Crónica japonesa
Nicolas
Bouvier
Traducción
de Glenn Gallardo y Martín Schifino
La
línea del horizonte
Madrid,
2016
248
páginas
“La
cultura japonesa resulta más impresionante cuando es espontánea”. Esta
afirmación se podría aplicar a cualquier cultura, al menos en los años en que
no teníamos que elegir entre una ciudad que simulara a la global, es decir, a
imitación americana, o una ciudad que adoptara la representación de un parque
temático para venderse al turismo. Nicolas Bouvier (Grand-Lancy, 1929 – 1998) viajó durante esos mejores años, al menos en
lo tocante a la cultura japonesa: los años cincuenta, en una travesía en
solitario que le permitió asistir a la recomposición de un país tras la
destrucción de la Segunda Guerra Mundial, y los años sesenta, cuando se
estableció con su familia durante un año para ser testigo de la transformación
de esa cultura japonesa, en plena esquizofrenia entre la llegada de los
primeros rastros de la globalización y la elegancia por seguir siendo
japoneses. “Aquella mañana estábamos muy lejos del desfallecimiento erudito que
la mata”, continúa diciendo, hacia el final del libro, en lo que es una confesión
de sus intenciones: he vivido Japón sin pretender escrutarlo como un
antropólogo con bisturí. Este es el carácter del Nicolas Bouvier que nos
encontramos en este libro, o al menos el que su escritura, precisa, y su
mirada, abierta, denota: Bouvier viaja asistiendo a lo propio de Japón como si
supiera lo que vendrá, pero no se atreviera a delatarlo. Bouvier es un viajero
con conciencia, un valor al alza en el mercado de los viajeros.
Así pues, la sorpresa de esos dos momentos de Japón a los que
asiste producen cierto extrañamiento, en el que se respeta el orgullo del país,
incluso esos restos de creencia en la esencia divina, y ni siquiera el humor
que exhibe está destinado a contrarrestar. Su humor, increíblemente, es una
herramienta para engordar la empatía hacia lo japonés y los japoneses. En ese
sentido, ningún otro viajero ha igualado a Bouvier. Y solo por eso merece la
pena considerar esta Crónica japonesa
como uno de los mejores libros de viajes publicados este año. Al margen de sus
viajes, en los que narra como consigue sobrevivir con apenas dinero, expone la
admiración por la historia de un pueblo que ha conseguido, por ejemplo,
conciliar dos religiones, el sintoísmo y el budismo, para crear más poesía.
Pues ese es el cariz de lo que reconoce Bouvier: la poesía unifica la virtud o
la moderación del pueblo japonés. Frente a ella, encontramos los anticuerpos en
forma de malentendidos por prejuicios occidentales o por intentar un análisis
etnológico. El país, de hecho, en algún momento de su historia ha enfermado de
xenofobia, a causa de la llegada de misioneros y comerciantes.
Pero en 1955 Japón era un país que estaba diluyendo la
membrana que le separaba del resto del mundo. La modernidad empezaba a
integrarse y el mestizaje era agua y aceite. Para comprender el país original,
Bouvier vive pobremente. Decide no correr el riesgo de mirar por encima del
hombro. Y así conoce el Japón de callejuelas y mercados, pacífico y
superviviente. Conoce a los parias y los fotografía. Y narra esos encuentros,
cuando ya ha salido del fango, con el espíritu de revivirlos. No existe ningún
atisbo de soberbia en Bouvier. En 1964, cuando regresa, busca los lugares donde
el país conserva su identidad, aunque reconoce que ha perdido algo de frescura.
Se mueve con pies de plomo. Y con cautela se acerca a lo que queda de la
religión, al budismo zen que ya apenas existe como pegamento para el alma.
Busca a los campesinos, a los ancianos, a la música y a los rituales. Viaja
hasta Hokkaido, la isla al norte donde resulta más inhóspito vivir, y
transforma su mirada en prosa poética: la sencillez, la alegría y la compasión
que le sale al paso, provoca que siga amando Japón. Pero Japón no es un Edén.
Lo idílico, bien lo sabe Bouvier, que es tan inteligente como sensible, si es
que son cosas diferentes, contiene algún tumor que lo adultera. Y en los
momentos de soledad, lo incomoda.
Bouvier será también testigo de la tristeza en un país en el
que el confucionismo ya no se eleva a moral del estado. Y en consecuencia elige
dar voz a los japoneses reales y explotados. Pero la crónica de Bouvier no
acaba en Japón. Queda el viajero, el hombre que se siente vivo, que vive,
frente a lo que hacen la mayoría de sus contemporáneos, que es intentar vivir.
El viajero que aprende y que cuando considera que sus conocimientos empiezan a
deformarle, decide que ya es hora de irse. Por eso, también, admiramos esta
excelente Crónica japonesa.
Fuente: Culturamas
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