Nunca se sacia el ojo
de ver
Daniel Díez Carpintero
Sloper
Palma de Mallorca, 2022
130 páginas
Hace cuatro años aterrizó
Daniel Díez Carpintero (Madrid, 1979) en las librerías con un magnífico libro
de relatos, El mosquito de Nueva York, al que ahora sucede este Nunca
se sacia el ojo de ver, para confirmar que ese talento que elogiamos no fue
una casualidad. De nuevo con las palabras justas y la expresión acertada, con
una buena pegada, pero sin intentar aturdir, de nuevo con ritmo acertado y con
la decantación de historias fruto de una gran capacidad de observación, nos
deleitamos con los relatos y nos reconciliamos con la distancia corta.
Subrayemos un ejemplo, una frase que encontramos nada más empezar el libro: “En
la incoherencia entre los pechos enormes y la menudez de lagartija estaba ese
quedarse sin aliento -ese puñetazo en el esternón- que producen los seres no
bellos sino insólitos”. Ahí está la paradoja, la ironía, la observación vertida
tanto hacia el exterior como hacia el mundo emocional, y la conclusión
sorprendente.
Para que un autor de
cuentos encuentre voz propia, será fundamental la mirada, elegir bien la
mirada, saber situar el punto de vista y acertar con el tono de la prosa, con
la forma en que propondrá cabalgar al lector sobre lo que cuenta. Díez
Carpintero parte de la pregunta ¿qué somos? ¿Resulta demasiado convencional? La
pregunta sí, el acento en que la plantea no tanto. Nos lleva al filo de la
locura, pues los relatos son, básicamente retratos en los que vemos a un
personaje que es consecuencia de todo el pasado que tiene por detrás. Y a
muchos de ellos les atoran los problemas económicos. Pero esta situación será
parte de la contribución a la caricatura, a una caricatura que, y este es el
planteamiento que a nosotros nos sorprende y al autor le dignifica, es real, es
parte de un mundo tan posible y tan probable como el que habitamos. Uno no
puede dejar de preguntarse cuánto de humanidad hay en las caricaturas. Y de
concluir que son una estrategia para revelar la esencia de lo que somos,
pudiendo expresarnos con una libertad de la que carecemos al pretender la pura
fidelidad al original.
Entramos a la obra
acompañando a un profesor de filosofía, que es un viejo verde, que acepta la
visita de una joven pareja de religiosos sólo para imaginar el sexo con la
muchacha. La combinación de sexo y religión, de deseo carnal y deseo espiritual,
es una especie de revuelta contra la soledad. Y la soledad será una de las
características de nuestros personajes, pues hablamos de adultos solos o a los
que acompaña un niño, en alguna ocasión, que será un acicate para volver a
recordarnos que estamos solos. Y en la soledad es donde suben el volumen las
perturbaciones, sobre todo en la soledad del adulto, y no digamos en la del
anciano. Díez Carpintero afronta el tema del miedo colocando a los personajes
frente a la incertidumbre. Lidiar con ella es una tarea de Hércules, a no ser
que aceptemos que las incertidumbres no se resuelven, que las incertidumbres
son las gotas del océano en el que nadamos todos los días. Aunque la mayor
incertidumbre, tal vez, surja de la convivencia con uno mismo. Los otros, en
realidad, son mera parte de la incomodidad; o puede que una de nuestras mayores
limitaciones sea la de no ver nada más que la incomodidad en la presencia de
los demás.
El hombre asustado
llegará a preguntarse qué hacer, porque debe hacer algo, lo que sea, y llegará
a discurrir una barbaridad. Y, lo que es más grave, llegará a ejecutarla para
así sentirse dueño de su destino. Como sucede en alguno de los relatos. Aunque
Díez Carpintero también es capaz de construir un cuento a partir de una
expectativa, pues preguntarse quién va a venir y si yo seré lo bastante bueno
como para soportarlo, es otra de las incertidumbres con que topamos con
frecuencia. El problema, nos viene a sugerir, es que la imagen que tenemos de
nosotros mismos es también una construcción social. Y necesitamos sentir que
somos alguien. Lo más frecuente, el intento de sanación más frecuente, es el
recurso al sueño. Sueña el pobre con ser rico y, en cuanto puede, deja que ese
sueño se cumpla durante un pequeño rato.
Y así llegamos al final
de un libro que vuelve a dejarnos satisfechos, como en muy pocas ocasiones nos
sentimos, y con el deseo de que esta fiesta en la que la realidad se deforma
con franqueza siga llegándonos. A ser posible con más frecuencia.
Fuente: Revista de letras