Saint Jack
Paul
Theroux
Traducción
de Manuel Sáenz de Heredia
Navona
Barcelona,
2019
336
páginas
¿Cómo
se puede ser un colono si no se tiene ánimo de colonizar? El hecho de residir
en un país extranjero de forma voluntaria, un país al que se ha aterrizado
desde Estados Unidos, ya le transforma a uno en un ser neocolonial. No importa
el motivo por el que decidió vivir allí: negocios, turismo (sobre todo
turismo), amor o mero vagabundeo. La marca de la gran potencia mundial justifica
la mirada de los otros, los habitantes originales o de quienes alcanzan ese
remoto lugar por uno u otro motivo. No digamos, a mayores, si esa razón es la
de una guerra como la de Vietnam. Los soldados, aturdidos del ruido de la
metralla, de los disparos desde lugares desconocidos, de su propio fuego de
napalm, del resultado del gas naranja que fabricaba Monsanto, disfrutarán de
tres o cuatro días de descanso en Singapur, la única ciudad desarrollada, en
condiciones occidentales, es decir, coloniales, de todo el sudeste asiático. Al
menos en aquella fecha.
Allí
es donde se ha instalado Jack, el protagonista de esta novela, que Paul Theroux
(Massachussets, 1941) escribe gracias a su inmensa capacidad de observación. El
lector ya ha podido disfrutar de ella en sus libros de viajes, algunos de los
mejores de la historia, y en esa obra maestra que se titula La costa de los mosquitos, una novela
que debería convertirse en un clásico. Aquí despliega todo un paisaje humano en
el que de los contactos brotan roces, tensiones, chispas, mordiscos,
carcajadas. La vida de los asiáticos y la de los extranjeros parece estar
separada por una capa impermeable. Pero Jack, alguien cuyo objetivo en la vida
es ser buena persona, tiene que tratar con gente de variado pelaje. Al fin y al
cabo, su entrega, el método por el que gana dinero, es el comercio entre
cuerpos. Se encarga de poner en contacto a los que aterrizan o desembarcan con
un grupo de chicas del lugar para que disfruten del sexo. La novela va
desgranando la idea de que ser está en relación con suceder. Uno es el fruto de
sus actos, algo que no parece incomodar a quien ve su mundo desde el punto de
vista de un comerciante, aunque sea un comerciante de sexo.
Pero
sí hay algo que le mantiene alerta: la crisis de la mediana edad. La novela
comienza cuando Jack está a punto de cumplir cuarenta años y transcurre a lo
largo de una década, un tiempo que parece congelado. Como cualquiera de
nosotros, Jack conserva la esencia de la vida en instantáneas del pasado. De
hecho, la sensación que transmite es que se trata de alguien que huye o se
esconde, si es que en una narración son cosas diferentes. ¿De qué o de quién?
La obra, abierta, admite hipótesis. Por utilizar un lugar común, diremos que
tiene miedo a morir, tal vez a vivir y al último acto de la vida, de ahí que
esté obsesionado con sentirse vivo, de ahí su fragilidad interior, las
flexiones y extensiones de algo que, a falta de una palabra mejor, llamaremos alma.
Como
el propio Theroux, Jack observa a la humanidad, la diversifica un tanto en
función del género, y considera que todo el mundo está a la espera. Así nos
pasamos las décadas, esperando como si pretendiéramos no ser otra cosa que
espectadores de la parusía, el instante de liberación final que vaticinan
tantas religiones. Y durante ese tiempo, convive con los soldados americanos que
batallan en Vietnam, sufre un secuestro por parte de una mafia china y sale a
comprobar si es cierto que el mundo se lo come a uno, porque Jack no pretende
comerse al mundo. Y si uno no ataca, la vida te dará un buen revolcón. Pero
Jack sí va consiguiendo algo a medida que avanzan las páginas: elimina los
falsos pudores que los colonos y los neocolonos propagamos bajo el estandarte de
la civilización.
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