Insólitas
VV.AA.
Páginas
de espuma
Madrid,
2019
490
páginas
En
la introducción de este libro, esta gran idea que es Insólitas, se nos comenta que “lo interesante es que lo insólito
desenmascara la naturaleza relativa y arbitraria del sistema social, se oponen
al orden institucional y expresa los impulsos de que deberían ser reprimidos
desde la perspectiva de lo normativo”. Lo más interesante de la lectura de
estos relatos es la indagación que se hace en cuál es el sustrato de ese
sistema social, en qué consisten las bases de la farsa en la que vivimos o que
hemos creado, o que han creado otros por nosotros. Porque el sistema social, a
fin de cuentas, no deja de ser una obra a beneficio de los que deciden, que son
los más ricos, los más fuertes y, casi siempre, los más malos. En la mayoría de
las voces destaca la reducción del sistema social al ámbito privado, al más
humano, a lo próximo, a lo que podemos reconocer, a esa fábula que
acostumbramos a llamar familia. Por las páginas de esta antología desfilan
hermanos, padres, madres, primos y hogares, muchos hogares, que son el
continente donde se encierra la realidad, la imaginación y hasta la fantasía,
pues las intenciones de esta última son, con frecuencia, utilizar un recurso
para salir de la pesadilla tradicional.
Lo
que ocurre, en algunos de estos casos, es que las pesadillas son, a su vez, gestores
de nuevas pesadillas. La fantasía tiene sus riesgos, y uno de ellos es que no
somos dueños de nuestro destino. Sí de la voluntad, pero una voluntad
individual, a pesar del mensaje que se nos lanza continuamente sobre el sueño
americano, desde La Cenicienta hasta las películas de Marvel, apenas puede
mellar lo que han decidido por nosotros. El destino está ligado, demasiado ligado,
a la naturaleza relativa y arbitraria del sistema social, y a medida que uno va
descubriendo, que uno va leyendo, se cuestiona si esa arbitrariedad funciona
con el mismo caos para los que sufren el relato, nosotros, que para los que
construyen el relato, los fuertes, los ricos, los malos. La maldad, es
tradición, forma parte inequívoca del relato fantástico. Para ello los
narradores, también estas narradoras, se acercan a la humanidad más desvalida,
dejando claro cuál es la intención de denuncia: al niño, a la mujer, al
discapacitado. O a la niña, que es doblemente víctima, por sufrir a los adultos
y por sufrir el patriarcado, y que si de esto somos conscientes en la realidad,
la debilidad se agudizará aún más cuando las hipérboles transformen esa
realidad en una fantasía que bebe de lo real. En alguno de los relatos beberán
hasta del realismo social, en otros de ese género que acostumbra a predecir la
ruta torcida que hemos elegido, ese género que llamamos ciencia ficción.
Todos
los géneros caben en estas veintisiete historias, desde la fábula hasta la
pesadilla, desde la mitomanía hasta el erotismo, desde la mitología hasta el
terror psicológico. Se trata de un mapa de la lengua que nos une, en el que
cada relato suena con una música diferente, procurando, mérito de las
antólogas, que cada música se corresponda a la historia que se está contando. Los
relatos están escritos desde diferentes oídos, incluyendo los clásicos y los
que se adaptan a nuevos temas. Aunque todos ellos nos mencionan, al fondo,
alguna de las diferentes formas de neurosis que existen: no hay lesiones en el
sistema nervioso, pero se presentan alteraciones emocionales tanto en los
protagonistas como en el lector: histerias, fobias, trastornos obsesivos,
depresiones, hipocondrías, melancolías… Todo un panorama de enfermedades, curables,
eso sí, aunque sea gracias a la literatura, que se significan por la distancia
entre la civilización y el individuo, por la distancia entre el alma y el
sistema social, el orden institucional. Lo fantástico delata los riesgos de lo
que somos frente a lo que estamos viviendo. De ahí la necesidad de afrontarlo
con imaginación, de ahí la necesidad de tener una serie de puntos de fuga por
los que librarnos, aunque sea momentáneamente, de aquello que nos muerde los
tobillos. Con la fantasía nos movemos, pero podemos regresar al sitio de
partida en un parpadeo. Huimos y nos escondemos sin que el bienestar de los
demás peligre. De ahí que los buenos hombres buenos, las buenas mujeres buenas,
ejerzan este oficio, en lugar de tratar de sumarse a los más fuertes, a los más
ricos, a los más malos a la hora de escribir el destino, que no deja de ser una
estupidez, pues el futuro, lo saben desde hace siglos los monjes budistas, no
existe.
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