Opus Gelber
Leila
Guerriero
Anagrama
Barcelona,
2019
330
páginas
El
tema, digámoslo de entrada, es la fragilidad. Leila Guerriero (Junín, 1967)
recurre a un perfil largo para hablarnos sobre la fragilidad, que es la
fragilidad humana, esa que no se puede arreglar con tiritas ni cemento. “Desmitificar
a la gente me parece la cosa más aberrante del mundo. Por eso el amor ideal es
de seis de la tarde a una de la mañana. Alguien me dijo que era falta de
madurez”, dice Bruno Gelber, el pianista a quien vamos conociendo, en una de
las entrevistas. Él, que se confiesa atascado en el complejo de Edipo, elige el
amor cuando las personas muestran su mejor rostro, de la misma manera que uno
elige querer una sinfonía de Brahms o la Sonata
Claro de Luna, a las que adoramos mientras las estamos escuchando: pura
belleza, contenido sin continente, una experiencia que abarca más allá de los
sentidos, que nos extrae de la tiranía del tiempo. Casi inmóvil ya en un
apartamento de Buenos Aires, Gelber establece una relación con la autora en la
que va primando la confianza, una amistad que incluso permite no responder a
las llamadas del otro, si estas suceden a horas intempestivas, o cancelar la
agenda para cubrir las horas en su compañía.
Podríamos
hablar de un libro crepuscular, pero Gelber se rebelaría, pues a su juicio no
existe el crepúsculo mientras se está vivo. Se vive todos los días y el
crepúsculo solo sucede una vez, y es al final. Que Gelber tenga problemas de
movilidad, entre otras cosas debido a las cicatrices de la polio que padeció
con siete años y que también marcó su carácter, no significa que el mundo se
pare y que uno no pueda ser espectador del mismo. Está su memoria, sí, pero
también toda la gente que circula por su hogar, la gente con la que convive y
la gente que le abra las ventanas, las reales y las metafóricas. El ejercicio
literario de Leila Guerriero es de alta dificultad: conseguir una elegía
mientras la persona está viva: “Me da también, en cantidades cada vez más
generosas, recomendaciones que provienen del hábito del ocultamiento: “Date
todos los gustos en los viajes”, “No te prives”, “Un caramelito cada tanto…”.
Quizás porque su vida transcurrió en el subterfugio, en el disimulo”. Mientras
va construyendo la obra, el perfil, y nos habla tanto de Gelber como de la
necesidad que se impone de conocer más y más a Gelber, también se refiere a él
en pasado, se refiere a él tanto con la memoria como con el registro. Existe en
la tensión del texto el imperio de mantener caliente la presencia de Gelber,
como en una elegía, pero con el pulso narrativo al que Guerriero nos tiene
acostumbrados y que mantiene, esta vez, por encima de las trescientas páginas.
Así
va construyendo a una persona, para nosotros, y a una relación, de tal manera
que los vínculos se establecen, astutamente, en un juego a tres bandas: la
narradora será quien nos ponga en contacto con el pianista. De él podemos sacar
muchas conclusiones, podemos sentir más o menos afinidades. Pero un rasgo queda
patente: la honradez. Gelber, esteta hasta el fondo del corazón, es honesto
como son honestos los niños:
“-¡Pero
la madurez no siempre es interesante! -dice (Gelber), vaciando un mejillón.
“-¿No
te ayuda a entender mejor”
“-No.
No tenés que entender. Tenés que sentir. Pasa por encima de todos los otros
sistemas vitales.”
Exquisito,
hedonista, presumido, guardián de la belleza, gran conversador, excéntrico solo
con los amigos, investigador de la condición humana y generoso, que es el único
rasgo por el que sabemos, con certeza, cuando nos encontramos frente a una
buena persona. Ese es el Gelber que Leila Guerriero va construyendo: “Su arte
consiste en ser el mejor vehículo de la obra de otros. Pero él es su mayor
composición. Y nadie puede interpretarla”. Leila lo intenta, sí, y con mucho
acierto, en lo que es un ejercicio que, si nos atenemos a la cita anterior, de conducir
la obra de otro, Gelber, para prestárnosla y que podamos interpretarla. En el
ejercicio apenas suenan notas falsas, esas que son necesarias para conservar la
personalidad. Y la de la Leila Guerriero cronista, como la de Gelber, es de un
enorme caudal de agua dulce.
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