Siguiendo a Moby Dick
Owen
Chase, J.N. Reynolds, Emili Olcina (editor)
Laertes
2018
221
páginas
Sabíamos,
gracias a obras como En el corazón del
mar, de Nathaniel Philbrick, que existió al menos una gran ballena blanca.
Sabíamos que antes de que Moby Dick se instalara en el corazón de la humanidad
como una leyenda que encoge los latidos, por su capacidad para representar el
mal hasta en la dimensión de las desconocidas profundidades de los océanos,
entre los marinos se daba la obsesión y se prodigaba la muerte. La lucha contra
los monstruos de las aguas, una lucha inmensamente desigual, estaba relacionada
con la codicia, codicia por la riqueza que guardaban dentro de la piel, sí,
pero también codicia por una especie de ardor guerrero que, entendían, era algo
natural, algo innato en el hombre, en el varón, en el cazador. El capitán Ahab sería
una caricatura del mismo de no encontrárnoslo en un entorno aterrador, en una
historia en la que sabemos que se impuso la muerte, la violencia del mal.
En
esta recopilación de textos, a cargo de Emili Olcina, queda reflejada la
obsesión y las consecuencias de la obsesión, cuyo imperativo será sembrar más
dudas, más misterio, más terror. En realidad, Olcina selecciona dos textos,
suficientes como para aturdirnos con los reportajes de la gran ballena blanca
que asesinaba hombres, que destrozaba barcos por su fuerza, sí, pero también
por su inteligencia. El primero de los relatos, expuestos en orden cronológico,
pertenece a uno de los supervivientes del Essex, el barco que protagoniza los
primeros meses de En el corazón del mar.
No se trata de ninguna ficción, sino de una narración sobre el naufragio. Que
el mismo lo haya provocado una leyenda, un ser que no debería de existir, no
hace sino aumentar el verdadero tema del naufragio: la lucha por no perder la
cordura. Hay un interés acérrimo en el diario, un interés por los actos que
llevaran a una determinación por ir abandonando lo que nos hace humanos. Pero
también un interés por la representación del naufragio como metáfora. En buena
medida, todos estamos abandonados a los caprichos de un océano, todos
naufragamos, todos estamos al borde de la locura y no existe otro tema que no
sea mantenernos en pie con dignidad. Apenas hemos creado inventos que nos ayuden
a no caer en la violencia de la antropofagia o la crueldad, normas de
convivencia que nos ayuden, como las que marcan los semáforos, o una química
que nos relaje, como la del Alprazolam. En el caso extremo de un verdadero
naufragio, la locura terminará por desatarse, por ser lo que, junto al
maltrecho bote, mantenga vivo un día más a alguno de los que la padecen.
El
segundo texto nos habla de una leyenda a flor de agua: Mocha Dyck, una bestia
que conocieron algunos arponeros, en las aguas del Pacífico, de la que surge el
nombre de la criatura de Melville. En este caso el protagonismo de la acción es
la caza y será el fracaso. Lo que transmite el relato de uno de los hombres de
abordo, el primer oficial, es la maldición de los límites del ser humano: ni
nuestras fuerzas son suficientes como para acabar con la bestia, ni nuestro
gran invento, el barco, soportará la furia del demonio. En el océano somos un
mero turista, por mucho que nos disfracemos con armamento, sujetos a las leyes
de una naturaleza que puede presentar batalla y que, sabemos, en caso de cólera
tiene todas las posibilidades de ganar. Tiene todas las posibilidades de acabar
con nosotros. El relato, como varios de Conrad, está narrado de manera oral,
como si uno de los que lo escucharan registrara las palabras que reflejan la
batalla, y funciona tan bien como los del genial autor polaco.
El
conjunto es un libro que nos explica Moby
Dick, pero no lo interpreta en el aspecto moral o artístico. El resultado
nos habla de las razones por las que la obra de Melville se ha convertido en
una de las grandes novelas de la historia: la existencia real de todos los
males que Melville supo recoger y convocar a la hora de escribir una obra en la
que todas las páginas nos hablan del infierno.
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