miércoles, 2 de julio de 2025

LA BIBLIA DE LOS IDIOTAS

 

La biblia de los idiotas

Lorenzo Luengo

Marelle

Madrid, 2025

217 páginas


 


No es necesario levantarse del sillón para encontrarse con la religión, la poesía o la ciencia que explica la galaxia. Una vez que conoces las razones y te enamoras de las intuiciones maravillosas que conllevan las tres formas de entender el universo, está permitido combinarlas en un cóctel artístico, narrativo, literario. Hay libros que tienen que ver con las lecturas, y que en ocasiones dan lugar a relatos maravillosos. Borges, ya lo sabemos, fue un maestro y nos enseñó que la literatura se puede elaborar a partir de la literatura, cambiando las pautas del cuento que hasta la fecha, como en el caso de Chéjov o de Maupassant, tenía que ver con la lectura de la realidad. Lorenzo Luengo (Madrid, 1974) no esconde esta forma de comprender la creación en esta recopilación de relatos, La biblia de los idiotas, que reúne obras escritas hace años, propias de alguien en formación, pero también propias de alguien que sabe bien lo que tiene entre manos.

Hemos mencionado a Borges, pero por las primeras páginas circulan varios de los amores de Luengo, que influirán en lo que nos vamos a encontrar: Monterroso, Walser, Kafka, Yeats, Pessoa, Canetti, etc. Una pequeña relación de quienes cambiaron la literatura del siglo pasado, gente que mostraba conciencia de crear, hasta el punto de que en ocasiones, como hará el propio Luengo, se inmiscuye plenamente en la narración, interviniendo libremente y modificando la línea temporal a su antojo. Desde el principio, el autor mostrará la idea, que permanece siempre con él, de que la fantasía es lo mismo que el deseo de estar vivo: ¿de qué manera viajará, si no, un oficinista anclado a la silla, y que significará ese viaje? Recurriremos a la falsa enciclopedia para enriquecer el movimiento sin desplazarnos, y volveremos a clamar que la creación sigue siendo necesaria a pesar de todo lo creado. No existe nada que sea inútil porque existe la literatura para contarlo, para conseguir que lo que nos parece que no tiene sentido práctico no nos parezca idiota.

El narrador de estos relatos, al margen de la persona gramatical que elija, es un testigo que camina entre los personajes y las secuencias. Luengo llevará al lector al límite del extrañamiento sin necesidad de mostrar agresividad, homenajeará aquí y allá al maestro Borges, a veces recurriendo a la pareja sorprendente: ¿qué sucede si reunimos a Byron con Goya? Lo que sucede es que podremos darle una vuelta de tuerca al cuento romántico, con sus niños internados, sus muertos y sus fantasmas, con la aparición del primer amor, con su ambiente gótico religioso. En buena medida, son hechos históricos los que dan pie a reinvenciones, como la cotorra de Humboldt, en la que el miedo a perder la humanidad que tenemos se concreta en la pérdida del lenguaje, o la exploración de los afectos y las relaciones de la justicia con el amor cuando reinterpreta la vida de Joseph Merrick, el Hombre Elefante. De hecho, nos llevará por diversas batallas y refriegas históricas, desde las Termópilas hasta el Titanic, a través de un personaje que suponemos inmortal y que extrañamente ve con distancia aquello en lo que participa. Luengo mostrará también su habilidad en algún relato que nos recuerda a Roald Dahl, antes de entregarnos una suerte de epílogo en el que se desnuda como autor, es decir, nos aclara el origen de lo que hemos leído, esos puntos de inflexión en los que el espectador de la galaxia se detiene, porque la línea que va siguiendo está anudada con imperfecciones y serán estas las que despierten la inquietud emocional. «Trazar un mundo sobre el mundo», será la expresión que utilice él en su introducción, en el que también confiesa que la necesidad de la creación, y en la creación incluimos la lectura es que «en cierto modo, dejo de ser yo cuando vivo vidas ajenas». De ahí que obras como esta nos resulten tan gratificantes, porque nos permiten salir un momento de la fatiga de ser nosotros mismos.


Fuente: Zenda

 

viernes, 27 de junio de 2025

POSIBILIDADES

 

Posibilidades

David Graeber

Traducción de Damián Queirolo

Bellaterra

Manresa, 2025

506 páginas



 

Hoy el pensamiento débil es el que parece imponerse, sobre todo gracias a las armas. Cualquier conferenciante con algo de presencia en medios requiere que a la puerta del aula magna le custodie un guardaespaldas. Por eso es más necesario que nunca buscar tesoros de buen pensamiento entre los libros, como es el caso de estas Posibilidades, que reúne varias piezas escritas por antropólogo David Graeber (1961 – 2020), a las que ingenuamente podrían catalogarse de resistentes, cuando se trata, por encima de todos de sensatas. Su estilo es tan claro que las ideas dan la sensación de haber estado siempre en nuestra cabeza, formar parte de la sabiduría común. La paradoja es afrontar, a continuación y de nuevo, la realidad, para darnos cuenta de la estupidez que suponen eso pensamientos que se imponen, los que adoctrinan tras tipos con la pistola en la sobaquera.

El eje sobre el que se vertebra el libro es la naturaleza de la jerarquía y sus límites, que hasta ahora hemos asumido como rasgos inmutables en la condición del orden humano. Graeber no deja de recordarnos, recurriendo una y otra vez a fuentes antropológicas, que no siempre el orden ha estado organizado como ahora lo conocemos. En realidad, el espíritu que late es optimista, porque ese recuerdo nos lleva a deducir que las posibilidades alcanzan tan lejos como seamos capaces de imaginar, porque el mundo no es la descripción que hacemos de él. Frente al lugar común de la organización, Graeber coloca la inmensidad del conocimiento y la creatividad. Lo importante es mantener abiertas las puertas a otras posibles opciones, un pluralismo que atañe también a esa parte de la inteligencia que es la voluntad.

Hay fórmulas, datos y actos que nos remiten a una posibilidad diferente, y a partir de ahí construir una teoría social crítica. Decimos crítica porque significa afectar a los tópicos, a lo que damos por supuesto que no puede ser de otra manera. Pero es básicamente creativa y fruto de la curiosidad, esas dos virtudes que tanto tienen que ver con el aprendizaje. Al fin y al cabo, como él confiesa, fue importante en su formación crecer en una casa llena de libros e ideas, en un ambiente en el que imperaba la conciencia de las diversas posibilidades humanas.

La primera parte del libro versa sobre los orígenes del capitalismo y el papel sustancial que tiene sobre la configuración de los que consideramos principios básicos, de los que se deducen relaciones sociales, derechos y deseos. En la segunda, que parte de las relaciones de autoridad que han fructificado en algunas regiones de África y las implicaciones políticas que tienen, se reflexiona sobre la naturaleza de la autoridad, remitiéndonos a una sociedad que podemos considerar menos trabada por lo artificial: allí imperan más los vínculos de parentesco y las explicaciones no racionales, entendiendo por racional lo occidental. Las paradojas consecuentes, o lo que nosotros consideramos paradojas, se trataran a partir, nuevamente, de la antropología que examina manifestaciones poco familiares al ojo del observador. La tercera parte surge a partir de la implicación del autor en los movimientos de justicia global y las teorías anarquistas de su formación. Aquí se producirá uno de esos grandes choques culturales de los que uno solo puede salir mejor: «el proceso de consenso que estaba aprendiendo en los círculos anarquistas era en realidad una versión extremadamente formal y consciente de la misma forma de toma de decisiones que había presenciado a diario en Madagascar», y más adelante explica que «mi formación intelectual había inculcado en mí hábitos de pensamiento y argumentación mucho más cercanos a las estúpidas disputas de las sectas marxistas que a algo coherente con estas nuevas (para nosotros) formas de democracia». Así pues, investiga para definir lo que podría ser la auténtica democracia, pero desde la posición de un intelectual, de alguien que se empeña en tener a la justicia global por principio para elaborar un paradigma intelectual.

El Graeber antropólogo se hará cargo de revisar, aunque solo sea a modo de apuntes y a la vista de estas nuevas incorporaciones a su ideario, la historia de la teoría social y la historia de la noción de democracia, convencido de la necesidad del diálogo entre intelectuales más académicos y los que ponen en corazón en la lucha social. En realidad, se trata de dos formas de preocuparse por la condición humana. Lo que Graeber pretende, y consigue, es elaborar un marco teórico en el que se puedan sembrar flores sobre la basura que sacamos cada día a la puerta de casa y que provoca que aumente el tamaño del estercolero. Así es como podemos seguir amándonos. Y el uso de este verbo, amar, es conveniente en los ensayos de Graeber, porque no deja de transmitir pasión, fuerza, verdad.

SIETE AÑOS EN EL TÍBET

 

Siete años en el Tíbet

Heinrich Harrer

Traducción de Isabel Hernández

Libros del Asteroide

Barcelona, 2025

441 páginas



 

Hay paisajes que seguimos imaginando austeros, sencillos, puros. El sol sería una piedra dorada que ilumina tan limpiamente como lo hace la respiración, allí arriba, con nuestra alma. La única mancha que atravesaría las montañas sería la de los monjes con túnicas de azafrán, simpáticos, naturales, acogedores. Como no hay ordenador ni teléfono móvil que funcione en esa región, si queremos relacionarnos con alguien tendrá que ser llamando a las puertas, tropezándonos con una persona en la calle, compartiendo juegos y diálogos en los que cualquier frase que nuestro contertulio exprese nos remitirá a la sabiduría. Sabiduría tiene que ver con vivir sereno. Allí todo es reposo, todo es calma, todo es vacío. Hay que viajar al Tíbet, nos decimos. Pero llegar hasta allí no siempre es sencillo y por el camino se nos ocurre visitar antes otros lugares por la sencilla razón de que nos resultan más baratos, o porque tienen playa. Pero eso no nos impedirá viajar a través de los ojos de otros, que, por otra parte, añaden al viaje en el espacio un desplazamiento temporal que contribuye a que podamos explicarnos muchas cosas, entre ellas que el mundo es una fruta que se está pudriendo. Puede ser un pensamiento reaccionario, pero al leer obras como Siete años en el Tíbet, uno lamenta bastantes de los avances que se han hecho, como los que nos facilitan llegar con tanta ligereza a los lugares y creer que los conocemos por leer una guía mientras pasamos una semana por Lhasa y sus alrededores.

Libros del Asteroide recupera esta joya en una nueva traducción, y volver a leerla es un soplo de aire fresquísimo. Heinrich Harrer (Hüttenberg, 1912 – Friesach, 2006) fue un extraordinario alpinista y un escritor que podríamos calificar de discreto si lo que pretendemos es encontrarnos con Proust o James Joyce. Pero la literatura no son sólo grandes frases, la literatura es, también, lo que contribuye a hacernos mejores, y este libro, tan sencillo de leer, lo hace. Harrer pisó territorio enemigo nada más empezar la Segunda Guerra Mundial, hecho del que no tuvo noticia por hallarse en plena expedición al Himalaya. El ejército británico de la India le internó en un campo de prisioneros, del que lograría escapar en compañía de varios de ellos, y tras veintiún meses vagando por las montañas, llegar a la capital del Tíbet. Allí desplegó todas las formas de relación posibles entre un europeo y un mundo que hasta el momento nos era desconocido, destacando, como si fuera el mejor de los etnólogos, el respeto. Es conocida su amistad con el Dalai Lama, que en el libro no aparece hasta bien avanzada la lectura.

Harrer no se entretiene en nada que no sea la descripción de sus días y sus noches atravesando el país. Nos descubre lugares y gentes como quien no tiene otras referencias que no sean sus propios ojos y oídos. El libro es delicioso, nos ayuda a comprender que el sentido del viaje es que regresemos mejores, que vemos lo que somos y que deberíamos ser seres abiertos, dispuestos a aprender, a facilitar la vida a los demás. No existe el espíritu del explorador en Harrer, en el sentido de que no existe ese tipo que llega a un lugar con los deberes hechos, es decir, dispuesto a interpretar desde sus conocimientos. Harrer es testigo y ofrece testimonio. En ese sentido, es un escritor impecable, un maestro que nos dicta cómo deberían relatarse los viajes. O como deberíamos leerlos. Y, mientras tanto, seguimos echando de menos ese mundo que ya no es posible encontrar, una nostalgia un tanto estúpida, porque este libro permite acercarnos a él y se puede volver a leer tantas veces como uno quiera. No existe mayor elogio para un libro de viajes.

miércoles, 25 de junio de 2025

ESE IMBÉCIL VA A ESCRIBIR UNA NOVELA

 

Ese imbécil va a escribir una novela

Juan José Millás

Alfaguara

Barcelona, 2025

167 páginas

 



De pronto uno se descubre a sí mismo. En algunas ocasiones con horror, en otras sacando la mejor de tus sonrisas. Como tienes miedo de que tu imagen se aleje, te propones algún tipo de registro que la haga más permanente: no puede ser un acta notarial, así pues, recurres al autorretrato en cualquiera de las versiones que permiten las artes. Y te da miedo pensar, mientras miras a tu espalda, que además de ese también eres otro. El asunto es qué van a leer de tu autorretrato aquellos que tengan acceso a él, porque ahí está imbuida tu verdad, esperas, pero también todo lo que has fingido a lo largo de los años. O controlas mucho lo que pretendes decir, o para el lector podrás ser vaya usted a saber qué cosa. Y una posible estrategia de control es el extrañamiento, ese que puede estar en cualquier punto del camino que va desde Kafka a Francisco Ibáñez. Lo familiar es muy raro, ya lo sabemos, en la literatura de Juan José Millás (Valencia, 1946), que ya comenzó en El mundo a presentarnos esa familiaridad más próxima, la de su propia biografía, y que continúa aquí, en Ese imbécil va a escribir una novela. Uno siente la tentación de utilizar el término autoficción, pero la costumbre de escribir sobre uno mismo hace siglos que superó lo biográfico para saber que lo que importa es lo vivido: que una vez rompiste el jarrón chino de tus padres es un hecho biográfico, pero lo vivido incluye la emoción que te produjo, sea esta de arrepentimiento o de comedia.

Millás entra en la etapa de juventud de su vida matizándose constantemente a sí mismo. A fin de cuentas, si uno piensa en su propio pasado, la pregunta que más le atañe es si fingió o fue sincero. Y si decide que fingió, se planteará si fingir se asemeja en algo a la mentira. «Con el tiempo, su apariencia se convierte en su realidad», explica Millás cuando estudia el personaje que creó para Letra muerta. Esto lleva, inevitablemente, a las fórmulas de psicoanálisis, esas terapias que tratan de reconciliarte con el relato de tu vida, ya que es imposible reconciliarse con la vida propia. Pero Millás duda entre la caricatura o la terapia imprescindible cuando se enfrenta al psicoanálisis: «Viene a ser como desclasificar un documento secreto antiguo, como desclasificarme a mí mismo. Ahora soy un desclasificado». En lo que acierta seguro es en que las predicciones son siempre un fracaso. Eso también lo demuestra nuestro relato, en el que comprobamos cómo no se cumplió nada de lo que estuvimos convencidos que iba a suceder.

No contento con todo ello, Millás, que sabe que moverse supone moverse por dentro, pega los sucesos de esta obra a la amistad, o a los amigos. Entre otros, al imbécil que va a escribir una novela. La cuestión que le lleva a internarse en el terreno que tal vez sea el que más nos importa, tiene que ver con la vejez, en la que se siente obligado a ser más yo que nunca, en la que la memoria está más condicionada de lo que estuvo jamás: «Pero ¿a dónde telefonear desde la vejez?».

«—Bueno —admitió—, está muy bien, pero me pareció que te exponías poco y eso no es lo normal en ti.»

Esta frase la pone en boca de la redactora jefe que tiene que aprobar la publicación de un reportaje del Millás personaje. Bien, de acuerdo, hacer literatura es correr riesgos, que en el caso de Millás son riesgos de ingenio y tienen que ver con el yo que le habita. Una vez que conocemos su impulso, sólo cabe dejarse llevar. Y aconsejar a la gente que estudie un poco las terapias de constelaciones familiares, que a Millás le encantarían, esas de las que forman parte hasta las parejas anteriores de tus padres, esas personas que un día fueron importantes para ellos, pero que tuvieron que hacerse a un lado para que tú pudieras existir.


Fuente: Zenda

jueves, 19 de junio de 2025

EL CHICO QUE GANABA TODOS LOS PREMIOS

 

El chico que ganaba todos los premios

Miguel A. González

Comba

Barcelona, 2025

208 páginas

 



Una cosa es la vida, y otra, no tan distinta, es lo vivido. Con lo primero uno escribiría una autobiografía y, poniendo su corazón al desnudo, generaría lágrimas, enfados o cualquier otra suerte de emoción que fluye en la espuma de los días. Con lo segundo uno puede escribir cualquier otra cosa, desde la poesía que corre por las páginas de Whitman a los párrafos maravillosos de El libro del desasosiego, pasando por las penas de Alonso Quijano. Lo vivido no incluye sólo lo que a uno le ha afectado directamente, pues también cabe ahí lo que ha visto que afecta a los demás y cómo les afecta, una función de testigo que al reproducirla sobre las páginas pasa, necesariamente, por la imaginación. «Así es como nacen mis historias, me dijiste. Cuentos de ficción que se construyen como una especie de puzle, o como un Frankenstein hecho de palabras. Retales de recuerdos. Escenas reales que alteras a tu antojo para que encajen con la historia que estás contando», esto dice Miguel A. González (Madrid, 1982) en el primero de los relatos que componen este libro. Un poco más adelante, añade las razones que a uno le empujan a escribir, y que no siempre tienen que ver con ese para que mis amigos me quieran más que soltó en Nobel colombiano: «ése era el motivo por el que tú escribías, porque podías regresar siempre que lo desearas a los buenos momentos y modificar los malos hasta que dejaran de serlo». Parece que la función de la literatura se asemeja bastante a la de las terapias.

De hecho, González explora, como en obras anteriores, esos recovecos de la realidad que no siempre son a los que nos podemos permitir prestar atención, por culpa de la urgencia de la actualidad. Uno lee sus relatos y se da cuenta de que va abandonando las principales arterias de la ciudad para explorar los callejones y los barrios de la periferia, y aquí cabe leer ciudad de una forma metafórica, como si uno hablara de la actuación del individuo sobre sus días y sus noches. A medias participando de la vida y a medias siendo testigo de lo que sucede a su alrededor, estos narradores nos llevan a recodos que forman parte de lo que no es normal, pero sí es muy posible. Por tanto, tenemos la sensación de que nos queda el deber de atender mejor a nuestro alrededor después de terminar esta obra, porque se nos deben de estar escapando demasiadas cosas. Y la mayoría de ellas tiene que ver con lo que más nos importa, que es la familia y son los amigos.

En algún momento se hace referencia a la literatura de Kafka, por lo angustioso de las situaciones que construye, pero reivindicando la crítica social que su literatura construía. Es imposible escribir igual a como se escribía antes de Kafka, pero no es el único referente de González, como podemos comprobar siguiendo los epígrafes que encabezan cada uno de los relatos: Cortázar, Palahkniuk, Vonnegut, Lispector, Ginzburg, Marsé o los poetas César Vallejo y Juan Ramón Jiménez vuelan por ahí, junto a otros miembros de la realidad, como Kim Kardashian. En cualquier caso, lecturas de libros y lecturas de lo que nos rodean que, junto a un talento que ya habíamos conocido, construyen una literatura de gran pulso, la de uno de nuestros mejores cuentistas, la de alguien que sabe que sigue siendo importante construir imágenes en la mente del lector, y que no es casualidad que imaginación e imagen compartan raíz.

miércoles, 18 de junio de 2025

AHORA Y EN LA HORA

 

Ahora y en la hora

Héctor Abad Faciolince

Alfaguara

Barcelona, 2025

222 páginas


 


Condenado a vivir sin encontrarse a uno mismo, el ser humano no deja de ser otro simio dando vueltas una y otra vez dentro de esa jaula que es el mundo entero. Resulta que los sentimientos que conforman el tejido de la vida no le dejan a uno en paz y de ahí que nos piquen tanto los pies y no nos quede otra solución que no sea ponernos en marcha. Pero uno puede ponerse en marcha caminando, navegando, bailando o escribiendo. Héctor Abad Faciolince (Medellín, 1958) comienza esta nueva obra, Ahora y en la hora, explicándonos en qué consiste esa necesidad de escribir y da buena cuenta de que escribir no cauteriza nada: «Se me ocurre que tal vez hice este viaje, y escribo sobre él, para ver si al fin vuelvo a sentirme vivo. Pero haberlo hecho, antes, y ahora escribirlo, en cambio, me hacen sentir mucho más muerto que nunca, al borde de la muerte, y quizá por eso mismo, desde mi regreso, y desde que me obstino en contar lo que viví, más que vivir, agonizo cada día».

Abad Faciolince emprende un viaje a Ucrania, se acerca a la línea del frente acompañado por varias personas, y estando sentado en un restaurante, comprueba demasiado de cerca lo que es la guerra: un misil ruso estalla junto a ellos matando a varias personas que se encontraban cenando junto a él, entre ellas a una de sus compañeras de mesa, una escritora ucraniana por la que muestra algo que es mucho más que respeto y que llamamos cariño. La experiencia es brutal y no puede dejar de marcar a fuego a un alma tan sensible como ha demostrado ser la del autor de El olvido que seremos. El libro encierra el lamento que supone pensar que la literatura no es suficiente, que el arte no basta y, sin embargo, ¿qué otra cosa nos queda frente a las muertes violentas? Pero este suceso no aparece definido, si como corriente que fluye en el sustrato, hasta pasados dos terceras partes del libro. Antes, Abad Faciolince nos va relatando su viaje por Ucrania junto a un puñado de líneas que atañen al núcleo del relato con todas las versiones de las líneas que afectan a un círculo: diagonales, secantes, tangentes y exteriores. Pero cada vez que recurre a una de ellas, lo hace por la sencilla razón de que le importan los demás, incluso aquellos que ahora vemos con cierta distancia porque se han librado del mal.

Abad Faciolince es consciente del tipo de patología que supone hablar de uno mismo, y no deja de expresarlo en alguna ocasión, pero no renuncia a colocarse en el centro y no como protagonista, sino como la persona que no cesa de amar y así lo que detalla es lo que va amando. Con este sencillo recurso, cualquiera puede sentirse identificado con él, pensar que el viaje del autor podría se el viaje propio. Hasta que detona el misil y todo se transforma. Es a partir de entonces cuando vuelve a surgir el Abad Faciolince más impactante pero más sereno, esa voz reflexiva y contundente que ya hemos conocido, ese pensamiento intenso, que nos demuestra que inteligencia y sentimiento son la misma cosa. Es ahora, cuando habla de la familia y de la muerte, cuando habla de la cobardía y de las heridas, cuando nos topamos, de nuevo, con el genial explorador de las zonas oscuras del corazón humano: «Pienso en la irrealidad de la muerte. ¿Cómo puede ser real la muerte si lo que hace la muerte es, precisamente, suprimir la realidad? La muerte es eso: que la realidad cesa, que el mundo que amas (tus hijos, tu mujer, tu país, tus paisajes, tus cosas) se terminan de repente y pasan a no ser nada».

 

Fuente: Zenda

martes, 17 de junio de 2025

DIEZ AVES QUE CAMBIARON EL MUNDO

 

Diez aves que cambiaron el mundo

Stephen Moss

Traducción de Francisco J. Ramos Mena

Salamandra

Barcelona, 2025

381 páginas

 



Dentro del cerebro humano se cuecen juntas las razones y las querencias. Es posible que el mismo científico que investigue los límites del universo, abierto al debate sobre los límites del mismo y de las posibilidades que le ofrece los recursos de su ciencia a la hora de explorarlo, se enajene cuando el asunto trata sobre el fuera de juego con que anularon el gol de su equipo. Es posible que ese matemático atribulado que continúa indagando en el teorema de Fermat, respondiendo una por una y justificadamente a cada oportuna solución coja que le llega por correo electrónico, se vuelque a degüello en beber del porrón en las fiestas de la patrona de su pueblo y no entienda que los demás no comprendamos esa tradición. De ahí que sea tan loable encontrar a un autor que combine, y además añada un saber hacer literario, la razón científica con los grandes amores.

Este es el caso de Stephen Moss (Londres, 1960) que nos regala un texto brillante, inquietante y adorable a partir de las indagaciones que le sugieren la selección de diez aves diferentes. El libro, digámoslo de entrada y sin cortapisas, destaca por su sencillez a la hora de leerlo, y por sus sugerencias que caen en la mente del lector como las piedras en el estanque, provocando hondas que aumentan su capacidad de estar sobre ascuas. A uno no le cabe el corazón en el pecho cuando va leyendo este libro, en el que cada una de las diez aves seleccionadas guarda relación con aspectos que tienen que ver con nuestra humanidad y con la humanidad y sus vínculos con el mundo: el cuervo, la paloma, el pavo, el dodo, los pinzones de Darwin, el cormorán guanay, la garceta nívea, el águila calva, el gorrión molinero y el pingüino emperador.

Viajaremos con Moss por diferentes regiones del planeta —China, Estados Unidos, Antártida, Mauricio, Galápagos, etc.—, pero viajaremos también con él por diferentes momentos de la historia, en los que las circunstancias y actuaciones de los hombres condicionaron nuestra relación con la tierra y entre nosotros, valga la redundancia. El conocimiento con que se expresa Moss es ecléctico y divulgativo, es diletante y sencillo. Y nos enseña a rellenar lagunas en los aspecto sobre los que va versando cada capítulo: la mitología y las leyendas como fuente de conocimiento y condicionamiento; la comunicación y el entendimiento entre seres humanos; las fuentes de alimentación y cómo afectan al desarrollo social; la extinción y la importancia, consecuente, de la conservación; la evolución y las cuestiones que siguen surgiendo de un tema que, a su vez, no cesa de evolucionar; la agricultura y la economía de recolección, incluidos los efectos devastadores de la esclavitud; la necesidad de la conservación frente a las aniquilaciones sin sentido; la influencia de la iconografía en la política; el orgullo desmedido de los dictadores que implica la no escucha de los científicos y el sufrimiento para todos; y, finalmente, la emergencia climática, un tema que atraviesa el libro entero, pero que Moss trata de eludir hasta llegar al último capítulo, el del pingüino emperador.

El libro es maravilloso. El efecto sobre el lector no puede ser más magnético, y uno sabe, a ciencia cierta, que el capítulo más interesante es el que está leyendo en ese momento. Como sabe que cambiará de parecer tantas veces como vaya regresando a capítulos ya leídos. Se trata de una obra apta para todos y que ojalá encuentre a todos los lectores.

viernes, 13 de junio de 2025

ADIÓS A UN RÍO

 

Adiós a un río

John Graves

Traducción de Rubén Martín Giráldez

Capitán Swing

Madrid, 2025

296 páginas



 

No es tan complicado darse cuenta de que nuestras vidas son los ríos, al menos para la gente que no nació y vivió su infancia en la costa. Pero esta afirmación no se trata de una metáfora: los de la costa tuvieron como madre a la mar, mientras que el agua que riega de vida las montañas, la meseta, el secano, las praderas, son grietas en los mapas indicando por dónde surcan los ríos. Aunque es fácil que lo olvidemos con demasiada frecuencia, porque nos entregamos a formar parte de cualquier corro de cotorras de asfalto gruñendo o chillando un gol de nuestro equipo, asistiendo a un desfile de modelos o formando parte de la marea humana que acude a los centros comerciales. Hay obras que de vez en cuando nos remiten a los ríos, como Las aventuras de Huckeberry Finn, recordándonos cuánta felicidad acude a sus orillas, junto con tantísimos recuerdos. John Graves (Fort Worth, 1920 – Glen Rose, 2013) decidió que no necesitaba de la ficción para recuperar el sabor de la infancia y adolescencia, junto al río, cuando supo que el de su vida iba a transformarse por culpa de las represas. Así pues, se embarcó en un viaje que registrara lo que fueron aquellos lugares para que, al menos, sobreviviera entre las páginas de esta maravillosa obra de amor que es Adiós a un río.

No es posible evitar cierta referencia de formato al libro de John Steinbeck Viajes con Charlie: un desplazamiento en solitario en un medio de transporte, en este caso una canoa, acompañado únicamente por un perrito. Pero ahí se terminan las similitudes. Lo que en Steinbeck era social, aquí es convivencia con la naturaleza. Debemos aclarar que es un modo de convivencia que hoy se completaría en otros términos, pues Graves va cazando y cocinando ardillas para salir adelante, algo que en los años 50 del pasado siglo no significaba lo que puede significar ahora para nuestras sensibilidades. Hay, por otra parte, un cierto impulso reaccionario, pero sano: no todas las innovaciones son mejoras, porque antes había una forma de vida más natural, como lo demuestran las oportunidades de convivencia con la naturaleza que ya se han perdido: «Es más, que mientras todos los ríos deben seguir fluyendo hacia el mar, aquellos que nos representan ralentizarán al menos el proceso transformándose de ríos en cadenas de abalorios de tranquilos embalses tras diques de hormigón».

«Ahora la gente está menos “casada”, en el sentido que le daba Yeats, con las peñas, hondonadas y praderas que los rodean y piensan menos en ellas, de modo que los viejos nombres se pierden», sigue comentando, mientras recorre su tramo de río. Y el posesivo tiene bastante sentido, porque ese tramo de río es el mismo que le acompañó durante años, porque la memoria sí que nos pertenece, configura nuestra patria, nuestro amor. Y parte de esa memoria la va compartiendo, a la par que describe la naturaleza que visita, como muestra de la entrega que tiene hacia este viaje. Al mismo tiempo, resurge una suerte de memoria colectiva en la que expresa la admiración y la comprensión hacia los antiguos pobladores de la región, comprensión y admiración que se liquidan en cuanto aparecen quienes exterminaron a los indios. No dejamos de ver ciertos apuntes de decadencia de la América oculta cuando sale de la canoa para ir a buscar un teléfono en algún registro de civilización casi perdido. Con todos estos elementos, Graves construye su microcosmos, ese tan personal que sirve para llenar hasta la soledad, que es la emoción que uno no deja de sentir cuando está ejecutando una liturgia que implica una despedida. Que esta liturgia sea un viaje es la mejor enseñanza que podemos extraer de Adiós a un río.