Y me llevó el viento
Anne-France Dautheville
Traducción de Teresa García Martín
Interfolio
Madrid, 2020
423 páginas
“Se hace la revolución o nos acomodamos”.
Anne-France Dautheville
El sueño del
circo se expresa a través de una alegría muy sólida: bailes acrobáticos, payasos
rozando lo inverosímil, festivales con bichos que no habíamos visto antes,
vuelos y equilibrio. Mucho equilibrio. El que se necesitaría, por ejemplo, para
dar la vuelta al mundo en un monociclo. Montado sobre una sola rueda, la fatiga
será tan ineludible como lo es la diversión: en un monociclo, al contrario que
sobre una bicicleta, uno no puede dejar de dar pedales ni siquiera en las
cuestas abajo. La audacia tendría otros tintes al margen de la aventura, y esos
son los que nos remiten a la alegría del circo, tras la que se esconde,
intuimos, también la tristeza del esfuerzo, de la vida en vagonetas, de la
imposibilidad de establecer raíces. Sin embargo, si añadimos una rueda más al
invento, la vuelta al mundo se transforma en una opción tan valiente como
verosímil.
Imaginen a
una mujer protagonizando ese particular Road Movie en el año 1885.
Decimos Road Movie por conveniencia, pues las carreteras entonces eran
parte de la descansada vida: un ruido de carretas de vez en cuando, pastores
por las cañadas y senderos, con sus mil ovejas, campesinos con gesto de
despiste y frases que contenían cientos de años de saber popular, y algún motor
ronquísimo en las proximidades de alguna ciudad. Annie Cohen Kopchovsky (1870,
Riga, Letonia), conocida por el apodo de Londonderry, protagonizó la gesta, que
le supuso un total de quince meses y un premio de cinco mil dólares. Tocada con
un sombrero a lo Buster Keaton, vestida con una cazadora de hombros abultados y
con un pantalón tipo bombacho, sobre un vehículo primario, cruzó Estados Unidos
y Yemen, Francia, Egipto y Singapur, entre otros muchos países. Aunque sea peor
que complicado igualar tanta liberación, su estela la han seguido mujeres como
Cristina Spínola (Las Palmas de Gran Canaria, 1976), aventurera, periodista y,
cómo no, youtuber en tiempos en los que se viaja también para los demás.
Da la sensación de que antes uno partía para buscar algo que no tenía en su
interior, pero estaba necesitando. Sorprende que ahora ese algo pertenezca,
también, al género de las relaciones con los demás.
Cristina ha
sido la primera mujer española en dar la vuelta al mundo en bicicleta y ha
dejado testimonio de ello en su libro Sola en bici. Soñé en grande y toqué
el cielo. Se trata de un registro del recorrido de 30.000 kilómetros y
veintisiete países por los que circuló entre los años 2014 y 2017. Tras una
histerectomía, entre visitas y comidas, entre reposo y rehabilitación, pensó
que la vida le había dado otra oportunidad y se dedicó a idear el viaje.
Abandonó sus trabajos como reportera y su dedicación al diseño 3D para escapar
a eso que ella llamaba “la ausencia de espontaneidad”. Halló en el viaje la
paradoja que ya figura en las leyendas y el acerbo popular como propia de los
frailes franciscanos: el confort de la incomodidad. Toda tu vida cabe en unas
alforjas, en una mochila escolar. Su testimonio refleja la intención del
viajero sano, que es la ir haciendo amigos a medida que se aprende a viajar, la
de ver en la gente los buenos atributos, la de encontrarse con personas que
ejercen un papel semejante al de los ayudantes del héroe en los cuentos de
hadas. Se enamora, si rubor, de la generosidad. Y es entonces, y bajo esas
premisas, cuando deja de existir la maldición del dios Cronos, del tiempo, esa
materia deleznable.
A lo largo
de los treinta y siete meses de viaje, apenas tuvo malos encuentros.
Sobrevivió, eso sí, a un intento de violación en Malasia, y reconoce que no
resultó agradable que la robaran en El Salvador, aunque daba por supuesto que
algo así terminaría por suceder. Cristina sostiene que el mundo es un lugar
mucho más seguro de lo que nos hacen entender. Y eso a pesar de la locura que
supone circular por carreteras de la India, por ejemplo, donde los vehículos
circulan en puro Free Style. Pero mereció, y mucho, la pena ser un
extraterrestre en Tanzania, donde algunos niños se echaban a llorar viéndola
dar pedales. Y, como ella reconoce, ver el lago Malawi, el desierto de Wahiba y
la Patagonia chilena, casi todo el recorrido por la India y México, países
donde el horizonte cambia constantemente, y también el salar de Uyuni, que
puede ser el paisaje más espectacular del planeta Tierra.
El monociclo
y la bicicleta representan el movimiento silencioso, en un grado semejante al
de caminar. Pero un día a alguien, apresado en la materia deleznable del
tiempo, se le ocurrió encajar un motor a una bicicleta. El recorrido sería más
cómodo y, con el tiempo, se transformaría, hasta alcanzar un incierto grado de
locura. Hoy a muchos de los que se suben a una moto solo les interesa una cosa:
la moto. Es decir, el repugnante olor a gasolina, el rugido amenazador de un
motor agresivo, la contaminación y un riesgo sin belleza, como es el de la
velocidad sobre el asfalto, una proeza perfectamente pueril y dañina. Atrás han
quedado los tiempos en que las motos significaban libertad, aunque aún se puede
encontrar una minúscula tribu de resistentes entre los motoristas. Ha llovido
mucha agua en muchos inviernos desde que residiera entre nosotros el espíritu
de la película Easy Rider, de Dennis Hopper, estrenada en 1969, o de los
cuatro años que tardó Ted Simon, entre 1973 y 1977, en dar la vuelta al mundo
sobre una Triumph Tyger de 500 cc., y que se recogen en un libro legendario: Los
viajes de Júpiter. El viaje al interior, al centro del espíritu, que suponía
una experiencia en solitario de este calado, podía catalogarse como un
atrevimiento humilde. Simon sumó 126.000 kilómetros y atravesó cuarenta y cinco
países. Pero no fue la primera persona que se planteó dar la vuelta al planeta
en moto. Anne-France Dautheville (París, 1943) se había perdido por carreteras
en formación, por lugares que estábamos aprendiendo a nombrar, un año antes de
que Ted Simon comenzara su periplo, durante el rally Orion, entre Francia e
Irán, en el que desapareció tres meses, en los lugares que se extienden entre
Turquía y Palkistán, por un continente que luego representaría para ella el
sueño de Ítaca: Asia.
Un año más
tarde, emprendería su vuelta al mundo en un vehículo con siete veces menos
potencia que aquél que le llevó hasta la perdición de las ilusiones. Abandonó
definitivamente su trabajo en una empresa de publicidad, que representa, mejor
que ninguna otra labor, otro tipo de perdición, en este caso de las malditas,
la que nos sujeta a la realidad económica, al podrido mundo financiero, a la
especulación y las ventas, al engaño comercial, a todo lo contrario de lo que
nos quiso transmitir Saint-Exupéry en El principito: lo esencial es lo
visible, eso de ver bien con el corazón no está contemplado, a no ser que
consideremos la pornografía sentimental como afecciones coronarias.
Sobre una
Kawasaki amarilla de 100 cc., Anne-France viajará por Canadá, Alaska, Japón, la
India, Pakistán, Afganistán, Irán, Turquía, Bulgaria, Yugoslavia, Hungría, Austria,
Alemania y Francia. Y todo esto ha partido desde el sueño de la felicidad, sí,
pero también de algo parecido al despecho, dado que tras regresar del rally Orion,
y su paso por el vacío asiático, se la acusó de haberse valido de otros medios
de transporte, además de extender ese tipo de rumores que brotan de la acción
de alguna de las proteínas tóxicas que llevamos a flor de pulmones, esa que empujó
a la gente a asegurar que era lesbiana, ninfómana y muy, muy burguesa. En lugar
de un desmayo o sufrir un ataque de ansiedad, Anne-France se prepara para
emprender su gran ruta. Y entonces comienza a escuchar otro tipo de voces:
«Los amigos
me dijeron que me iban a violar, que me iban a asesinar, que me venderían como
esclava o para formar parte de un harén; ¡estás loca!, decían. Entonces, cuando
partí, todo fue aún más loco porque nadie me dijo que en el momento en el que
saliese de Europa, la mujer que viaja sola se convierte en algo prácticamente
sagrado, que sería respetada, que todo el mundo querría ayudarme y protegerme.
Pero eso lo descubrí después. Ser mujer me abrió muchas puertas, todo el mundo
me recibía con los brazos abiertos porque, del hecho de viajar sola, se infería
que yo confiaba en la gente. Y entonces la gente confiaba en mí.»
Daba
la sensación de que no iba a encontrar a nadie dispuesto a frotarle las
costillas, culminando un abrazo con un poco de amor, ni siquiera al final del
baile.
Antigua
alumna de letras en la Sorbona, no se veía a sí misma regresando a la oficina.
El viaje curará los males como las olas borran los dibujos que hacemos en la playa.
Nuestras biografías no dejan de ser un libro de arena, algo que desaparecerá
barrido por el aire o por el agua.
Anne-France
escribió un buen puñado de libros de viajes y unas cuantas novelas, un montón
de reportajes para diferentes revistas y una obra maestra de la rebeldía que se
titula Y me llevó el viento. Allí describe su gran periplo, sus
incomodidades confortables, como la de dormir la mayor parte de las noches bajo
un toldillo sujeto a la moto y al suelo, sus fobias y sus filias. Destaca la
pasión por el aire libre, que se representa en su tránsito por Canadá, y esa
sensación, que bien pudiera ser una de las impresiones que diferencian al
viajero del turista, que destaca que la aventura no está en los países desarrollados,
en las sociedades con gran tecnología, en las culturas demasiado construidas
sobre la farsa del crecimiento económico, unos terrenos donde se impone algo
que, a falta de una palabra mejor, llamaremos infantilismo, la falta de
respeto, el derroche. Viajar es transformarse a medida que uno se deja vencer
por la gente y los lugares del Tercer Mundo, los sitios donde le ofrecen té y
asiento constantemente, hasta en los pasos de frontera. Esa sensación tiene un
fuerte contrapeso: por más que uno lo desee, por más que el tiempo pase, siempre
será un extranjero. El camuflaje es imposible cuando, como ella reconoce al
final del libro, existen diferentes razas. No se trata de racismo, sino de simples
tonos de color de piel, de diferentes lenguas, de hábitos, del paisaje que nos fabrica
y de la palabra de nuestros padres.
El
tema del viaje de Anne-France es el de la dificultad de encontrar un lugar
propio en el mundo. De ahí que se vea abocada a la itinerancia. Sin mapas, sin
guías Lonely Planet, sin televisión, Anne-France se ve obligada a
moverse con esa estrategia que ni siquiera pudo derruir el episodio de la torre
de Babel: preguntando. Tanto contacto la permite ejercer la psicosociología de
pie de calle, esa que nos enriquece, la que nos muestra a la gente como una
sorpresa continua. En el texto de Anne-France, lo que venían siendo tópicos se
transforman en leyendas, casi en mitos, a veces en maldiciones, pero la mayoría
en un recuerdo que te permitirá seguir respirando por otros motivos que no son
la mera necesidad animal de supervivencia. Anne-France va creciendo,
estudiándose un poco a sí misma, dándose cuenta de que la sensación de sentir
que uno está vivo es un sentimiento idéntico a la poesía. Escribe con humor,
sí, porque ese es su estilo, pero asistimos, al mismo tiempo, a una conquista
de la confianza en uno mismo, esa que crece a la par que el cariño por las
personas, esa que nos enseña cómo ir construyendo nuestra propia felicidad.
Anne-France hace amigos cada vez que detiene la moto: en un descampado, en un campin,
en una gasolinera, en medio del monte o porque se le ha estropeado el motor.
Tiene que montarlo y desmontarlo en Japón, en la India y algunas piezas en Afganistán,
el país que más adora, o en Canadá. No soporta a los ruidosos ni a los
arrogantes, por mucho que sean compañeros de impulso y viajen también en moto.
“Cada vez que uno
piensa en hacer cosas que se salen de lo común todos gritan ¡estás loco! El ser
humano y los cambios son dos conceptos que se llevan mal y se combinan fatal.
Entonces fue aún más loco porque nadie me contó que en el momento en el que
saliese de Europa una mujer que viaja sola se convierte en algo casi sagrado,
que sería respetado, a quien todo el mundo querría ayudar y se esforzarían por
proteger, y eso lo descubrí después. Ser mujer me abrió muchas puertas, todo el
mundo me recibía con los brazos abiertos porque al viajar sola entendían que yo
confiaba en la gente. Y así era.”
Aconseja a la
mujer que se ponga en marcha que tenga las cosas bien claras en su cabeza: “Observa
cómo se comportan las mujeres locales, no expongas lo que ellas esconden, pero
tampoco quieras copiarlas. Eres una mujer extranjera, simplemente muestra tu
respeto”. Y hasta aconseja comer la comida local, incluso en los bazares
asiáticos, donde las especias nos harán saltar lágrimas de sudor por los ojos. “No
pidas hospitalidad, la gente que te abrirá sus puertas suelen ser los más
pobres, compartirán contigo su techo y la poca comida que tengan porque sienten
que ese es su deber. Incluso aunque pienses que tú estás arruinada serás diez
veces más rica que ellos, y mientras que tú vives, ellos sobreviven como pueden”,
termina por sugerir.
Si se le pide una
relación de lo que le resulta imposible borrar de la memoria, comienza una
relación, que genera sincera y cochina envidia, que bien podría cambiar en cada
minuto, en cada contraste: el sol desvaneciéndose en el valle Bamyan mientras lo
contempla sentada sobre la cabeza del gran Buda, esos que ya desaparecieron en
marzo de 2001 bajo los disparos de un mortero talibán; los pájaros coordinados levantando
el vuelo en bulliciosos grupos, desde las copas de los árboles australianos; el
sonido de un arpa en la Plaza de Armas de Cuzco, frente a la fachada de la
catedral; la aurora boreal canadiense, mientras se bañaba en un lago termal de
Yukón.
Fuma Gauloises
azules que comparte con “tipos enormes, como armarios roperos, morenos y
tocados con un turbante”, capaces de dejar escapar la caravana que deberían
seguir con tal de pasar un rato con ella, gente que acepta a la parisina
solitaria con una actitud que ella misma califica como “récord de humanidad en
todas las categorías”.
“He traspasado
todas las puertas, me he reído con desconocidos, he disfrutado de dudosos
manjares, he sido feliz. Pero no he entendido nada”. Esa confesión pertenece al
mundo de la lucidez. Antes de partir creía saber en qué consistía el mundo: “Una
niña buena protestante, disciplinada, virtuosa, modesta, obediente y
principalmente persuadida de la infinita inferioridad de otros pueblos, sobre
todo de aquellos cuya piel es morena u oscura. Resumiendo, los negros son prácticamente
antropófagos, los árabes traidores, los norteamericanos niños grandes, ¡los
portugueses son gueses y los españoles ñoles! Esto no funciona
así.”
Luego pasó a ser, en un aspecto social, esa mujer en
moto, esa persona extraña allá por donde circulara, ese ser que es en la ciudad
un monstruo sexual y en el campo un error de la naturaleza. Poco a poco, entre
línea y línea de relato, esta mujer, -que contiene una extraña belleza exótica
en las fotografías en la que la vemos circulando por Asia, como si a través de
ella nos llegara una dulzura latente, de esa clase de bienestar que hemos
estado esperando siempre encontrar casi sin darnos cuenta, más como una
intuición que como una certeza-, va expresando su proyecto vital: desde el
lamento de un “ya no soñamos, somos cabales (…). En mi calle, los niños ya no
juegan a las canicas en la acera”, hasta la convicción espiritual más universal,
la que se significa en la sencillez de frases como ésta: “El rumor de los
árboles, del agua que corre; todo es demasiado hermoso para que yo vaya a
encerrarme dentro de una casa”. Y todo para aterrizar en un aforismo que bien podría
ser nuestra más querida frase de cabecera, nuestro deseo posible de cumplir,
nuestra poesía, nuestra verdad:
“A lo largo de
los años puse mi vida en orden, es decir, transformé violencia en fuerza.”