La ciudad perdida del Dios
Mono
Douglas
Preston
Traducción
de Hugo López Araiza Bravo
Literatura
Random House
Barcelona,
2018
385
páginas
Que
en el siglo XXI quede un rincón sin explorar no es ya un hallazgo, sino una
osadía. ¿Cómo es posible que un rincón del planeta se haya escapado a Google
Maps? Y, sin embargo, existen rutas por las que el hombre de hoy, remitiéndonos
a ese concepto con un inevitable prejuicio colonial, no ha pisado. Sin embargo,
es posible que sin haberlos pisado los haya conocido hasta en tres dimensiones
gracias a las técnicas actuales de cartografía: son lugares que se hayan en el
centro de Sáhara o de la Antártida. Lo que sería más complicado de entender es
que se nos haya escapado, a la ambición del colono y a la de la economía, un
territorio en un pequeño país como es Honduras. Pensábamos que en esas regiones
no quedaba nada sin detallar, nada más grande, al menos, que una cancha de
tenis. Las leyendas, por tanto, ya habían sufrido una de las dos maldiciones
posibles: la verificación o el olvido. Desde este segundo pozo se rescata la
que atañe a una Ciudad del Dios Mono, una gran ciudad de una civilización que
no era maya, que fue autónoma y que debió fallecer como fallecieron las que
describe Jared Diamond en su libro Colapso,
por exceso de éxito o por exceso de fracaso.
Douglas
Preston (Massachusets, 1956) se embarca en una expedición liderada por un
antropólogo convencido de la veracidad de la leyenda. Pero no será el primero. Los
capítulos iniciales del libro están dedicados a los pioneros en esa empresa. O
a los supuestos pioneros, pues Preston nos narra las vidas de algunos
pendencieros, de gente que se aprovechó del dinero que les llovió para sufragar
una expedición y dedicarse a una vida ajena a la ciencia, ajena a la aventura,
o al menos a la aventura programada. También nos habla de la historia de
Honduras, o de esa región de Honduras, Mosquitia, aunque aquí apenas cabe
mencionar hipótesis, hipótesis que Preston convierte en narración. Esta
estrategia estructural de Preston nos permite avanzar con facilidad en una
lectura lineal, evitando tener que hacer referencias, cambios temporales,
cuando comience la narración de su viaje. Nos habla de personas con obsesiones,
pero sin esquinas. Sus propósitos obedecen a un intento de hacer el mundo más
grande o de terminar de explicarlo, al tiempo que a recordarnos la necesidad de
los relatos, la misma que hemos tenido desde que el mono se bajó del árbol y
articuló la primera palabra.
Desde
que aterrizan en la región, Preston y sus compañeros se dan cuenta de que han
llegado a un territorio inhumano. La selva y los habitantes de la selva harán
de cualquier movimiento, e incluso de la inmovilidad, una exhibición en la que
clavar los dientes. La aventura estará en poder salir adelante en un entorno
hostil: tener que fregarse en desinfectante dos veces al día o revisar cada
pisada para no alertar a las serpientes, unido al hecho de la dificultad para
orientarse, marcarán la pauta de una investigación que, por otra parte, cuenta
con tecnología de última generación para verificar las posibilidades de
encontrar ruinas, de descubrir una civilización desaparecida. La supervivencia de
los protagonistas toma tanta relevancia como el éxito antropológico,
entomológico o botánico. Preston no cesa de preguntarse por la suerte de
colonos que son ellos, y por la incertidumbre de la condena que dejarán a su
paso: el saqueo y el turismo.
Pero
todo ello se trasladará al fondo del armario cuando descubre que padece
leishmaniasis, una enfermedad horrible, en la que se combinan parásitos y virus
devorando lo que esconde la piel. El relato pasará a tratar sobre la estupidez
de los servicios médicos occidentales, incapaces de diagnosticar la enfermedad
en él y en varios de los compañeros de expedición, y casi inhábiles para dar
con el mejor tratamiento. No deja de ser una advertencia, no por conocida menos
válida, sobre la venganza de la naturaleza: podemos dominar la que vemos, pero
no la microscópica. Cuanto más minúsculo es el animal, más peligroso resulta.
Nos recuerda así el riesgo de la arrogancia, en este libro escrito con los
mismos mimbres con que se escriben los reportajes de National Geographic.
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