martes, 22 de junio de 2021

LOS ÚLTIMOS PIANOS DE SIBERIA

 

Los últimos pianos de Siberia

Sophy Roberts

Traducción de Ramón Buenaventura

Seix Barral

Barcelona, 2021

445 páginas

 


No se construye una leyenda sobre el vacío. Sophy Roberts se entusiasmó con la leyenda de Siberia y salió en su búsqueda, durante dos años, mientras se entregaba a otra pasión, la de la intriga musical. De ahí surge este volumen, Los últimos pianos de Siberia, que es uno de los libros de viajes que se pueden leer con más encanto, entendiendo por encanto un atributo que pertenece al mundo de la proyección del lector sobre el texto, de los publicados en las últimas temporadas. Los últimos pianos de Siberia nos sorprende por múltiples motivos, como las varias capas de lectura que se integran con gran facilidad y mucho oficio: se nos habla de la historia de Rusia y la URSS, pero se nos habla de dicha historia tanto en lo referido a los movimientos políticos institucionales como a la afectación social; se habla sobre el amor a la música y a los músicos, y sobre el amor a unas profesiones, la del luthier o la del afinador de pianos, que contienen el tipo de dedicación artesanal que genera la mejor música, en sentido real y metafórico; se habla sobre la situación actual de la población, que se expresa a través de las historias personales que va narrando, pequeños relatos que son grandes crónicas; se habla sobre la necesidad de tener un motivo para viajar y sobre la dificultad de vivir o sobrevivir en un territorio hostil, que  genera un amor tan inhóspito como para provocarnos intriga, algo imprescindible a la hora de seguir un periplo de viajes narrado a través de un texto. Y se nos habla del tema que contiene a todo el libro, que es la necesidad de vivir las experiencias con intensidad. Ese es el tema del libro, la intensidad de la experiencia, que nos deja un extraño poso al terminarlo: seguramente no hubiéramos querido acompañar a la autora durante cada minuto del viaje, que es tan difícil que por momentos se vuelve imposible desplazarse unos pocos metros, pero de lo que no cabe duda es de que nos hubiera gustado haberlo terminado con ella para poder, a su vez, narrarlo también nosotros.

El libro comienza con leyendas, la de Siberia o la de los pianos que sale a perseguir por el territorio más extenso del planeta –“Estos instrumentos no solo cuentan la historia de la colonización de Siberia por los rusos, sino que también ilustran la capacidad de los seres humanos para soportar las más extraordinarias calamidades”-. Y es en boca de una de las personas con quien comparte el tiempo Sophy Roberts donde encontramos el ánimo para emprender la aventura: “el único modo de que ocurra algo interesante es intentar algo difícil”. En seguida se nos habla de la historia de la aristocracia en la época de los zares, que va compartiendo lugar con historias privadas, para las que la labor de la autora es mucho más gratificante, y mucho más compleja: surgen de las entrevistas, de los encuentros, de la memoria propia y no de la documentación y la memoria prestada. Hasta que llega la revolución y todo se transforma, pues serán estas vidas privadas las que se impongan, gracias a que quien comparte con ella el viaje, los que allí habitan, ejercen de Cicerones geográficos y humanos. Se va imponiendo la cercanía, la empatía, una forma de amor que es hacia toda la humanidad, no sólo hacia el amigo o el familiar, una madurez a la que llegan muy pocas personas. Los pasados que vamos conociendo, los de cada individuo, son terribles por las condiciones de vida y por los motivos que hicieron de Siberia una leyenda. Ahí están las referencias a Solzhenitsyn y, sobre todo, a Shalamov, el autor de esa obra maestra que es Relatos de Kolimá, y que sirven para ubicarnos en el sustrato que dará lugar a leyendas, en las que no son ajenas otras figuras, como Dersu Uzala o el Chéjov que viajo a la isla de Sajalín cuando ésta era una colonia penitenciaria.

Siberia es tierra de exilio y tierra de destierro. Esto da lugar a un constante pulso entre la libertar y la servidumbre, que mantiene un tenso duelo al que podemos asistir a lo largo de las páginas del libro. El duelo nos ayuda a sentir que no debemos abandonar el relato, pero no hay que suponer que se trata de una tensión dañina: Roberts nos habla con serenidad y sabe confiar en lo positivo que brotará de la experiencia. Nos lleva a lo extremo, sí, como a la gente que calla o la gente que intenta olvidar. Y, sin embargo, la esencia de su trabajo es recuperar memoria: cada instrumento que va encontrando contiene muchos vínculos, algunos simbólicos, como los ligados al viaje y a los lugares, y otros más humanos, como los que se refieren a unos propietarios que tienen mucha alma, o el “extraño nudo que uno a un país con su pasado”: “Yo había venido a Sajalín en busca del Becker de la señora E, o al menos de algo que me hablara de los tiempos de Chéjov, cuando la cultura rusa del piano se imponía en todo el imperio. En lugar de ello había encontrado amor y humanidad en la última casa del final de la última calle del callejón sin salida de Rusia, donde, en un momento dado de la historia, la muerte alcanzó sus medidas más tétricas”.

Si la literatura nos enfrenta a la dualidad de la memoria -echar de menos o aprender-, aunque no renuncia a la melancolía, Sophy Roberts opta por aprender, que es lo que nos ancla al presente y nos anima a la hora de enfrentar el día, a la hora de ventilar nuestros instintos y nuestros prejuicios.

Fuente: Revista de letras

miércoles, 16 de junio de 2021

LA PALABRA MÁGICA DE FRANÇÓIS TIDÉT

 

La palabra mágica de François Tidét

Fernando Llor

Ilustraciones de Manuel Gutiérrez

El Transbordador

Málaga, 2021

74 páginas

 


Si la magia tiene un tema, es un tema vinculado a la búsqueda de la felicidad. Ambos, magia y felicidad, son un misterio: la primera por el arte de esconder con encanto, la segunda por ser tan esquiva y tan deseada, tan inhallable. Se podría decir que si uno se propone escribir un relato sobre magia, estará hablando sobre el secreto de la felicidad. Y dado que se trata de un secreto, lo mejor sería no divulgarlo. No es sencillo definir felicidad, ni su secreto, pero sí podemos hablar sobre lo que nos priva de la felicidad, de los antónimos. El primero de ellos será la ambición, la codicia. Fernando Llor ha escrito un relato muy fresco en el que la felicidad está en batalla con la ambición, y como detonante de la batalla está la desilusión, el desengaño, la maldición social. En realidad, ¿qué importa que a uno le descubran el truco, cuando se trata de permitir a la fantasía regalarnos un poco de dicha, esa chispa de felicidad?

La magia, como el relato, propone un pacto de credibilidad con el lector, con el espectador. Si uno no está dispuesto a creer en ella, es mejor quedarse en casa escuchando la tertulia de turno en la radio. La manía de descubrir al mago como impostor se aleja de nuestros sueños infantiles, esos que tanto echamos de menos, esos en los que se reúnen los mares azules con islas de tesoro y la cabaña en el bosque. Este relato tiene bastante de nostalgia, hasta tal punto que el eje sobre el que gira es la búsqueda del Santo Grial de la magia, la palabra que nos hará todopoderosos. “Birnabará” es Abracadabra. Nuestro mago francés, un tipo de chistera y frac, descubre la palabra y con esa herramienta en la boca sólo piensa en recuperar el prestigio perdido. La apuesta será a destrucción o vanidad. Y su reto le llevará a descubrir para nosotros la magia que está esparcida por los rincones del planeta: el frío norte, Oriente Medio, África y Japón. Cuatro lugares a los que nos desplazamos más con la fantasía que con los pies. Como contrapunto del mago europeo clásico, a su ambición que puede ser locura, nos entrega dos personajes humildes y serenos: una paloma y un conejo, que son los ayudantes del protagonista de este cuento de hadas. La obsesión del protagonista contrasta con los consejos mudos de los dos animales que, entregados al amor por su amigo, por su compañero de espectáculo, saben que la felicidad no está en el reconocimiento.

Con estos elementos se construye un relato que nos recuerda a los cuentos juveniles, lo cual enfatiza esa idea de nostalgia que flota a lo largo de la lectura. Y que viene acompañada por unas ilustraciones en colores que nos remiten al pasado, en las que hasta el verde resulta un tono tostado, que conservan un extrañísimo misterio, el del silencio: incluso cuando se refleja una multitud es imposible hallar resquicio para la palabra. Y mucho menos cuando describen la soledad, que vuelve a ser la maldición del protagonista. Este silencio contrasta con la palabra definitiva, la que todo lo puede, ese “Birnabará” que ninguno de nosotros sabríamos qué hacer con él si cayera en nuestra garganta.

LA MUERTE DEL VAZIR-MUJTAR

 

La muerte del vazir-mujtar

Yuri Tyniánov

Traducción de Fernando Otero Macías

Automática

Madrid, 2021

683 páginas

 


Ministro plenipotenciario, una suerte de embajador, es como se podría traducir vazir-mujtar, el término ruso que da título a esta novela histórica, La muerte del vazir-mujtar, de Yuri Tyniánov (Rèzekne, 1894 – Moscú, 1943) en la que vuelve a caber una recreación completa del mundo. Se trata de una recreación de los últimos días de Aleksandr Griboiédov, quien negoció a principios del siglo XIX un tratado de paz con Persia y que será enviado de regreso a Persia, a pesar de sus reticencias, para asegurarse de su cumplimiento. La obra comienza en San Petersburgo, donde parece que va a asentarse Griboiédov, y nos expone, en los primeros capítulos, cómo era la sociedad rusa próxima a lo que equivale a la aristocracia, de la que el autor, más que el protagonista, parece renegar: un mundo basado en la farsa, con sus sombras vestidas de luces, que presume de tener el monopolio de la identidad nacional, pero cae en la caricatura, o caería de no ser tan trágicos sus errores. Esa caricatura, esa farsa, será lo que impida de un poeta como Griboiédov consiga encontrar allí su lugar en el mundo, tras haber desterrado la idea de que éste se encontrara en Asia. Nuestro protagonista hace cierto honor a lo previsible en el carácter de un diplomático poeta: es aburrido y es distante. Al menos así es como lo retrata Tyniánov –“Nadie sabía aburrirse como él”, comenta- y como lo ve el coro de personajes al que vamos siguiendo de manera encadenada. Las conversaciones son superficiales, o se antojan superficiales, y uno se pregunta hasta qué punto resultará posible entenderse con gente cuyo carácter no les permite expresar emociones. El tema de fondo, a lo largo de estas páginas, y que irá brotando en diversos lugares del libro, es si los intereses de la diplomacia son compatibles con el reconocimiento de la realidad.

Abunda la estupidez entre los cargos oficiales, si bien Tyniánov no se entretiene en comentarla, sino que la expone con el talento propio de un gran narrador, con la distancia precisa para que nosotros la completemos:

 

“Griboiédov se quitó la camisa, pesada por el sudor palaciego, igual que el uniforme.

“-Estás moreno, has ganado peso -dijo Faddéi con afecto y le acarició la mano amarillenta.”

 

Mientras nos enfrentamos a unas secuencias en las que aparecen, también, los tópicos y sus contrarios referidos a otros países, representados por otros diplomáticos, vamos escrutando que la salvación está en la visión poética, que es algo que tendremos pocas ocasiones de gozar. Pushkin será un emblema, una bandera, una representación certera de que puede combinarse poesía y política. Pero Pushkin, se les antoja a los personajes cuando muestran algo de cordura, pertenece a una esfera diferente a la del planeta donde ellos se mueven.

La novela nos sumerge en un mundo militarizado, con demasiadas charreteras, que se hace concreto en el momento en que el protagonista se pone en marcha y tiene que atravesar regiones conflictivas del continente. En su regreso a Persia, cruzará territorios humildes que han sido lugares de tránsito para culturas y ejércitos. Como los Balcanes en Europa, el Cáucaso, las actuales Georgia, Armenia y Azerbaiyán, con su población fatigada de guerras, ofrecen un contrapunto humano al sentido del honor de militares y políticos. Si anteriormente hemos habitado en un coro de voces sucesivas, ahora estamos inmersos en las voces de la gente. Pero Tyniánov no se expresa como un novelista del siglo XIX al uso, y fragmenta la narración. E incluso expone parte de ella con recursos que se irán incorporando a lo largo de la literatura contemporánea, desde el equivalente a un recorte de prensa hasta el diálogo que ocurre lateralmente. Rompe la linealidad que parecía iba a imponerse. Y todo para mostrarnos lo importante que es aprender cómo comportarse. Frente a las leyes que se antojan una frivolidad, al conocer la realidad o las realidades humanas, se expone todo un tratado acerca de los hábitos que debemos fomentar. De ahí que al Griboiédov le resultara tan complicado encontrar su lugar en el regreso, pues da la sensación de tratar de alguien capaz de aprender del contacto con los otros, con la gente junto a la que regresa. Aunque el viaje le produzca pereza y temor. En realidad, tampoco este termina de ser su lugar en el mundo. El de San Petersburgo no lo fue porque “había un abismo entre un tal Pushchin, a quien, de todos modos, conocía muy bien, y el sofá de colores en el que estaba sentado”. Pero ahora será eso que a nosotros nos llega como fragmentación y que en su espíritu se traduce como no saber dar consistencia, explicar, el mundo, lo que le impida reconocerse en él. Y luego está esa intuición de final, claro, que no es tan terrible por ser un final como por verse en la tesitura de afrontarlo en solitario.

Fuente: Revista de letras

miércoles, 9 de junio de 2021

EL OFICIO DE LA VENGANZA

 

El oficio de la venganza

L.M. Oliveira

Punto de vista

Madrid, 2021

231 páginas

 


No es seguro que el tema de Moby Dick sea la venganza. Pero no cabe duda de que esa herida en el alma del capitán Ahab condiciona la suerte de toda una tripulación en un mundo de suciedad entre aguas. De esa fuente bebe L.M. Oliveira (Ciudad de México, 1976) para cimentar esta novela, El oficio de la venganza, en la que a la ballena blanca la sustituye algo tan mundano como es el despecho por amor. El personaje central, nuestro narrador, se ve encerrado y asume una suerte de camino a Damasco, pues sabemos de él que fue agnóstico y terminó en un catolicismo que aspira a ser místico. Como cualquiera de nosotros en algún trance de la vida, se ha visto sobrepasado por un destino del que no somos dueños y el peso del malestar le supera. Hay que buscar las fuerzas en cualquier sitio, y uno de los lícitos, en este mudo creado a imagen y semejanza de los hombres, es Dios. Este encuentro obedece, se nos indica, a una obsesión constante por un sentimiento tan frecuente entre los hombres, que nos cuesta reconocer en él su esencia animal, eso que conocemos como cobardía.

Frente a la cobardía, la venganza. Esa es la propuesta que se hace a sí mismo el protagonista. La venganza, como en el caso del capitán Ahab, servirá para dar sentido a una vida. O al menos eso es lo que él cree. Pues en realidad, desde el puesto privilegiado en el que se encuentra el lector, nos damos cuenta de que se trata en buena medida de una excusa, lo cual nos ayudará a preguntarnos cuántas de nuestras reacciones, sobre todo las primarias, no las amparamos en excusas que cargamos de contenido para disfrazarlas de razones. En buena medida, asistimos a la gestación de un motivo para vivir como efecto rebote: frente a la tiranía del cobarde, el clavo ardiendo del ojo por ojo. En realidad, todos los personajes se moverán por ese tipo de instintos, caóticos y primarios.

Sabemos que el narrador fue un crítico literario entregado a desmenuzar obras con cierta saña. Y que cayó enamorado de una escritora con un proyecto literario tan pedante como su forma de expresarse. Durante la primera mitad de la novela, se entrelazan las vidas casi cotidianas de estos personajes, junto a la de algunos secundarios, que sirve para crear la trama de una infelicidad cotidiana. Al mismo tiempo, junto al referente de Moby Dick, o del capitán Ahab, se sigue al de Luis de Cáncer, un sacerdote que acompaño a Fray Bartolomé de las Casas en su periplo por la América en colonización, pero que, a diferencia de éste, decidió permanecer en el continente, donde consideró que se encontraba su lucha. Entre obsesiones vamos dibujando un panorama que reventará con motivo de una desaparición y el comienzo de una búsqueda.

Es entonces cuando la novela cambia de atmósfera. Una vez planificada la venganza, es decir, el deseo de venganza puesto en primera línea de intenciones, pasamos a un viaje. La estructura se convierte en lineal e itinerante. El protagonista emprende viaje a la búsqueda del supuesto malhechor, el tipo que le arrebató el amor, un excéntrico que comenzó formando parte de un grupo de artistas llamado “Los Divinos” y terminó dirigiendo una secta muy vehemente. El rastro que ha ido dejando le entrega a conocer seres extraordinarios, lo cual no quiere decir que superen lo vulgar, sino que se entregan a sus pasiones, como el perseguido, que se va transformando en un fantasma en el ánimo del narrador, se entrega a las estafas. Intervienen en las relaciones los juegos de seducción, que serán los que permitan apilar nueva información, hasta que se nos explique cómo llegó el protagonista a la situación en la que empieza la novela, desde la que está contado el relato: el secuestro y la retención en una celda improvisada, sin explicaciones, sin que nadie muestre intención de darle a conocer motivos. Esta será, a la hora de la verdad, la motivación que genere la acción y nuestra lectura: la necesidad que tenemos de hallar el porqué de las cosas. Y, tal vez, el verdadero tema central de una novela que está escrita con un estilo tan preciso como rico, tan acorde a la trama como al anhelo del personaje obsesivo y desnortado que nos habla.

martes, 8 de junio de 2021

LEICA FORMAT

 

Leica Format

Daša Drndić  

Traducción de Juan Cristóbal Díaz

Automática

Madrid, 2021

405 páginas

 


No siempre es fácil distinguir locura y disparate. Leica Format trabaja sobre la idea de locura desde distintos puntos de vista -la persona y la sociedad, la historia y el entorno, la cultura y la construcción psicológica-, pero se aparta de lo que tenga que ver con los desatinos por el método de acercarse a su frontera. Nos movemos en un territorio terrible, en los límites que separan y, a la vez, comulgan, el realismo y su deformación, que es un lugar que nos deja sin aliento: “Es la alegría de vivir provinciana y burguesa: relatada, mal recreada, una imitación de la vida durante mucho tiempo, más bien, un sucedáneo ostentoso, un vacío”.

La novela comienza introduciéndonos en unos seres algo contrahechos y en el exterminio, para pasar a continuación a una compleja definición de la ciudad y la estupidez, de manera que nos lleva, inevitablemente, a cuestionarnos qué es esto que llamamos civilización. Daša Drndić  (Zagreb, 1946 - Rijeka, 2018) nos traslada al lugar que mejor conoce, el corazón anónimo de Europa, para hablarnos de las partes de su ser, del de ese lugar geográfico y sus habitantes, pero también de la narradora que ella crea.

Se trata de una persona que observa y casi participa, que nos lleva a preguntarnos en qué grado pertenece a ese entorno, pues la novela es, en gran medida, una descomunal descripción. No se trata de una narración en el sentido habitual del término, con su trama y su desenlace, como comprobamos, por ejemplo, a través de las referencias literarias que la surcan: Thoma Bernhard, Ítalo Calvino y sus ciudades invisibles, El libro del desasosiego de Pessoa… ¿Es autorreferencial? Esa definición no importa. La narradora no cesa de explicarse, pero no tiene ningún problema en convertirse en un narrador múltiple, en hablar por la gente, como sucede cuando se entrega a describir la llegada de inmigrantes a Estados Unidos. Está siempre relacionando la derrota, en la que no encuentra nada romántico, porque es la gran derrota, la que es fruto de la guerra, de las guerras que han marcado el siglo XX, que no deja de ser lo que más concierne a la autora.

El texto aparenta ser desnortado y, sin embargo, consigue que esa sea la intención, que perder el norte se la estrategia para organizar una obra en la que vamos descubriendo, junto a la narradora, el mundo. Se trata de un tipo de descubrimiento solipsista, pero trascendente. De ahí que nos estemos cuestionando, durante la lectura, en qué medida esta construcción, la del mundo, la de la civilización, la de la sociedad y el individuo, es una farsa. En realidad, somos la decadencia de algo. ¿De qué? Ese algo está fragmentado y deberíamos deducirlo de cada detalle de lo inmediato. Pero la exploración es tan compleja, que ni siquiera cuatrocientas páginas de literatura de alto voltaje nos permiten otra cosa que colocar los signos de interrogación y empujarnos a meditar, si es que tras la lectura de la novela la marea que sentimos nos permite la meditación. Nos obliga, eso sí, a vivir inquietos y, en consecuencia, a intentar ser mejores.

 

 

jueves, 3 de junio de 2021

CONTRA LA ESPAÑA VACÍA

 

Contra la España vacía

Sergio del Molino

Alfaguara

Barcelona, 2021

278 páginas

 


Creamos una paradoja si afirmamos que un debate no existe y a continuación exponemos las razones que nos llevaron a tal conclusión. De no existir ese debate, no existirían los motivos que empujaron al razonamiento. Creamos una paradoja si suponemos que cierta etapa histórica no ha influido en la situación actual, pero nuestro análisis se cimenta en una historia que no puede obviar ninguna etapa. Ese recurso, la creación de paradojas, es una de las especialidades de Sergio del Molino (Madrid, 1979) en tanto que ensayista. Ahora recurre a ellas para reaccionar ante las reacciones que provocó su libro La España vacía. Recurre a las paradojas y recurre al ingenio, a un estilo depuradísimo y eficaz, y a esa erudición que abandona el avispero en que se puede convertir una cabeza para demostrar que un intelectual bien tallado sabe destilar cada dato que va entrando en la biblioteca de la memoria.

“Dónde vivir es una cuestión que lleva implícita cómo vivir”, explica, para aclarar que ambas preguntas articulan el libro “que se interroga por el país que habitamos, por el campo y la urbe, y por la ciudad de provincias como expresión media de la polis ideal”.  “Cuando todo se reduce a una elección libre, no cabe discusión”, señala, porque las respuestas que se nos han ido entregando, que corresponden, a su juicio, a un liberalismo bisoño y radical, son simples y hacen perder su sentido hasta a los movimientos sociales. Pero, ¿quién es la persona que así opina? Sergio del Molino comienza por exponerse, por dar salida a una confesión de carácter social y político, la de un demócrata liberal, que nos ubicará a la hora de interpretar el texto que vendrá a continuación, y nos ayudará a encuadrarlo como sensato y no como polémico –“una democracia liberal es tanto más fuerte cuanto más débil es su política. O, mejor dicho, su fortaleza es mayor en la medida en que la discusión política no desplaza a las demás discusiones”-. Del Molino ejecuta con tono afable y humorístico las presentaciones, riéndose de uno mismo, sin caer en la versión de la vanagloria que se esconde muchas veces tras ese tipo de burla. Da por bueno el invento del Estado moderno, que explicará cómo surge y sus más importantes trazas (o virtudes): “Un militante comunista tiene una noción muy clara del mundo en el que le gustaría vivir, como la tiene un liberal o un conservador. En una democracia, todos rebajan sus expectativas para adaptarlas a los límites de la polis (…). La oposición se lo pondrá difícil e intentará abortar sus proyectos, y tanto unos como otros fracasarán, porque el fracaso continuo es el triunfo de la democracia”, sostiene, haciéndose fuerte en la aporía.

En ese sentido, durante la lectura uno no cesa de preguntarse cómo encuadrar a Sergio del Molino en la línea de los pensadores. No queriendo ser un reduccionista, el lector recuerda la taxonomía básica que ideó Umberto Eco: apocalípticos e integrados. Del Molino nos va pareciendo un integrado, porque no exhibe melancolía ni expone rabia, porque confía en que estamos en un buen sendero y al menos no se han abandonado todas las trazas de humanidad que funcionan como lastre a la hora de ralentizar el progreso fracasado, y como oxígeno a la hora de poner en marcha proyectos en los que involucrarse. En realidad, lo que cimenta en este libro son los principios para un discurso que de pie a una dialéctica en la que entendernos, y eso es bastante revolucionario:

“Para Diamond, el paso de la sociedad de cazadores-recolectores a la sociedad sedentaria, compleja y organizada en Estados supone el tránsito de la igualdad a la cleptocracia. Todas las civilizaciones se basan en la usurpación, el dominio de una élite sobre un pueblo explotado, de tal modo que nunca ha habido diferencia alguna entre democracias y tiranías. Si acaso, la distinción es de grado, no de concepto”.

El afán por el tono de conversación, y este libro, más que nunca, da pie a una conversación entre el lector y el autor, se muestra en cómo va definiendo y nos incita a cuestionar leyendas que se imponen en el acerbo social contemporáneo, desde la definición de populismo (que sacará de este ámbito a muchos de los que descalificamos con este término) a la de nacionalismo, desde los hijos de Walden y Thoreau hasta el orgullo de una España inundada por términos como Apple, Champions League o Ikea. Uno se atreve a calificar este ensayo como realista. Al mismo tiempo, y sin que desmerezca a todo lo que podemos disfrutar de él, a su originalidad, a su atrevimiento, no podemos evitar recordar, cada vez que recobra un tono de elogio a la civilización, aquello que sostenía W.H. Auden, un asunto que no está en las intenciones del autor abordar aquí, pero sí en las del lector tenerlo en cuenta durante cada minuto de vida: ninguna cultura es mejor que sus bosques.