Crónicas
romanas
Gabriele D’Annunzio
Traducción de Amelia Pérez de Villar
Fórcola
Madrid, 2013
227 páginas
Un
hombre a destiempo
Siempre
es bueno escuchar la sensata voz de André
Gide: “Tiene don, pero no genio (…); escasa pasión y siempre fría. Decepciona
por igual a quienes aprecian y desprecian su obra”. Este es parte del
comentario que el escritor francés dedicó a D’Annunzio (1863-1938), unas frases que Amelia Pérez de Villar trae a colación en el prólogo de esta
cuidada edición en la que se presenta una selección de las crónicas
periodísticas del autor italiano. Hay que decir, antes que nada, que Pérez de
Villar ha hecho un excelente trabajo de traducción y anotación en este libro
tratado con mimo. Y también que no está de más recordar la figura del excéntrico
D’Annunzio, un hombre con tintes
polémicos no por su carácter literario, sino por una biografía en la que
destacan actos de furia, como la declaración de independencia de Fiume en un episodio posbélico que
leído a día de hoy resulta más rocambolesco que dañino. Pero no dejó de ser una
obra de guerra vestida con el disfraz con que tiñe todo D’Annunzio: la constitución que aprobó declaraba que la música era el principio
fundamental del Estado.
De este cariz es el traje con que se unifican las crónicas romanas que el esteta y algo decadente D’Annunzio fue
publicando acerca de la vida social de la urbe. Unas crónicas burguesas, en el
peor sentido del término, aquel que se identifica con la imitación de la
aristocracia o, lo que es peor, con las ansias de formar parte de la
oligarquía. Basta con ver la selección de estampas que va escogiendo: una
visita a la ópera, a un encuentro de esgrima, un paseo por las plazas del
centro de la ciudad, invitaciones a cenas y bodas de duques y condesas, sobre
todo de condesas. Porque al final las mujeres
de piel lechosa y vestidos con muchos adornos son las principales
protagonistas de estas secuencias, descritas por un autor que toma la posición del voyeur. Las descripciones son
enumeraciones, algo que deja en evidencia el carácter más bien superficial y
hedonista de la sociedad descrita y, en buena medida, también del autor. Aunque
hay alguna tendencia a la hipérbole, mayormente en la vanagloria a todo aquello
que podemos identificar con la estética
prerrafaelita. Como prueba esa presencia de damas blancas, o la selección
de adjetivos ahora en desuso y que no han terminado de envejecer adecuadamente,
adjetivos que confunden, pues pertenecen a otra época y sólo a esa época: dan
testimonio de una era, pero nos alejan de los protagonistas de las crónicas.
Aunque
lo más importante en las crónicas no es la realidad que ve D’Annunzio, sino cómo se adorna esa realidad. Antepone el
cotilleo a la vida. En cierta manera, explica por qué será inevitable la
decadencia de la aristocracia, por qué tendrá que llegar el momento de El Gatopardo. En definitiva, se trata de
un libro con un interés muy específico, un interés que en buena medida no es
necesario, pero puede ser una debilidad, la de curiosear entre la élite que
pretendió ser exquisita, entre quienes creían que su casta era, por supuesto,
superior, pues sólo su forma de vivir significaba algo. Leer estas crónicas es
leer a su autor, interpretarlo, darse cuenta de que aquello que le llama la
atención lo hace o bien por pasión o bien por culpa de sus complejos. Pero no
deja de resultar un mundo que, a día de hoy, posee un toque impreciso de lo
mezquino.
Fuente: La línea del horizonte
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