Bola ocho
Elizabeth Geoghegan
Traducción de Blanca Gago
Nórdica
Madrid, 2022
274 páginas
La realidad es lo que
sucederá en los próximos minutos y a una distancia que puedes alcanzar con la
mirada. Lo sabe Elizabeth Geoghegan, la escritora americana que aterriza en
España con este libro de relatos de cuya lectura, lo diremos ya, va a costar
reponerse. Todo lo bueno y lo malo sucede mientras entramos o salimos de casa,
todo lo ruin y todo lo maravilloso, que es bastante poco, a juzgar por lo que
leemos, ocurrirá en la próxima hora de vida. En ese marco se encuadran los
relatos de este Bola ocho, que son realistas, sí, pero nos mantienen constantemente
en la duda de qué es el realismo o qué tipo de realismo es con el que estamos
tratando. ¿Cuántos adjetivos admite la realidad?
En cuanto se comienza la
lectura nos damos cuenta de que vamos a enfrentarnos a una literatura con
pegada, potente, por el estilo tan directo de su autora. La voz que nos habla
está tan desnuda como para afectarnos a los huesos con la misma intensidad que
al corazón. Estamos dentro de la clase media, aunque con ciertos altibajos,
dentro de lo más próximo, como lo estamos cuando leemos a tantos escritores de
Estados Unidos que practicaron el relato breve: John Cheever, Raymond Carver,
Dorothy Parker, Lucia Berlin o la recientemente descubierta, en este país, Julie
Hayden. Geoghegan reúne lo más importante de la literatura de todos ellos, lo
decanta y crea una obra muy personal, en la que nos falta aire para habitarla,
mientras que agita el aliento durante la lectura. De hecho, su talento es tal
que hasta los tópicos nos parecen naturales cuando aparecen, cuando son hasta
sustrato de la historia: el realismo social al ambientar el relato en Roma, por
ejemplo, o la búsqueda de la espiritualidad si nos trasladamos a Asia.
Hemos mencionado Roma y hemos
mencionado Asia. Buena parte de los relatos suponen una indagación a través del
viaje y, curiosamente, son para estos para los que recurre a la tercera persona.
Mientras que en primera persona se relatan emociones durante una experiencia
que generalmente tiene que ver con un sexo crudísimo, no explícito, pero sí de
una emoción muy áspera y demasiado inevitable. El sexo, sin duda, su aparición robándonos
el cuerpo, dictándonos que la senda que señala nos será imposible evitar, es
uno de los ejes alrededor de los que giran los relatos. Entraremos a ellos
cuestionándonos si quien nos habla posee una salud mental suficiente como para
tratarse de alguien de quien nos fiaríamos. Porque habrá algo en los personajes
que nos marque una línea psicológica que no tiene que ver sólo con lo
aprendido: es como si los defectos genéticos con que nacieron les impondrán una
vida sucia, una atracción por lo insano, una emoción que nos lleva a pensar que
lo feo es también lo más magnético. Incluido el sexo.
La alternativa será
renacer. Pero no como opción, sino por verse obligados a tal trance. Ese
renacer está muy relacionado con el viaje, que se afronta a la apuesta total:
cumbre o muerte. Dadas las circunstancias, Geoghegan tiene que poner todo su
talento en acción y es capaz de resumir una vida entera en un puñado de
páginas, de mostrarnos todo un mundo a través de unas pocas acciones, de unas
cuantas reacciones, de una serie de sucesos encadenados. Y todo ello sucede
porque no estamos solos, porque debemos definir qué tipo de vínculos
establecemos. Los vemos insinuados, de modo que nos permite intuir que hay
alternativa, siempre y cuando fuéramos capaces de pensar viendo el cuadro desde
afuera. Ahora bien, ¿cómo se evade uno de los desencuentros? Esto supone, en
buena medida, vivir contra uno mismo. Lo que nos muestran los relatos de Bola
ocho es lo duro que supone el gestar la propia vida. De hecho, volveremos a
preguntarnos si tiene sentido, y eso, a través de la lectura, que son
experiencias prestadas, es mucho.
Geoghegan describe a la
vez pensamientos, sensaciones y lo físico. Crea un cóctel perfecto, en el que los
ingredientes serán imposibles de separar para generar relatos redondos. Es
capaz de encadenar personajes sin que nos demos cuenta de cómo vamos cambiando
de compañía, para crear así un relato coral, o de mantenernos dentro de la
cabeza de un ser sintiente pero muy inmadura, lo bastante como para que dudemos
acerca de su aguante en el trance de sobrevivir a los días y las noches. Y ahí,
está, cómo no, la inevitable compañía de la soledad, frente a la que no vale ni
huir ni esconderse.
Y así llegamos al último
de los relatos, el que da título al libro, que habla sobre la pérdida de la
inocencia. Es una lección acerca de cómo son los auténticos Bildugsroman:
descubrir que la familia es un fraude, sentir que todos los cuadros exteriores
existen para generar sensaciones, entender que las relaciones pueden no tener
más valor que una farsa y darnos cuenta de que crecer es perder la ingenuidad y
que ser ingenuo nos hacía más puros. Una obra genial con la que acabaremos un
libro de relatos que nos dejará larga huella.
Fuente: Revista de letras
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