Desde
el país de nunca jamás
Alma Guillermoprieto
Traducción de Margarita Valencia
Debate
Barcelona, 2011
380 páginas
Torres
de piedra
Wojciech Jagielski
Traducción de Francisco Javier
Villaverde González
Debate
Barcelona, 2011
350 páginas
Anatomía
de los viajes al conflicto
Sale
a la luz una colección denominada La Ficción
Real, con la cual
la editorial Debate rinde homenaje a la crónica como género literario. En estos
tiempos la crónica no precisa de una defensa que argumente que se ha
constituido, por mérito propio, en un literatura. Basta con leer cualquier
libro de Kapuściński, por mencionar al cronista más popular de los últimos
años. O también bastaría con acercarse a los clásicos norteamericanos, entre
los que se encuentra Gay Talese, el autor del tercer libro con que se inicia la
colección, esa obra maestra que se titula La
mujer de tu prójimo.
Los
dos títulos que acompañan a la obra de Talese son también magníficos
representantes de un género que día a día va haciéndose más necesario. En una
época en que la información se sucede con el formato y el ritmo de un
videojuego, la lectura sirve para detenerse, para iniciar una meditación. Ambos
libros se centran en reportajes de viaje, lo cual supone al lector entablar con
el texto la distancia que precisa este tipo de obras: la experiencia de
trasladarse a otro lugar equivale a la de trasladarse a otro tiempo, lo que
facilita que el viaje al conflicto conserve intacta su frescura.
Así,
Torres de piedra pasa a ser un libro
valiente, pues la osadía es lo primero que alguien admira en un periodista como
Jagielski. Este autor polaco, digno heredero de Kapuściński, se adentra en la
región olvidada de Chechenia, uno de esos lugares oscuros en el mapa del mundo,
apenas conocido merced a algún delito de sangre. “El Cáucaso no es más que un
polígono de tiro en el cual hacen carrera los políticos rusos”, dirá uno de los
entrevistados. Chechenia es un país sin ley, un territorio en el que la
perplejidad del viajero, ese ¿qué hago yo aquí?, se revuelve contra el lector.
Al fin y al cabo, uno no puede dejar de preguntarse qué se le ha perdido a
Jagielski allí. “Conseguir ser testito de un suceso de principio a fin no
resulta nada fácil, y menos aún contemplarlo todo desde ambos lados de la
barricada, tener una visión completa del hecho, para así depender únicamente de
las observaciones e impresiones propias”. Y más complicado aún resulta cuando
este hecho es tan enorme como una guerra. De ahí cierto extrañamiento que emana
del reportaje, incrementado por la estirpe de personajes que van saliéndole al
paso: desheredados, desahuciados, combatientes sin romanticismo, dirigentes
perdidos en un mundo perdido. Más que en ninguna otra obra, más, incluso, que
en los ensayos de Edward Said, en Torres
de piedra queda patente que el camino de Oriente y el de Occidente son
paralelos.
El
noble intento de Jagielski es el de sacar a este territorio y a esta guerra del
oscurantismo. Y el planteamiento es la necesidad de que esto suceda, pues no
hay personajes en esta obra, sino personas, gente que bregan por encontrar sus
dignidades: la dignidad del perdedor, la dignidad del hambre, la dignidad del
soldado. Y estas dignidades se confunden, con frecuencia, con los códigos de
honor, y se identifican, gracias a los planteamientos de Jagielski, con la
memoria. Si ser humano significa poseer memoria, los habitantes de Chechenia se
ganan este apelativo a fuerza de luchar por una libertad casi imposible de
definir. Al parecer, existe un robo de la libertad, pero también un miedo a ser
libres, lo cual implica llevar a todo un pueblo en un naufragio a la deriva.
Apenas alguno de los individuos con que se topa, gente peculiar y divergente,
se atreve a enunciar principios sobre los que podría construirse la libertad
del pueblo, un estado.
Jagielski
se erige en testigo de la injusticia al reflejar el territorio desconocido en
que habita gente que ha perdido su mundo. De su narración de los hechos se
deduce ese grito que pide una voz para el que no la tiene, para una gente que
tiene el carácter del lobo, un animal tan temido como admirado. Y al mismo
tiempo, no renuncia a su papel de periodista a la búsqueda de una explicación.
De ahí sus indagaciones geopolíticas que alternan con el viaje, unos reflejos
históricos que ponen sobre el tapete la distancia tan enorme que existe entre
la realidad a pie de guerra y las caprichosas estrategias de algunos dirigentes.
Torres de piedra es un libro
poliédrico, en el que no se renuncia ni al relato de viajes ni a la historia
contemporánea, en el que se pretende explicar informando. Pero sobre todo es un
relato demoledor en el que todo su contenido se aboca a unos capítulos finales
por los que deambulan, con su presencia excéntrica, ruinas humanas, la derrota
sin paliativos ni dignidad, y la peor exégesis de la depresión.
“La
fe revolucionaria es dura, y exige sacrificios absolutos: la danza me pareció
de repente una disciplina frívola”. Y con esa motivación Alma Guillermoprieto,
una de las mejores periodistas vivas, razona el abandono de su carrera como
profesora de baile para afrontar necesidades como la de “entender la violencia
–y la indiferencia ciudadana ante ella-“, que, apunta, parece haber sido el
sino de los latinoamericanos. Y, también, para “conocer los sueños y
padecimientos de los nuevos ciudadanos latinoamericanos bajo las condiciones de
una modernidad que nunca acaba de llegar”.
Desde el país de nunca jamás es una recopilación de las crónicas que
Guillermoprieto ha escrito a lo largo de treinta años, todas ellas vinculadas a
América Latina, y todas con el conflicto como eje narrativo. No importa si este
conflicto toma la forma más descarnada, como una masacre en El Salvador, o explota
alguna versión algo cutre de la vida cotidiana, como la neurosis colectiva que
produce el asesinato de una actriz de telenovela brasileña.
Se
presenta el libro como una suerte de patch-work
social y político, en el que se retrata toda América Latina: desde un Fidel
Castro fiel a sus principios y una Cuba bipolar, a los repudios por el horror
de la sangre y todo lo bélico; desde la rebeldía juvenil a la literatura; desde
las diferentes cataduras morales de los demagogos, gobernantes y empresarios, a
la lucha de clases y la lucha étnica; desde lo más pintoresco a la teología de
la liberación. De toda esta colección de retazos se decanta la esencia del
proyecto literario de Guillermoprieto, que es la búsqueda del hombre decente.
Una búsqueda que incrementa su voracidad intrigante al producirse en un
territorio en plena formación, al estar retratada por alguien que está siendo
testigo de la evolución de buena parte del planeta. Interesa, pues, que este
cronista sea un reportero libre. Y esa es la impresión que da Guillermoprieto,
la de alguien que se limita a registrar, hasta el punto que al describir
imágines, algunas colmadas de horror, se diría que practica puro voyeurismo:
apenas existen los recursos literarios en su prosa.
El
estilo es tan sobrio como difícil, uno de los puntos fuertes de sus crónicas.
Al leer sus reportajes, uno tiene la impresión de que una crónica no puede ser
nada más que esto: alcanzar al lector como si se estuviera dirigiendo a su
mejor amigo y necesitara informarle con velocidad, pero con paciencia. Su
principal herramienta de trabajo parece ser la memoria, más que el cuaderno de
apuntes. Las definiciones de los personajes están condensadas en muy pocas
palabras –“Evita no era una persona, sino un gesto hecho cuerpo”, dice para
definir a la mujer de Perón-. Las intervenciones de los entrevistados toman
forma de diálogos naturales, integrados en un texto mayor, y sólo se recurre a
ellas cuando no queda más remedio. Y no existen otros juicios morales al margen
de los que el lector pueda extraer de lo narrado, porque, por ejemplo, ¿qué
tipo de juicios morales son necesarios emitir cuando se habla sin veladuras de
los crímenes de Ciudad Juárez o de la matanza de El Mozote?
Leyendo
estos libros que ahora Debate pone a nuestro alcance, cabe plantearse si frente
al reportaje cualquier otro género literario no empalidece. O, por utilizar la
expresión de Guillermoprieto, no puede parecernos una disciplina frívola. Y,
sin embargo, al mundo sigue faltándole poesía.
Fuente: Quimera
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