“Hacer alma”, decía Jung, “es nuestra única forma de
salvarnos”.
No pasa de ser una intuición, y por lo tanto una suerte de nebulosa,
esa idea de que existe un amor más allá de la muerte, esa intuición que sugiere
que uno no termina de desaparecer en tanto sobreviva el recuerdo del amor que
uno ha dado y que le han dado. Se trata de la forma más sencilla, más
universal, más asequible, más mundana, la mejor a ciencia cierta, de hacer
alma. La idea está en el mejor soneto de Quevedo, ese que termina rezando:
“serán ceniza, mas tendrán sentido, / polvo serán, mas polvo enamorado”. Y
también en la fiesta de los muertos que con tanta envidia vemos celebrar a los
mexicanos. Para quien la desconozca y no pueda viajar al país para celebrarla,
les recuerdo el reflejo de la misma que atraviesa la película de Pixar ‘Coco’.
Hacer alma es, por tanto, una forma de traer las sentencias
de la ilusión al polvo de la Tierra. El amor, que no existe, dice también Jung,
que es una abstracción, dice Jung, pero que, sin embargo, existe el hecho de
amar y ser amado, sigue diciendo Jung, el amor no puede desaparecer solo por el
estúpido hecho de que uno se muera. No hemos conseguido resolver la duda que
nos genera no saber a dónde se va el amor. Pero sabemos, o para ser exactos,
queremos saber, que va a alguna parte, que no puede transformarse en nada.
Recuerdo que NADA proviene de la expresión latina nulla res nata, cuya traducción literal es ‘ninguna cosa nacida’.
Morimos y lo que queda para uno es lo mismo que había antes de nacer: nada.
Pero para los demás sobrevive una llamada, la sensación, que no sé si llamar
esperanza, de que en algún lugar alguien les acogerá cuando dejemos de ser la
materia de la que estamos hechos.
El poeta francés Christian Bobin lo expresa en los
siguientes términos:
"Estoy más lejos en el tiempo, pero
sigo en el mismo camino. Cada mañana arroja a mis pies los despojos de los
perros de la muerte. ¿Cuántas estaciones aún para que el combate siga siéndome
favorable? Pienso en esa única vez en que el defensor de mis colores morderá el
polvo, cuando se pongan en marcha las bases inmateriales de la carne y tenga
que afrontar al jinete negro: mi único recurso, entonces, será lanzarle a los
ojos ese puñado de amor apasionado que siempre encerraron mis manos. Esa mirada
lenta al niño, al cielo, al vacío."
La intuición, la nebulosa que nos recorre y que puede ser
muy acertada, me habla de una última etapa del amor: ese que uno siente hacia
el desconocido o, incluso, hacia la multitud desconocida. Ese que azota cuando
vemos al pequeño Aylán yaciendo en la playa griega, ese que maldicen algunos
críticos cinematográficos cuando atacan a una película como ‘Cafarnaún’. Solo puede atreverse a
calificar este relato de pornografía emocional quien no haya paseado por una
Villa Miseria, quien no haya conocido los mercados del corazón de África, quien
no se perdiera en los barrios de Bombay: lo que cuenta la película no es un
truco cinematográfico, es una de las realidades, una de las peores, pero no es
inexistente. Es uno de esos relatos que habrían hecho trizas el corazón de
Svletana Aleksiévich, de Carmen de Burgos, De Helen Garner, de Rebecca West, de
Joan Didion. Uno de esos relatos universales, sin tiempo, que es tanto como
decir que pertenece a todos los tiempos, a todas las tristezas.
De alguna manera, nacer y crecer lejos de los centros donde
se generan lo que en francés se llama “ideas recibidas”, los lugares comunes, ideas
recibidas incluso en el panorama de la supuesta lucha contra la injusticia,
permite el desarrollo de un pensamiento más creativo y, no sé si es un
atrevimiento decirlo, más libre. Si nos atenemos a argumentos históricos, el
hecho de ser mujer ya ha situado a buena parte de la mitad de los seres humanos
en esa periferia desde la que verter pensamientos más creativos en la lucha
contra la injusticia. Hay que advertir, en estos tiempos en que llueven ladrillos
de canto, que dichos centros de poder tienen cada día menos luz, están más
dispersos y se van apegando más y más a las pasiones como forma de manipulación.
La reciente película ‘Brexit: the Uncivil
War’ lo expone de manera contundente. Recordemos: una especie de sociópata
muy astuto se hace cargo de una campaña en la que solo termina por importar una
palabra: Back: Take Back Control,
recuperemos el control, como si alguna vez hubiera estado en nuestro poder, en
la capacidad de decidir de la gente.
Pero sin rendirnos, confiamos en esta periferia desprovista
de inercias, de lógicas impuestas por el neoliberalismo y eso que llamamos
sistema, y de las aspiraciones de lo dominante. Se trata de nadar contra el
destino sabiendo que es una guerra perdida, pues este, ya lo hemos aprendido,
no es otra cosa que la victoria de los poderosos, de quienes tienen el control,
de quienes nos envían las ideas que recibimos. Los que nos dedicamos a la
literatura sabemos que las aportaciones de los intrusos, de estas intrusas que
nos reúnen, son tan mal avenidas como el aire libre lo era entre los
protagonistas de ‘El imperio de los
sentidos’, ese retrato de la locura en el que el sexo sustituye a la
compañía, esa pareja que no pretendía sino olerse mal para excitar a su amado,
que era también un contrincante.
No es frecuente hallarse frente a alguien no domesticado.
Nos creemos libres, creemos estar haciendo alma, y nos limitamos a seguir unos
rituales. La osadía es un atributo en declive, entre otras razones porque los
centros de poder lo han colocado junto a la ignorancia, y descalifican sin
piedad a la ignorancia. La sorpresa surge con lo insólito, y lo insólito es
hermano de la ignorancia. Ahí está, por ejemplo, la virtud de reconocer la
increíble capacidad de no entender nada, y por tanto discurrir desde una forma
que no habíamos previsto, que no se podía imaginar, o que al menos no la
veíamos venir quienes asentamos nuestro culo y nuestra cabeza en ideas
recibidas. Sean bienvenidas las personas no adiestradas, la gente de
pensamiento que, a falta de otra palabra, uno llama contraintuitivo, de
pensamiento contra la experiencia o lo que creemos que dicta la experiencia,
ese soliloquio de un solo compás, de un único sonido, de una única verdad o de
una única mentira, capaz de hacer que ambas, verdad y mentira, sean la misma
cosa. La rebelión, aunque no sea intencionada, sigue siendo fundamental en el
avance del relato.
He mencionado la película ‘Cafarnaún’, siamesa de los libros de Svletana Alekxiévich o los
diarios de vagabunda de Hayashi Fumiko, donde expresa lo que no pudo decir
siendo testigo de la violación de Nanking. Hablo de la película ‘Brexit’ y recuerdo algunos artículos de
Joan Didion y de Janet Malcolm contra el imperio de los rituales, contra el
Derecho mutilado o torcido, contra los lugares comunes. Menciono ‘Coco’ y se me pasan por la cabeza las
emociones de los cuadros rústicos y tiernos de Edna O’Brien y, por supuesto, la
poesía de Marina Tsvetaieva, que posee una ingenuidad a prueba de la Revolución
de octubre de 1917, como se comprueba en sus diarios y su correspondencia. Helen
Garner traduce la injusticia a un grado en el que nosotros nos implicamos
emocional e intelectualmente; Rebecca West sorprende por el análisis
contraintuitivo de un territorio fragmentado en el que se cultivó buena parte
del guiso que es Europa; Carmen de Burgos, Annemarie Scwarzenbach o Sofía
Casanova hicieron de su biografía una obra maestra de la literatura y del
pensamiento no domesticado… escritoras todas ellas en la periferia, en lo
insólito, en la osadía. Gente con la increíble capacidad de reconocer que no
están entendiendo nada.
Durante la lectura de su obra, uno se da cuenta de que
poseen una gran virtud: cuidar la rebelión, sí, pero sin añadir demasiada
presión moral a quienes, como a ellas, ya les muerden los tobillos otras
presiones: económicas, laborales y de civilización. Porque saben que si a los
que no eligen el destino se les presiona demasiado a “ser morales” y alguien
con autoridad pública los liberara de golpe de esa carga de trabajo, la culpa
reprimida y el consecuente alivio psicológico se pueden transformar en
agresividad social o sociopolítica: en racismo, en machismo, en xenofobia, en
ultranacionalismo. En cualquier soporte falsamente ideológico que sustituya al
humanismo.
La pregunta que me hago ahora es, en consecuencia, ¿qué
diablos es el humanismo? La respuesta es la afirmación de Jung: hacer alma, la
única forma de salvación. En la película ‘A
Private War’, el biopic sobre la
reportera de guerra Marie Colvin, el director del periódico para el que ella
trabaja, le ruega que no abandone su labor como periodista que da testimonio
del fracaso de la humanidad, una tarea que creará alma, pero a costa de que la
suya le duela horrores. El argumento del director del periódico es
incontestable: “Si tú pierdes la convicción, ¿qué nos queda a los demás?”.
Nos queda la cobardía, que en este caso es lo genuinamente
nuestro, una de las pocas cosas que poseemos si nos dejan desnudos. Por eso
necesitamos de estas voces, de este amor que entregan a los desconocidos, que
somos, ahora, nosotros; ese amor que sobrevive a la muerte, el recuerdo de lo
que uno ha dado y le han dado. Ese amor que contiene rabia, sí, porque cuando
nos fallaron todas las demás tablas de náufrago, nos queda la rabia para
mantenernos a flote. La rabia que empujaba a Marie Colvin a vivir para nosotros
lo que nosotros no nos atrevíamos a vivir. Recuerdo, por último, que en la
película Marie Colvin muestra en más de una ocasión quién es su escritora de
cabecera: Martha Gellhorn. Y confieso, no sin pudor, que aprendí a escribir
perfiles de las lecturas de Leila Guerriero.
Me gustaría, para terminar, decir que ojalá este libro
sirviera para que los demás caigan en el insólito y osado pecado de leer a
nuestras hijas de Eva.