sábado, 5 de febrero de 2022

BOLA OCHO

 

Bola ocho

Elizabeth Geoghegan

Traducción de Blanca Gago

Nórdica

Madrid, 2022

274 páginas




La realidad es lo que sucederá en los próximos minutos y a una distancia que puedes alcanzar con la mirada. Lo sabe Elizabeth Geoghegan, la escritora americana que aterriza en España con este libro de relatos de cuya lectura, lo diremos ya, va a costar reponerse. Todo lo bueno y lo malo sucede mientras entramos o salimos de casa, todo lo ruin y todo lo maravilloso, que es bastante poco, a juzgar por lo que leemos, ocurrirá en la próxima hora de vida. En ese marco se encuadran los relatos de este Bola ocho, que son realistas, sí, pero nos mantienen constantemente en la duda de qué es el realismo o qué tipo de realismo es con el que estamos tratando. ¿Cuántos adjetivos admite la realidad?

En cuanto se comienza la lectura nos damos cuenta de que vamos a enfrentarnos a una literatura con pegada, potente, por el estilo tan directo de su autora. La voz que nos habla está tan desnuda como para afectarnos a los huesos con la misma intensidad que al corazón. Estamos dentro de la clase media, aunque con ciertos altibajos, dentro de lo más próximo, como lo estamos cuando leemos a tantos escritores de Estados Unidos que practicaron el relato breve: John Cheever, Raymond Carver, Dorothy Parker, Lucia Berlin o la recientemente descubierta, en este país, Julie Hayden. Geoghegan reúne lo más importante de la literatura de todos ellos, lo decanta y crea una obra muy personal, en la que nos falta aire para habitarla, mientras que agita el aliento durante la lectura. De hecho, su talento es tal que hasta los tópicos nos parecen naturales cuando aparecen, cuando son hasta sustrato de la historia: el realismo social al ambientar el relato en Roma, por ejemplo, o la búsqueda de la espiritualidad si nos trasladamos a Asia.

Hemos mencionado Roma y hemos mencionado Asia. Buena parte de los relatos suponen una indagación a través del viaje y, curiosamente, son para estos para los que recurre a la tercera persona. Mientras que en primera persona se relatan emociones durante una experiencia que generalmente tiene que ver con un sexo crudísimo, no explícito, pero sí de una emoción muy áspera y demasiado inevitable. El sexo, sin duda, su aparición robándonos el cuerpo, dictándonos que la senda que señala nos será imposible evitar, es uno de los ejes alrededor de los que giran los relatos. Entraremos a ellos cuestionándonos si quien nos habla posee una salud mental suficiente como para tratarse de alguien de quien nos fiaríamos. Porque habrá algo en los personajes que nos marque una línea psicológica que no tiene que ver sólo con lo aprendido: es como si los defectos genéticos con que nacieron les impondrán una vida sucia, una atracción por lo insano, una emoción que nos lleva a pensar que lo feo es también lo más magnético. Incluido el sexo.

La alternativa será renacer. Pero no como opción, sino por verse obligados a tal trance. Ese renacer está muy relacionado con el viaje, que se afronta a la apuesta total: cumbre o muerte. Dadas las circunstancias, Geoghegan tiene que poner todo su talento en acción y es capaz de resumir una vida entera en un puñado de páginas, de mostrarnos todo un mundo a través de unas pocas acciones, de unas cuantas reacciones, de una serie de sucesos encadenados. Y todo ello sucede porque no estamos solos, porque debemos definir qué tipo de vínculos establecemos. Los vemos insinuados, de modo que nos permite intuir que hay alternativa, siempre y cuando fuéramos capaces de pensar viendo el cuadro desde afuera. Ahora bien, ¿cómo se evade uno de los desencuentros? Esto supone, en buena medida, vivir contra uno mismo. Lo que nos muestran los relatos de Bola ocho es lo duro que supone el gestar la propia vida. De hecho, volveremos a preguntarnos si tiene sentido, y eso, a través de la lectura, que son experiencias prestadas, es mucho.

Geoghegan describe a la vez pensamientos, sensaciones y lo físico. Crea un cóctel perfecto, en el que los ingredientes serán imposibles de separar para generar relatos redondos. Es capaz de encadenar personajes sin que nos demos cuenta de cómo vamos cambiando de compañía, para crear así un relato coral, o de mantenernos dentro de la cabeza de un ser sintiente pero muy inmadura, lo bastante como para que dudemos acerca de su aguante en el trance de sobrevivir a los días y las noches. Y ahí, está, cómo no, la inevitable compañía de la soledad, frente a la que no vale ni huir ni esconderse.

Y así llegamos al último de los relatos, el que da título al libro, que habla sobre la pérdida de la inocencia. Es una lección acerca de cómo son los auténticos Bildugsroman: descubrir que la familia es un fraude, sentir que todos los cuadros exteriores existen para generar sensaciones, entender que las relaciones pueden no tener más valor que una farsa y darnos cuenta de que crecer es perder la ingenuidad y que ser ingenuo nos hacía más puros. Una obra genial con la que acabaremos un libro de relatos que nos dejará larga huella.


Fuente: Revista de letras

 

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