El verano en que mi madre
tuvo los ojos verdes
Tatiana
Tìbuleac
Traducción
de Marian Ochoa de Eribe
Impedimenta
Madrid,
2019
250
páginas
“Incluso
así, de todos los recuerdos-preciosos que me llevo invariablemente conmigo a la
espera de un buen día -después de escapar de este borrador de vida que llevo
ahora- se conviertan de nuevo en realidad, solo uno es el corazón. Solo uno
tiene el poder de disolver lo negro, el moho y la desesperación.
“El
girasol.”
Pero
su madre, la madre del narrador, le llevó a un campo de girasoles para anunciarle
que un cáncer estaba devorándola por dentro. Cuando el narrador está a punto de
confesar que le puede salvar la poesía, resulta que ésta también pertenece al
mundo en defunción, a un mundo que va, poco a poco, perdiendo colores, formas,
alegría. Si es que alguna vez la tuvo. Pues los colores son propios de una
infancia que al narrador se le ha negado. No pudo ser niño por culpa de una
muerte, la de su hermana; no podrá ser adolescente por culpa de otra muerte, la
de su madre, los momentos en los que se centra la novela. Y, dado que la obra
se narra desde el futuro, no podrá ser adulto a causa de otra muerte que navega
por los bajos fondos de una novela triste, en lucha contra el nihilismo que, al
parecer, sería la tabla de salvación, porque ninguna otra, ninguna emocional,
le ha sido facilitada. Ni siquiera el perdón, que intenta ser el tema de la
obra.
La
novela entra dentro de un círculo existencialista, aunque con voz propia. La
obsesión por la madre, por una suerte de psicoanálisis sobre la figura de la
madre, nos recuerda, aunque sea en la distancia, a El extranjero. La estructura en capítulos cortos, algunos de una
sola línea y referidos a los ojos de la madre de la familia Bundren que va a
ser enterrada por su marido y sus hijos en Mientras
agonizo. Un cierto autodesprecio, que se combate con una forma de narrar
tan visceral como contundente, nos remite a lo mejor de Agota Kristoff, y
también a una actualización del narrador de La
náusea. Como en cualquiera de las obras antes mencionadas, en esta se abren
muchas preguntas, se establece una relación de amor y odio con la poesía de la
derrota. La novela nos refiere, como en el teatro clásico, la injusticia de
haber nacido y la pregunta sobre a qué se debe esta falta de justicia.
La
búsqueda de la posibilidad de amar, ese resquicio que le salve, entre tanto
desamor, apenas consigue que se vayan apartando las nubes, que son el tema real
de la novela. Pero no lo suficiente como para que regrese el sol. El tiempo
apenas sirve para mitigar rencores y el psicoanálisis que practica el narrador,
poniendo en negro sobre blanco la historia de la relación con su madre y con
las ausencias, la imposibilidad incluso de haber pasado por una etapa edípica,
ni siquiera le reconcilia con el relato. De ahí que la novela posea tanta
potencia como las de Kristoff, Faulkner, Camus. Hay que tener en cuenta que ese
anhelo por regresar al útero materno y nacer de nuevo, en condiciones,
realizado, bien hecho, produce un efecto rebote que el narrador lanza, en forma
de furia, contra el mundo. Cuando alguien maldice haber tenido una infancia, se
provoca un extrañamiento que no se resuelve sin fango: “Se rio largo rato, con ternura,
como yo descubriría años después que se ríen las madres con los chistes estúpidos
de sus hijos inútiles, pero amados”.
Inmigrante
polaco, el narrador no puede apartarse de los cruces con la muerte o la
desaparición. También con el deseo de desaparición de un energúmeno, que es la
figura paterna, la supuesta referencia de la que se intenta desprender como uno
se desprendería de la brea pegada al cráneo. Con todos estos ingredientes, y
alguno más, Tatiana Tìbuleac (Moldavia, 1978) nos consigue confundir: este
sería un libro imponente si se tratara de literatura testimonial. Pero, ¿qué
más da si es invención o pasado?, se trata de una obra creíble, real. Se trata
de una autora que escribe con el lápiz de la sinceridad.
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