No digas nada
Raquel
Gámez Serrano
Delito
Barcelona,
2019
230
páginas
Al
final lo único que sucede es que todo termina. La ilusión de John Lennon cuando
dijo que al final todo sale bien, y si no está bien es porque no es el final,
se cumple en un puñado de películas que, eso sí, nos dan valor. Es complicado
llevarle la contraria a uno de los Beatles, pero su propia vida, su propia
muerte, da testimonio de lo que cuesta que el destino se tuerza para que todo salga
bien, al final. Ese destino, pesadamente escrito, es lo que nos traiciona y
traiciona todos los esfuerzos que hacemos por llevar una vida al menos decente:
no molestar a los vecinos, celebrar los cumpleaños de los padres y los hijos,
ganarnos la vida y entregar algunos ratos de los fines de semana a escuchar a
los amigos, a quienes les pueden ir las cosas bien o mal. Esas son las
intenciones del matrimonio protagonista de No
digas nada, una pareja a la que se le resiste, sin que conozcan la razón,
el don de tener hijos. Durante una buena parte de la novela asistimos a su
puesta en marcha, a su reinvención en una localidad rural, en un nuevo entorno,
donde creen que conseguirán alcanzar lo que empieza siendo un deseo y termina por
convertirse en una obsesión.
A
su alrededor orbitan unos personajes que cumplen el cometido de anclar el
relato a lo cotidiano: maestros, suegros, vecinos, jefes de la compañía de
seguros, etc. También aquellas familias de amigos que ya se consideran una
familia completa, cuando han conseguido tener algún hijo. La obsesión de ella va
incrementándose, construyendo, incluso, el nido en el que no se aloja ningún
bebé. El campo no consigue el efecto lenitivo que parecen necesitar para
cumplir con los requisitos biológicos. Más bien al contrario, se va
convirtiendo en un aislamiento que no vaticina nada bueno, que anuncia una
especie de thriller doméstico, que es lo que tiene lugar cuando llega a la casa
el crío adoptado bajo circunstancias sospechosas en Kiev. Los recursos no son
nuevos, y Raquel Gámez Serrano nos remite, de hecho, a obras como La semilla del diablo o La profecía, al margen de al mismísimo
Herman Hesse con su Demian, al que se
cita de forma explícita. Lo aterrador, como en estar otras historias, es el
efecto bola de nieve en la destrucción interior y en el abismo social que se va
abriendo frente a ellos.
Cuando
pensamos que estamos dominando ese destino, el que al final tiene que acabar
bien, según John Lennon, resulta que descubrimos que delante solo había
oscuridad. Y en la oscuridad nos vamos quedando. La novela tiende a incrementar
las dosis de tensión con una suavidad que se agradece, nada de primeros planos
de slasher ni de efectos
innegociables en el mundo real. La historia se sostiene, precisamente, por su verosimilitud,
sobre su verosimilitud, en la que destaca la sensación que mueve el mundo: el
miedo. El miedo a no ser feliz, esa trampa que nos ha embaucado y que apenas se
cumple en las películas de los domingos por la tarde, y aun en esos casos solo
en los últimos minutos. Lo demás puede ser macabro si no somos capaces de
soportar los embates que nos llevan a una ineludible depresión.
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