Modulorama
Nieves Mories y Francisco
Jota-Pérez
El Transbordador
Málaga, 2022
240 páginas
Entre los años 1905 y
1911 Winsor McCay publicó en el New York Herald algunas de las mejores
páginas de la historia del cómic, bajo el título Little Nemo in Slumberland.
En ellas, un pequeño se acostaba cada noche para sumergirse en un mundo onírico
en el que todo podía ocurrir. Sujeto a una destreza gráfica limpia, académica y
muy versátil, McCay utilizaba este recurso para dejar que la imaginación se
desbordara y nos sorprendiera constantemente, recordándonos que existe un mundo
en el que las sensaciones son tan reales como las de la vigilia, pero que no
podemos controlar. Durante los periodos de sueño somos reos de una libertad
creativa que nos puede saturar, pero que nos permite librarnos de tantos
acosos, depurarlos a través de la pérdida de control. Ahí podemos expresar
nuestros miedos y nuestros deseos sin tener que someternos a ninguna frontera.
En ese sentido, los
autores de este Modulorama retoman el reto y nos llevan a un espacio tan
caótico como podía ser Slumberland, una población llamada Reparación —no por casualidad, ya que los sueños reparan el trabajo de la
mente durante el día— en la que las imágenes se sucederán
creando sorpresas crueles y denunciando el horror, la fealdad. El esquema es en
cierto modo iterativo, como en los cómics de McCay: allí era el pequeño el que
se sumergía en el sueño, aquí será el lector el que se disponga a recibir el
impacto creativo al que asiste acompañando a Lucas, el recién llegado, un tipo
que quiere tocar la guitarra, y a Anna, que será el personaje de la población
que muestre interés por construirse. Lucas, por su parte, es una representación
de la necesidad que tenemos de descubrirnos, y para ello no está mal
confrontarnos con lo difícil.
«Los picos de los albatros crepitan (clac, clac), imitan el
sonido de su mechero. Sobrevuelan los tejados de ese pueblo ocre, arenoso,
lanzan sus sombras en picado desde las azoteas, pero nunca bajan a ras de suelo».
Hay una música más
barroca que gótica en esta obra, en la que la descripción de ese territorio
busca confrontarnos con lo absurdo a partir de la suma de focos de atención. Esa
parte, el desplazamiento a través del texto, nos remite a El Bosco y sus simbólicas
representaciones de dolores e infiernos. Aquí estamos en un lugar
claustrofóbico, un sitio que desde hace décadas no crece ni decrece, una
población estancada en 512 habitantes que esperan. ¿A qué esperan? No se
aclara, porque seguramente ellos mismos lo ignoren. Esa postergación de lo que
sea que deba salvarles, de la parusía de una gente sin religión, será parte de
la crisis de sensaciones, de la decadencia, será una metáfora del temor que
tenemos a estar viviendo los momentos previos al fin.
«No le importó que pareciese la zona de exclusión tras el
impacto de una bomba nuclear, como tampoco le molestó el olor salobre, o que la
salina destrozara sus mucosas poco a poco».
Allí nos espera el
deterioro, en un terreno que jamás sufre el beneficio del sol, por el que los
autores nos llevan con una libertad inusitada tanto en el manejo del lenguaje
como de las asociaciones. Estamos ante una novela posmoderna, en el sentido más
académico del término: se ha terminado el racionalismo y se han liquidado los
grandes sistemas filosóficos; estamos en tiempo de relativismo y nos
cuestionamos toda objetividad. Como hizo Winsor McCay, pero aquí, dejándonos un
sabor inquietante en la memoria.