Cambiar de idea
Aixa
de la Cruz
Caballo
de Troya
Barcelona,
2019
139
páginas
La
literatura testimonial, a la que pertenece Cambiar de idea, de Aixa de la Cruz
(Bilbao, 1988), esa que liquida de un plumazo la esencia sentimental de la autoficción,
ha dedicado la mayoría de sus líneas a los sentimientos. Tal vez también a la
inteligencia, si es que es posible separar una cosa de otra. Pero en raras
ocasiones rinde tributo al cuerpo, y apenas somos unos seres de hidrógeno,
hermanos de los monos bororo, esos chimpancés de Camerún que son capaces de
llorar cuando uno de los miembros de su tribu sufre una desdicha. Hemos sido
capaces de inventar un buen puñado de formas artísticas gracias a la revolución
del dedo gordo y a la evolución de la empatía, hasta alcanzar formas de compasión
que se han traducido en los frescos de Miguel Ángel, la poesía de Walt Whitman,
las primeras películas de Zang Yimou o las fotografías de Sebastiao Salgado. En
pura literatura destinada a tocar las fibras de nuestro interior, destacan
obras como Ebrio de enfermedad, de
Anatole Broyard, El año del pensamiento
mágico, de Joan Didion, o Esta
salvaje oscuridad, de Harold Brodsky. Pero no es necesaria una enfermedad
terminal o un duelo a toda potencia para estremecer con unos párrafos
extraordinarios. Aixa de la Cruz lo demuestra con una contundencia depuradísima,
en un juego de espejos en el que el cuerpo refleja sentimientos y los
sentimientos reflejan cuerpo.
El
valor de la literatura queda expresado por la propia autora en uno de los
muchos momentos de lucidez: “Escribimos para dejar constancia de quiénes éramos
hace un instante, cuando nos sentamos frente al procesador de textos, y como no
tenemos pistas, fabulamos”. Fabulamos, sí, pero lanzamos la caña al interior de
nuestra memoria y, según las tesis de Aixa, la memoria no es potestad del
cerebro: todas las células del cuerpo conservan un registro de lo que somos, de
lo que luchamos por lo que creemos ser, por el deseo y hasta por la realidad.
De hecho, la primera pregunta que surge al empezar a leer el libro es si lo que
sentimos se corresponde a lo que deberíamos sentir. Y la única certeza que nos
presenta esta obra, que contiene mucho de cambio, mucho de Bildugsroman, es que el aprendizaje va unido al dolor. Y existen
muchas formas de apego entre uno y otro. Tal vez demasiadas. Recordemos aquí la
que se refleja en Cita con la cumbre, de Juanjo San Sebastián, una historia de
amistad, duelo y aprendizaje que no nos dejará igual a como estábamos al empezar
a leer la obra.
En
Cambiar de idea se nos refiere una y otra vez al cuerpo como depósito y
procesador, como contenido y líder de la revuela en la educación sentimental. Desde
el principio sabemos que la protagonista, la propia autora, es consciente de
que hacerse adulto es un escollo en el crecimiento. Uno desearía padecer el
síndrome de Peter Pan, pero no le queda más remedio que ir creciendo y así, de
vez en cuando, tiene que atreverse a vivir un mundo alternativo en el que se
desnuda, literariamente, al sexo o a las drogas. El libro es, a la hora de la
verdad, una narración de síntomas, síntomas de malestar, síntomas de
descubrimientos, síntomas de placer, síntomas de irritación, cualquier síntoma
que nos recuerde la cantidad de veces que damos cabezazos contra las paredes,
cualquier síntoma que nos refiera, con todas las emociones que uno puede
conjurar, el paso de dormir a estar despierto. Aixa lo explica muy bien cuando
relata su etapa en México y su educación sentimental en este país. Y así, con
el alma, que es una parte del cuerpo cuya ubicación desconocemos, vagando entre
la culpa y la idea de ser víctima, rehuyendo de una forma admirable de la
autocompasión, Aixa de la Cruz trata de explicarse, de poner orden, cuando las
moléculas de hidrógeno que forman nuestro cuerpo no dejan de explicarse en el
caos. Pero gracias a esa disputa ha escrito el que es, hasta la fecha, el mejor
de sus libros.
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