la vida de Rebecca. Primero amante, luego amigo acérrimo, pero nunca padre. El hijo de Rebecca y H.G., Anthony West, dedicó su vida a defenestrar a quien fue madre soltera sin renunciar a sus principios sobre el requisito de una mayor igualdad. Anthony la presentaba como un monstruo vanidoso y hasta se negó a acudir al entierro de su madre. Ese viaje y ese libro no le salió todo lo bien que hubiera deseado Rebecca.
El encargo de la revista Atlantic estaba maldito, dado que Rebecca West siempre se mostró a favor de los oprimidos y buena parte de la historia sobre la que gira el libro tiene que ver con el atentado que prendió la mecha de la Primera Guerra Mundial. West quiso ver en el muchacho que dispara a un perdedor, a un pobre, a un condenado en vida y a su juicio eso puede justificar cualquier tipo de actos, incluido un regicidio. O sobre todo un regicidio. Las mejores páginas del libro son aquellas en las que reproduce la larga lista de asesinatos y los juegos de tronos que han tenido lugar en la región, que ha sido el puente donde se ha librado buena parte de la historia mundial, donde se detuvieron o avanzaron los ejércitos de imperios de oriente y occidente, donde se fragmentaban y unían fuerzas e intereses. Esos párrafos constituyen una de las mejores lecciones de historia que se han escrito, tanto por la valoración que hace de una región que se nos antoja alejada de donde creemos que se coció la historia, como por la facilidad para la narración: su calidad literaria no tiene nada que envidiar al mismísimo Lev Tolstói, al que añade lo único que se puede rescatar de los culebrones, que son las maldades de las dinastías, lo que le da un cierto aspecto de thriller. Eso sí, la historia que marca West apoya al desvalido, aunque destripa la psicología de los personajes históricos por inducción y con mucha inteligencia.
Acude a Yugoslavia para dar conferencias en universidades, pero se detiene en lo personal, y no únicamente en las batallas, sino también en la socioeconomía del pueblo. Y piensa en el pueblo como individuos, como personas, como uno más uno, más uno, más uno… hasta llegar a cientos de miles, todos con rostro y firma. O sin firma, porque una de las denuncias que hace es la del analfabetismo del campesinado, que es parte del maltrato al que se le somete. West jamás pierde de vista que sea cual sea la solución, a la fuerza ha de pasar por la cortesía y la conciencia de los estratos sociales. Sí, aunque reniegue de ello en otras obras, comparte con Marx la idea de la lucha de clases. Dicta que los gobiernos están abandonando el campo e invirtiendo en las ciudades, a donde la clase exprimida manda a sus hijos para que se les explote, mientras vende reses escuálidas por desesperación. Un fenómeno que se suma al malestar de la historia bélica, para dar lugar a un pueblo difícil, por su falta de medios para rejuvenecerse.
El campesinado ha quedado reducido a bestia de carga mientras por las ciudades, a lo largo de siglos, han pasado toda suerte de imperios. El territorio fue conquistado por Roma y Roma arrasada por los bárbaros. En el este, se libró una guerra de trescientos años entre Hungría y Venecia, luego cuatrocientos al servicio de Venecia, mientras por el oeste acosaba el imperio otomano, adueñándose de parte del territorio, hasta que, de hecho, comenzó la guerra de Napoleón contra Turquía, un episodio que terminó con la desesperanza del imperio francés y, más tarde, un desgobierno a la sombra del imperio austriaco. A todo esto, Rebecca West da por bueno el estado moderno y, debemos confesar esta premisa, es favorable a la monarquía, al menos en su país de origen. En lo que atañe a temas religiosos, a lo largo del libro deja que sea su marido el que dirima las fobias contra el catolicismo, enemigo pegado a la piel de los protestantes hace ahora un siglo. A su juicio, hay demasiados obispos en la política y el tono de la historia de los Balcanes es repugnante.
Pero West es también feminista. De hecho, su carrera periodística, autodidacta convencida, comenzó con una columna, en un semanario sufragista, sobre la libertad de amar. Así es como no se le escapa que aun dentro del campesinado, la mujer sigue siendo la gran perdedora. La impresiona la capacidad de adaptación a una condena, a pasarse la vida embarazadas, viviendo con lerdos regados de alcohol por dentro y de lodo por fuera. Pero esta capacidad de adaptación tiene el nombre del gran mal de los seres humanos que, a juicio de los clásicos griegos, es la resignación. No pudiendo renunciar a la vida que sufren, las mujeres campesinas pasan sus días con nubes de melancolía allí donde debería haber dignidad. Solo el acceso a los árboles y al agua, que son el mayor de los bienes, las rescatará durante algunos segundos. Eso y la sinceridad, que tal vez sea la forma más decente que tiene de expresarse la pobreza, el resto de dignidad que le queda al pobre. La naturaleza y la verdad centran su atención allí donde vaya. En los Balcanes encuentra una sinceridad de la que ya carece occidente. Es como si fuéramos sus amigos, pero estuviéramos hechos de otra sustancia: para nosotros la vida se mejora quitando cosas malas, sin embargo, para los balcánicos la vida se mejora añadiendo cosas buenas. Es fácil reconocer un sano orgullo en esa postura. Y es que en los Balcanes, el orgullo es una herencia cuyo origen se pierde en las raíces de los tiempos.
Por eso el juego de tronos es una grosería más que han sufrido, amenazados constantemente por imperios. Así hasta que se impone Yugoslavia como una necesidad y, por tanto, como un estado dentro del cual no se está predestinado a la armonía. Cincuenta años más tarde, las palabras de Rebecca West fueron algo más que proféticas. Pero durante el viaje ella se iba haciendo a la idea del país que visitaba a través de las conversaciones con sus cicerones y las visitas a castillos decadentes, castillos de nobles políglotas y cosmopolitas y arruinados, en los que cuelgan enormes cuadros de caza, con flacos campesinos que suministran piezas de tiro a gordos señores. No es de extrañar que el pueblo deteste la idea de un gobierno e insista en examinarlo. Pero lo hace a través de la pasión, que es la fuerza motriz de una gente astuta, sucia, solitaria, rural. Gente obsesionada por conservar lo que ellos llaman como “lo nuestro”, al igual que los franceses llaman “lo nuestro” a Astérix y la aldea gala, y no al imperio romano, del que en realidad son herederos. El mal es universal: uno cree que ha rescatado su cultura o su esencia liberándose de un yugo, cuando ese yugo es, precisamente, lo que los ha configurado como pueblo, como país, como individuos. Algo que se expresa hasta en lo popular, hasta en el arte de los gitanos, denigrado por el sistema capitalista que no reconoce el arte popular y sí las joyas. Tal vez porque, a juicio de West, el sistema capitalista pasa por encima de quien no acumula bienes materiales, y los gitanos son pobres.
Rebecca West no se detiene muchos días en cada destino. Pero se da cuenta de que en lugares como Sarajevo conviven la fe y los herejes de todas las religiones. Es un sociograma del malestar mundial, una situación enconada en la que todos son víctimas. Pero pasea por las calles y el ambiente le resulta apaciguado, tranquilo, suave por sí solo. Algo extraño entre gente vehemente acostumbrada a tener a la muerte por vecino. ¿Podría llamar estabilidad a esta atmósfera, a esta reunión de buenas personas? En buena medida, sí. Aunque entiende que no existe una estabilidad política, partiendo de su prejuicio: la estabilidad política es lo que regenta el país del que ella procede. Y eso es una pócima aplicable a cualquier estado. Al menos esa es la sensación que da, pues entre tantos cientos de miles de palabras que componen el libro, no define qué es estabilidad política. A pesar de que el esfuerzo que hace por definir es ciclópeo. De hecho, si el libro supera de largo las mil páginas, según el marido de Rebecca, el banquero Henry Waxwell Andrews, se debe a su afán por explicar todo, por responder a demasiadas preguntas.
Y a lo largo de un viaje, surgen muchas preguntas, o dudas, o inquietudes. Es posible que ese último término, inquietudes, encaje mejor con el espíritu de la obra que el de amplio espectro que es preguntas, porque lo que no resuelve es lo que atañe a lo moral. West está incómoda al no hallar respuestas, al no ser uno más de esos extranjeros que llegan allí para enseñar y no con intenciones de aprender. Si come en una taberna, sospecha que la dueña regentó un prostíbulo y, sin atreverse a preguntar, busca pistas, por toda la aldea, que así lo delaten. No, ella no es uno más de los extranjeros con las conciencias y los complejos borrados. Ella sabe que en la vida hay cosas por las que merece la pena pelear, pero esas cosas solo son mejores si quienes las hacen sin lucharlas hubieran peleado por ellas de haber sido preciso.
Y así West completa un trabajo que hoy resultaría imposible, porque entonces había espacios vacíos sobre los que elaborar teorías. Ahora hay docenas de expertos occidentales sobre el fenómeno balcánico. Ahora, cuando ya terminó una guerra que importó un comino a la mayoría de la gente que podía haber tomado una decisión que salvara las vidas de gente que ya habían visto demasiados horrores. Para ello bastaba con haber nacido durante la segunda década del siglo XX y haber sobrevivido a la primera gran guerra. Hasta tal punto que ya en aquella época, y todavía en la actualidad, el varón balcánico tiene la media de estatura más alta de Europa, es decir, la masculinidad entendida como fuerza, les ha ayudado a no extinguirse. Uno se pregunta cuántos débiles cayeron por camino sin necesidad.
West tenía mucho talento para mezclar todos estos ingredientes sin que se notaran las fracturas ni los cosidos. Tenía ambición por escribir un gran libro, pero no por escribir el mejor libro de la historia de los viajes. En cualquier caso, consiguió atraer la atención, lo cual implica ser iconoclasta, sí, pero al estilo ortodoxo occidental. Escribe con la seguridad propia del británico clásico, ese neocolonial que explica a sus compatriotas cómo funciona el lugar que ha visitado. En ese sentido, nadie escribiría hoy un libro semejante. Uno lo lee como si se tratara de una novela, no de periodismo, faceta en la que aporta lo que los que están en el poder quieren que aporte. El libro es algo acomodado, como lo son los libros de texto, a la hora de reflejar un pensamiento político, entendiendo por tal la organización del conjunto de los hombres y su gobierno, no las votaciones electorales y la farsa de la democracia representativa. Jessa Crispin (Kansas, 1978), otra incansable feminista, afirma que ella amputaría las demasiadas oraciones enunciativas y preguntaría a Rebecca mil cosas que da por supuestas. Su análisis del libro Cordero negro, halcón gris, incluido en El complot de las damas muertas (Alpha Decay), es un atrevimiento, una manera de derribar a dioses consagrados sintiendo el polvo metiéndose en los ojos. “Muchas de estas afirmaciones parecen ser fruto de su condición de mujer intelectual; cuestionarse a una misma muestra debilidad, y los compañeros hombres se abalanzan sobre la debilidad de la mujer”, justifica así, Crispin, el tono asertivo que adopta Rebecca West.
“Cristo nos dijo que amáramos al prójimo como a nosotros mismos, y ésa es una clase de amor frío e intelectual. Pocos disfrutamos de nosotros mismos”. Repetimos la frase porque Crispin destaca que en el libro falta Rebecca West, que su mirada es fría, intelectual. Y es cierto que, para ser un libro de viajes, falta la complejidad del narrador: abrumado o exaltado, melancólico o rabioso. Un autor subjetivo no expresaría que todos los serbios son muy vigorosos y a todos los turcos hay que echarles una segunda mirada. Pero sí hay individuos, algunos muy concretos, algunas muy valientes, casi todas mujeres. Es ahí donde hace la transferencia literaria, donde se proyecta. El libro, para que engañarnos, sigue siendo una lección de literatura. La acertada crítica de Jessa Crispin ya había sido respondida por Rebecca West al mencionar su visión de las relaciones humanas.
Más adelante, mucho más adelante, superados los setenta años, West intentó repetir experiencia en México, en la zona de Yucatán. De hecho, Rebecca West se mantuvo activa hasta 1980, cuando entregó su última crónica sobre la invasión de la embajada americana en Irán. Aunque la mayor parte de sus textos mexicanos están inéditos, algunos se publicaron en forma de artículo en The New Yorker. Por la ruta de los años escribió todo tipo de obras, desde reseñas literarias defendiendo a Proust o Virginia Woolf cuando sus obras eran recibidas con carcajadas, hasta novelas como Cuando los pájaros caen, en la que se impone el realismo político, con un paralelismo de fondo en el que se compara la revolución rusa con los acontecimientos en los Balcanes. Sus novelas son éticas, sociales, culturales, realistas. Y también filosóficas: novelas en que los espías han leído a Kant y a Hegel. Las dificultades de los hombres a la hora de entenderse cruzan su obra en canal. Al igual que la pregunta de en nombre de qué es lícito un acto como por ejemplo el del asesino.
O la traición. Una de sus obras más significativas lleva por título El significado de la traición, y es un reportaje filosófico sobre el último espía condenado a muerte en Gran Bretaña. El reportaje pasa por todos los vericuetos de la ética, por la enseñanza de la lealtad a un estado y por la comprensión de un hombre solitario que no comparte los pareceres comunes. En realidad, es un libro en el que se pregunta si la vida es una estupidez moral. El único exceso de egoísmo del espía consistió en tratar de convencer, mediante emisiones radiofónicas, de los beneficios del Tercer Reich. Dando por bueno el estado moderno, Rebecca West considera que el traidor puede aportar algo positivo, pues se trata de alguien capaz de imaginar la transformación social y dar rienda suelta a la rebelión. Pero si un estado protege a un individuo, considera que tiene derecho a contar con su lealtad, que es una respuesta nada dramática a la traición a un contrato social que presupone sagrado.
Claro que para eso es necesario que exista un estado. La Yugoslavia que encontró West en su viaje podría aparentarlo, porque la palabra estado es un término bastante burocrático. Difícilmente se podría hablar de un país, pues este ya es un concepto cultural y humano, en el que una serie de arquetipos unifican a los habitantes, a pesar de ellos y, con frecuencia, criticados con dureza por ellos. También por la propia Rebecca West, como cuando presencia una tradición ritual, en Macedonia, en la que los familiares y vecinos obligan a una niña pequeña a presenciar la muerte, a degüello, de un cordero negro, para luego purificar lo que ya era puro, trazando un círculo sobre la frente de la niña. La sangre del cordero servirá de tinta para manchar la piel que, en un giro paradójico, abriga la cabeza de una niña que perderá su inocencia ante la brutalidad de la tradición popular. West marcará a tinta la diferencia entre tradición y cultura, dejando bien claro que en cuanto aparece un signo de crueldad, lo que tomamos por nuestra cultura es una aberración. La cultura ha de ser siempre amable y cortés.
La Yugoslavia de West es una suerte de unión de federaciones: serbios, croatas, bosnios, eslovenos, montenegrinos, kosovares, macedonios… Su compromiso no podía atarles, necesariamente, a un estado, porque no existía ese ente que les protegiera. Sería raro encontrar un traidor, porque no había nada a lo que traicionar. Pero, eso sí, siguiendo la guía de W.H. Auden, los compañeros de viaje de West piensan que la naturaleza es mejor que la civilización, y el estado es civilización, es invención de los hombres. De ahí que a la autora le llame tanto la atención que uno de sus chóferes recoja una tortuga pequeña y trate de darle de comer un bien tan escaso como es el chocolate.


LEILA GUERRIERO

Leila Guerriero

La periodista que regresó desde la sabiduría que dan doscientos años de vida

Ricardo Martínez Llorca - 22-06-2018

Si uno ha leído a Leila Guerriero y le dicen que ronda los cincuenta años piensa que no es que haya llegado a esa edad sino que, más bien, alcanzó los doscientos y luego fue retrocediendo, hasta volver a quedarse en los cincuenta, una edad en la que uno ha superado todas las crisis, excepto la de envejecer: ella envejeció doblemente para retornar a la madurez. De sus trescientos cincuenta años vividos, Leila ha conservado la magia de un cabello que triunfó en la adolescencia y una personalidad descorazonadora en la escritura, tan depurada y precisa como tensa, excepto en algunos brochazos de color que nos sirven de descanso y adición. En una de sus columnas, reza: “De pronto, en mitad de un tema, ella se cuelga de su cuello y lo besa seminalmente, como si quisiera matarlo”. El texto versa sobre un hombre que ha perdido el amor hacia su novia, pero la que besa seminalmente es ella. El adverbio de modo es tan sorprendente como los que encontramos en la prosa de su compatriota Borges. Solo que nuestro queridísimo escritor nunca hubiera utilizado la palabra seminalmente por pudor, a pesar de que a él, a Borges, se le permitían las licencias de la poesía y de la ficción. Pero Leila trabaja sobre las representaciones de la realidad. Y si la imagen de que un chico bese seminalmente nos resulta sobrecogedora, pues se nos antoja que se están corriendo riesgos, que ese modo provenga de la novia y en los estertores de la relación hace que la mantequilla se evapore mientras leemos la columna, a la hora del desayuno. Y es la única metáfora de todo un texto que funciona como una amenaza lírica.

miércoles, 20 de junio de 2018

PIRENAICA


Pirenaica
Ander Izagirre
GeoPlaneta
Barcelona, 2018
284 páginas

Lo difícil es hacer de la vida algo sencillo. Una bicicleta por hogar no quiere decir que todo lo que necesites para vivir durante una temporada quepa en las alforjas de un aficionado al cicloturismo. Nada de eso. La bicicleta es el medio de transporte reducido al esqueleto y que obliga al esfuerzo del viajero. Al esfuerzo físico, desde luego, pero también a soportar con humor las penurias. En realidad, lo único que necesita un viajero es una tarjeta de crédito. Pero no se trata de eso, porque supondría quitarle todo el romanticismo al paisaje. La bicicleta y los Pirineos forman todo lo que necesita Ander Izagirre (San Sebastián, 1976) para trazar un proyecto de vida. Sencillo y hermoso. Como en cualquier deporte de naturaleza, se dispone del campo de juego más bonito. Y luego está el aprendizaje. Porque exige una ruta y esa ruta es algo que se ha trazado a lo largo de la historia. Desde los esclavos del siglo XX, perdedores de una guerra civil, hasta el Cantar de Roldán. Y pasando, cómo no, por la permanente presencia de Induráin.
Ander Izagirre sale desde su casa para atravesar por completo los Pirineos, de oeste a este, saltando la frontera hacia Francia y de regreso, para subir así los puertos más míticos. Aunque con forma de diario, casi de guía de viajes, se trata de crónicas de las catorce etapas en las que divide el viaje. Como en una guía que se precie, se detalla lo que surge a su paso, en esta ocasión con el estilo de alguien que ya está muy bregado en eso de la prosa para el reportaje. Al mismo tiempo que se cuentan las anécdotas, para que no todo sea información objetiva, para dar fe de que el viaje merece la pena, se abandona el pensamiento al pasado. Se mencionan gestas del Tour de Francia, por ejemplo, que no deberían caer en olvido. Como la de aquel que en los albores de la prueba tuvo que parar durante cuatro horas en un pueblo para ir a la forja de un herrero y fabricarse un tubo con que reparar la bicicleta. Desde ahí hasta Chris Froome, Izagirre no oculta su pasión por un deporte que practicó y del que ahora disfruta. La necesidad de contar esas experiencias, así como de expresar su parecer sobre la historia y capitalización de Andorra o la farsa que se llama Dalí, pues el viaje termina cerca de Cadaqués, el libro es una divertida travesía llena de belleza. Cada valle, cada cumbre, cada pueblo, incluso cada lluvia, se merece el reflejo en un libro editado con un esmero bastante alejado de lo convencional.
Hay osos eslovenos y ermitas románicas, verde esmeralda y niebla, rampas de todas las dificultades, muchas rampas de muchas dificultades, mitos y más mitos, deportivos, religiosos, culturales, un tipo que nos narra y que casi no nos damos cuenta de que estamos haciendo el viaje con él, porque se expresa con la sencillez con que te contaría el viaje un amigo. Esa es, posiblemente, la palabra: amigo. Los viajes a los que nos tenía más acostumbrados Izagirre requerían de un espíritu más guerrero, de otro tipo de valor. Pero la lectura de este libro, en realidad breve, a lo que más se asemeja es a las cartas que te escribiría un amigo, en tiempos de correo postal, y luego a la cena con él, en la que el protagonista del viaje no es tu amigo, sino todo lo que rodea al viaje. Tanto en la geografía humana y divina como en el espectro temporal.

domingo, 17 de junio de 2018

GUERRA Y TREMENTINA


Guerra y trementina
Stefan Hertmans
Traducción de Gonzalo Fernández Gómez
Anagrama
Barcelona, 2018
366 páginas

La conclusión, que no el final, la expone el propio Stefan Hertmans (1951) cuando dice que “acabé comprendiendo que mi abuelo había sido el loco de corazón puro, el inocentón que se había hecho acreedor de mi admiración porque no conocía el egoísmo ni la vanidad o la autocomplacencia, solo aquel servilismo suyo, que para él era algo natural, lo cual lo convertía al mismo tiempo en un héroe y un simplón de intenciones nobles. Cuando comprendí esto (…), comprendí que apenas entendía nada”. Y ese es el grado máximo de sabiduría, una virtud en la que está puesta todo el empeño de esta obra. Hertman reproduce la vida de su abuelo y con ella la de su entorno a lo largo del siglo XX, sobre todo de los primeros años del siglo XX, hasta que lo quebró la Primera Guerra Mundial. El estilo nos resulta familiar, nos recuerda a Sebald, por ejemplo. Pero lo que en Sebald es un trabajo peripatético, sin que esto quiera decir nada malo, pues no son otras sus intenciones que las de hacer llorar, en Hertman es sinceridad. Sebald oculta cierto cinismo, cierto grado de superioridad moral, cierto complejo, del que Hertman apenas rescata ese tono de crepúsculo trasladado al pasado. De esa manera gesta una paradoja, pues el pasado debería ser amanecer. Pero será esa intención manifiesta de engañarse a uno mismo, dictando que en el pasado la vida era más humana, la que le lleve a la búsqueda de la paz, o de algo parecido a la paz interior. Para ello se vale de la figura de su abuelo y el libro toma un matiz íntimo tanto en lo biográfico como en el retrato social. Es un adagio.
La presencia de enfermedades de pulmón que matan a seres queridos, nos remite al romanticismo. Pero Hertman describe con sosiego hasta los aspectos crueles, hasta lo desagradable, y en realidad halla mucho de desagradable condicionando la vida. Rescata del olvido colectivo todo lo que puede para experimentarlo como nuevo a través de la literatura. Ese olvido colectivo tiende a apartar los fragmentos más aciagos, que él los trae a manera de descubrimiento. La forma de compensarlo es el arte. La pintura y el dibujo, a los que su abuelo se consagra sobre todo en los momentos en los que necesita ser rescatado, pero no hay nadie allí para salvarle. Así va sorteando la reproducción de los primeros años de vida de su abuelo, de la que apenas dispone de datos como para completar una novela, por lo que se topa con muchas preguntas. Y Hertman vive las preguntas como si fueran abismos. Pero se empeña en acompañar a sus antepasados como si allí él hallara una alegoría de su propia vida. Crea hipótesis sobre la belleza triste y sale a buscar l que tiene que quedar.
Hasta que se da de bruces con el horror de la Primera Guerra Mundial. La reproducción sórdida que hace de la misma nos resulta un tanto conocida: las trincheras, el barro, las mutilaciones, las ráfagas de metralleta, los muertos uno a uno, la pérdida de cualquier sentido de la ética a favor de la supervivencia animal. Incluso la religión, que había estado presente con anterioridad, se hace a un lado. Solo algún dibujo hecho con el carbón de una hoguera le recuerda que hay algo humano en el interior de su abuelo o en su interior, pues esta parte del libro está narrada en primera persona, desde el punto de vista del abuelo soldado. El mayor valor de estas páginas es la deconstrucción de una persona que tendrá que volver a levantarse. La inocencia debió haberla perdido, claro. Y como a tantos otros, ese paso de la adolescencia al mundo adulto se les arrebató durante las batallas y el sufrimiento. Siente que hay una pérdida, pero no llega a expresar en qué consiste. Sí la cura a través del amor y luego de la compañía, porque a la muerte de la chica de la que está enamorado seguirá el matrimonio para no quedarse solo. Esta parte de la historia está ya documentada, sí, pero a pesar de todo Hertman tiende a buscar una explicación psicológica en cada gesto y por encima de todo en cada una de las mujeres que marcaron su vida: la madre de su abuelo, la difunta amada, la hermana mayor de esta y su hija, esferas que condicionan tanto, que presionan tanto que busca consuelo en la pintura, donde algo de lo sublime debe de permanecer. O al menos algo de lo bueno que puede tener el ser humano. Esa bondad ingenua y natural es lo que desesperadamente busca a través de cada una de las líneas de este libro un hombre que echa de menos la sencillez en la condición humana.