Pequeños cuerpos de
agua
Nina Mingya Powles
Traducción de Ana Herrera
Ático de los libros
Barcelona, 2022
252 páginas
La primera acción de cada
día es la de elegir si uno abre los ojos. Si me quedo en la cama, significará
que prefiero otro mundo, el de los sueños y que, en consecuencia, padezco una
depresión. Si abro los ojos, puede que sufra igualmente depresión, pero estoy
dispuesto a nacer para ese día y eso implica que soy mucho más que la depresión.
Es decir, estoy en camino de sanar. Lo primero que haré será lavarme, que es
una forma de apartar las legañas, pero también es un bautismo: nos bautizamos
con agua para purificarnos y como símbolo de nacimiento a una nueva vida. Cada día
que transcurre, será una nueva vida y la suma una sucesión de vidas que a veces
se nos antojará una secuencia de fragmentos. Cada fragmento obedece a un
impulso:
“La mayor parte del tiempo estoy en la zona de seguridad. Sin embargo, mis pensamientos a menudo son como una red de fallas conectadas, y cada pequeña ruptura causa otra de mayor tamaño. No controlo su extensión. Noto una presión intensa en el centro del pecho y mi respiración se convierte en jadeos”.
El párrafo figura al
principio de este hermosísimo libro, Pequeños cuerpos de agua, que Nina
Mingya Powles (Wellington, Nueva Zelanda, 1993) ha escrito a partir de una
serie de emociones, todas ellas positivas, todas ellas para ayudar a crecer. No
encontraremos grandes frases para subrayar, ni razonamientos que nos sorprendan
por el ingenio, ni explosiones sorprendentes del lenguaje tipo aforismo. No.
Estamos frente a un libro escrito con eso que uno llamaría, con mucha
prudencia, sabiduría. Estamos frente a la sensibilidad a la belleza. Mingya Powles
mantiene el pulso serenamente, para hablarnos de una manera de estar en el
mundo, de relacionarse, en la que convivir significa convivir con poesía y con
la poesía. En realidad, el contenido es eterno y será más complicado de rebatir
que cualquier tratado sobre la condición humana. Mingya Powles es consciente de
que somos naturaleza y que la naturaleza es agua. Y el agua es la sustancia
menos rígida que existe. La rigidez, lo comentó Lao Tsé, tiene que ver con la
muerte. El agua, con la vida. De ahí que nadar sea lo mismo que un acto de
meditación, de ahí esa costumbre de relacionarse con el agua, para bautizarse
continuamente, para renacer una y otra vez, pues a cada minuto elegimos seguir
vivos, reinventarnos, volver a intentar todo.
Mingya Powles es una
mestiza cuya condición le supone un debate sin fin. No se trata, en definitiva,
de encontrar respuesta, sino de aprender a vivir en el debate. Uno de los
grandes males de la humanidad es el de empeñarse en resolver conflictos, una
situación que ocasiona angustia y ansiedad. El conflicto sirve, antes que nada,
para desarrollar al hombre ético, para hacernos mejores personas. Deberíamos
aprender a cohabitar con él, como la autora aprende a ser mestiza y a
congraciarse con cada una de las partes que la conforman, desde una memoria en
la que a veces se siente ajena a sí misma. La pregunta constante es si está
acertando con el lugar en el mundo por el que va pasando, dada la dificultad
que tenemos para encontrar nuestro sitio, y la conciliación con esa duda
siempre viene por la certeza de que entre las materias de las que estamos
hechos, se encuentra el agua. Si topamos con agua, nos bañamos. Frente a los
terremotos, sentimos miedo con el que congraciarnos. Las ballenas son seres que
nos empujan al aprendizaje. Las flores nos hablan de lo efímero y la necesidad
de lo efímero. Ante el dolor, esgrimimos los colores. Las películas de Miyazaki
son serenos discursos ecologistas. La fruta y el tofu nos demuestran que existe
una versión sana del hedonismo. Y los idiomas son tan fundamentales como el
ADN. Estás son algunas de las conclusiones que uno extrae de la lectura de un
libro precioso, que guardaremos con mucho mimo en la estantería para releer más
adelante.
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