Desafío a la identidad
Viajes
1950-1993
Paul
Bowles
Traducción
de Rodrigo Rey Rosa y Nicole d’Amonville Alegría
Galaxia
Gutenberg
Barcelona,
2013
572
páginas
El
viajero ideal
“Era
guapo, difícil de impresionar, atento, solitario y sabía lo que quería; su
aceptación casi fatalista le convertía en el viajero ideal”. La afirmación se
encuentra en el prólogo que otro gran escritor viajero, Paul Theroux, dedica a
esta recopilación de piezas de viaje escritas pos su tocayo, Paul Bowles (Nueva
York, 1910 - Tánger, 1999). Y si hablamos de piezas, y no de artículos,
crónicas o relatos, se debe a los varios recorridos que a lo largo de sus años
como viajero Bowles exploró. Podemos encontrarnos el registro más convencional
de los sucesos que le salen al paso, o la recopilación de elementos de una
cultura seleccionados a lo largo de varios meses de convivencia; o una anécdota
que se convierte en un relato, o una descripción de dudosa poesía. Porque en
las piezas más sobresalientes del libro, como en la mejor narrativa de Paul
Bowles, en la que destacan unos relatos a la altura de los mejores escritores
de cuentos de la historia, se entra de lleno en la necesidad de tamizar la
poesía. El caso más evidente tal vez sea el de la descripción del Sáhara que
hace en Bautismo de soledad, un texto
al filo de la hermosura, de no ser por la costumbre de Bowles de imponer a su
obra la virtud de afirmar, por encima de cualquier tensión emocional. Da la
impresión de que en la comunicación con el lector lo que le interesa es
informar, y no un proyecto estético. En su formación como estilista, escoge la
vía de una aparente falta de estilo, lo cual lleva directamente a un lenguaje
coloquial, sin alardes de literato o artista virtuoso. Tal vez a eso se deba el
que se sienta molesto cuando alguien le cataloga como compositor de jazz en el
momento en que él se limita a identificarse como compositor. Lo que le interesa
es la certeza, no la exhibición.
Aunque
el libro comienza con sus debilidades juveniles, representadas por su ansia de
formar parte del paisaje bohemio parisino, rápidamente nos vemos volcados hacia
el norte de África, donde transcurrió gran parte de su vida. Tánger se
transforma en una ciudad que lamenta la pérdida de sus costumbres y conserva
subjetivos rincones de calma. Fez es un lugar en el que descubrir que su alma
posee el ritmo de otro tiempo, que a él le gusta vivir buena parte de su pasión
en el pasado. Casablanca pasa a ser un disparate colonial, frente a un
Marrakech cuyo valor en alza es mantener la tradición y la autonomía de lugares
como la medina o la plaza de Djemáa el Fna. Y luego está la música y el paisaje
del desierto, una austeridad bajo un cielo que hace parecer un borrador a los
demás cielos del planeta.
Del
norte de África, que ocupa el grueso del volumen, Bowles se dirige a Ceilán y
la isla que compró en ese país. Al igual que en los episodios dedicados a
Tánger, en primer lugar viene la pieza dedicada al descubrimiento. A
continuación en la que se enuncian las razones sobre las que se gestará el
amor. Luego cierta solvencia para entender los avatares del lugar, los sucesos
que los nativos más críticos calificarían como miserias y los viajeros de buen
humor como anécdotas rijosas. A estos textos acompañan, por ejemplo, unas
páginas dedicadas a narrar unas horas en Tailandia, consiguiendo el efecto de
un relato en lugar de una crónica, un relato en el que, como en gran parte de
su obra, subyace el tema de que el mundo me es extraño. También una carta desde
Kenia en la que se pretende descifrar el momento histórico que vive el país, o
unas páginas en las que el motivo que unifica el viaje son los loros que ha
poseído, intrigado por las impostaciones de voz del ave.
En
toda su obra, Bowles decide que la literatura salga de la literatura para
retornar a la vida. Algo que resulta muy de agradecer en los libros de viajes,
y que aquí tiene el efecto de hablarnos de un mundo cada vez más ajeno, en el
que era posible romper lazos con el propio. Paul Bowles sigue siendo un autor
imprescindible.
Fuente: Quimera
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