Cristo se detuvo en
Éboli
Carlo Levi
Traducción de Carlos
Manzano
Pepitas
Logroño, 2022
280 páginas
Hacer de la memoria un
estilo, convertir el humo de memoria en una forma de entender este planeta. El
planeta existe en la medida en que nos afecta, y puede afectarnos para
convertirnos en sátrapas, asesinos, duendes o personas generosas. Puede
llevarnos a la alegría o a la tristeza, pero no debería dejarnos indiferentes.
En realidad, los indiferentes al curso del planeta, de los acontecimientos del
planeta, suelen ser unos tipos acomodados que exudan rencor. Esos personajes
aparecen muy de vez en cuando en esta literatura de la memoria, Cristo se
detuvo en Éboli, que sigue siendo uno de los libros más emotivos que se
escribieron el siglo pasado. Los rencorosos son apartados de la memoria, como
lo son los peores tiempos, para dar cabida a una serie de gente por la que es imposible
no sentir el afecto que da el contacto. Se trata de un texto conmovedor, de una
de esas lecturas que perturban y agradecemos que así sea, porque esa
perturbación nos recuerda que ser humano no es comprar por Amazon o quejarse
cuando uno pierde la cobertura. Ser humano está muy relacionado con la memoria
y con el lirismo sensato que se decanta de la memoria. Ser humano es ser
sensible. Y la sensibilidad y la inteligencia pueden ser sinónimos. Lo son, sin
duda, en el caso de Carlo Levi (Turín, 1902 – Roma, 1975).
La historia es conocida:
el exilio impuesto por el régimen fascista, en un pequeño pueblo del sur de
Italia, y el lamento por haber perdido el contacto con algo que es muy puro, muy
ingenuo, muy sencillo y muy pobre. La tristeza que transmiten las memorias de Levi
son de una vitalidad digna de día de lluvia, pero de una vitalidad muy libre.
Nos habla de paisajes sin dulzuras ni sensualidad, de miseria, de monotonía,
pero nos habla de que, sin saber por qué, allí se encontraba bien y fue capaz
de amar en el sentido más universal del acto de amar. En ese mundo reconoce
todo el mundo, a lo que se reduce todo el mundo, que es un amplio espectro de
compasión y una sensación de estar acompañado respetando la soledad. Acabamos
de mencionar el respeto, y este es uno de los grandes principios que sostienen
la obra: respeto y devoción, es decir, amor. Lo explica Ítalo Calvino en el apéndice:
“un optimismo debido a una calma interior, como un estilo, y la clasicidad de
la palabra se realiza frente a una materia que es tragedia, caos, catástrofe”.
Lejos de las valijas diplomáticas, dirá Calvino, las noticias que recibe Levi
son noticias de crepúsculos, fallecimientos, campos sombríos, tierras secas,
cuerpos débiles y también, a modo de gran viaje, una tentación de explicar lo
inexplicable mediante la magia, los hechizos, la brujería, en encantamiento.
Acompañado de un perro
sin raza, Levi recorre una y otra vez las mismas calles, se cruza una y otra
vez con las mismas personas, dándonos una lección sobre la mirada: para él
mirar y reflexionar son actos irrevocablemente unidos, son consecuencias, son
alma. Esa es la consistencia de su forma de ser testigo, es decir, de dar
testimonio. Es cierto que hay algo de psicosociología, seguramente inevitable y
no pretendida, en el texto, pero esta labor documental es secundaria y sólo nos
ayuda a nosotros a entender un poco mejor qué supuso aquel lugar y aquel tiempo.
En realidad, lo que se impone es la impresión de analizar quiénes somos, pues
somos el resultado de algo más que ese slogan pernicioso que algún personaje
llegó a soltarle explicando la tendencia del mundo a la autodestrucción en los
años treinta: “Las ideas no importan, sólo la Patria”. ¿Quiénes somos? Parece
preguntarse Levi. Somos un recipiente en el que caben todas las sensibilidades
del mundo, podría ser la respuesta.
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