viernes, 15 de diciembre de 2017

EL SUEÑO ETERNO DE KIANDA

Entrevista Borja Monreal
‘El sueño eterno de Kianda’



En Europa se mantiene vivo algo que se conoce como el sueño de África. Sin embargo, en África el sueño de Europa es una necesidad. Pero centrándonos en los puntos donde suceden los encuentros en la novela, ¿qué ve en Angola un tipo de Londres que no vea un angoleño? ¿Qué ve en Londres un angoleño que no vea un europeo?

El de Londres en Angola ves los colores; la suciedad, que para los locales forma parte del entorno; los olores, profundos, variados, a veces nauseabundos; los mercados inmensos, llenos de vida y de alegría, de barullo; la miseria normalizada, confundida con el paisaje; los paisajes de una potencia abrumadora que muestran una naturaleza más pura y más hermosa… ve la vida llevada al extremo y los extremos a los que te lleva esa vida…

Desde la distancia, el angoleño ve en Europa las oportunidades, el glamour, la vida fácil y lujosa, los coches, las casas de dos pisos con jardín… pero de cerca, cuando la viven en sus carnes, ven, además de todo eso, la soledad más absoluta, la desaparición de lo social frente a un individualismo atroz, el ruido perenne, el ajetreo, los nervios constantes por llegar tarde a ningún sitio, el olvido de nuestros mayores y la desintegración de la familia. Una Europa mucho más desfigurada que les causa un choque emocional.


El libro nos habla sobre los refugiados, a quienes vemos emprender la forma más horrible de viaje que puede existir. ¿O no? Si suponemos, pues, que cualquier otra forma de viaje es una fórmula más o menos sofisticada de hacer turismo, ¿hay que definir el concepto viaje? ¿Debemos derribar el mito porque frente al viaje del refugiado los demás desplazamientos empalidecen?

El viaje de los refugiados no es atroz por su naturaleza como viaje, como recorrido, sino por la utilización mafiosa que se ha generado en torno a una odisea necesaria para la supervivencia. Pero lo cierto es que hoy en día el concepto de “viaje” ha perdido gran parte de su esencia. No tanto por el ejemplo de los refugiados, que nos muestran el lado más oscuro del desplazamiento, sino porque antiguamente, lo que hacía el viaje era el camino. Ahora en cambio lo hace el destino, nada sucede hasta llegar a él. Es como si nos teletransportásemos de punto a punto para echar un selfie y huir al siguiente check point. Al viaje lo matan las prisas y las tecnologías: ¿para qué viajas, para conocer, para reconocerte, o para poder contarlo a través del puto móvil a los que esperan en su insulsa vida al otro lado de la línea? Hemos perdido la esencia de viajar, de encontrarnos con el otro a través de la necesidad que provocan las dificultades.
En eso hay una cosa en común en mi concepción del viaje y en el que emprenden los refugiados: el suyo, por su naturaleza cruel y trágica, es una experiencia vital de aprendizaje en conjunto y de encuentro permanente con lo desconocido. Lo penoso es que ellos no tengan la opción de elegirlo y nosotros, que podemos, elegimos la foto frente al camino.

Usted ha sido cooperante. Existen distintos tipos de cooperantes, pero, ¿son también viajeros? ¿Cuánto hay de vividor en un cooperante integrado en una gran organización? En caso de que un cooperante no actuara bajo cierto egoísmo, aunque ese consistiera en que su bienestar depende de ver cómo mejora el bienestar de otros, ¿crees que soportaría la convivencia con los refugiados?

Existen tantos tipos de cooperantes como personas: viajeros, vividores, beautiful people e incluso tropical gangsters… pero también los hay comprometidos, dedicados, convencidos de su trabajo. Uno de los problemas de la cooperación es que se ha alejado del “afectado”. Ya no convive demasiado con el que está jodido, y esa falta de empatía, unido a un crecimiento desmesurado de la industria de la ayuda, ha provocado una desconexión entre el cooperante y su razón de ser. Los refugiados, con sus historias, son una cura rápida ante esta falta de empatía. Nadie puede permanecer ajeno a un relato humano de los sentimientos de una persona que se ve obligada a huir, a separarse de su familia, para buscarles a todos ellos una vida mejor. Y estos filtros son necesarios, un bandido en el sector de la ayuda es como un policía corrupto, el ejemplificador en pecado.


Se habla con frecuencia de gobiernos corruptos, y ese mal implica la tragedia que viven los personajes de su novela. Pero, ¿por qué no se habla de los corruptores? ¿Quiénes son?

Muy cierto. Yo sí hablo de ellos en mi novela. Pero cuesta más hacerlo porque el corruptor se parece mucho más a cada uno de nosotros. Y como se parece tanto, construimos un imaginario que justifique al que hace lo que nosotros podríamos hacer, y lo omitimos de los juicios morales. El corrupto es el corruptor en una posición de poder y de fuerza. Así que, ¿quiénes son? Personas corrientes que prefieren coger el camino fácil a hacer lo correcto. Y estas personas se sientan en muchos lugares y posiciones diferentes, generalmente vinculadas al mundo económico. 

La colonización fue un martillo golpeando en un clavo sin interrupción. ¿Con qué compararías la descolonización, ya que se trata de algo también traumático? Y, sin embargo, la etapa de la descolonización fue una época de esperanza. ¿Es un bien la esperanza? ¿Acaso no ha exterminado también el sueño de África y el sueño de Europa?

La esperanza es la base del progreso. Soy un firme defensor de la utopía como meta a ser perseguida. Nadie hace cien años era capaz de concebir nada de lo que hoy es una realidad normalizada. Europa, con todos sus defectos, es la realización de un sueño común que, en la práctica, está llena de las contradicciones que te impone la realidad. Las Áfricas también sueñan y generan utopías que, en unos casos se van alcanzando y en otros están todavía en stand by. En parte por esa alegoría de la caverna que fue la colonización en la que se hizo creer al africano que el mundo, la estructura social, debía ser de una determinada manera en la que él jugaba un rol secundario: les obligaron a ser las sombras cuando fuera había un universo entero que estaba por descubrir. Pero salir de la cueva cuesta tiempo y el mundo ahí fuera es jodido, mucho más teniendo en cuenta todo el tiempo que llevaban allí dentro…  

Por último, la pregunta más complicada. Uno escribe una novela extensa en la que se denuncia la maldad más extrema a la que es capaz de llegar el ser humano. ¿Es posible hacer literatura con eso? La literatura supone un proyecto estético, ¿cuál es el riesgo de este tipo de obra tan social? ¿Cómo se soluciona, si es que considera que debe evitarse, o cómo se profundiza en él?

No es solo posible, es necesario, casi obligatorio. La literatura es y debe ser un arma de concienciación social. ¿Qué otro instrumento, además de la literatura, te garantiza una atención permanente de personas diferentes en lugares distintos durante 12 horas? No soy enemigo de la literatura del entretenimiento… pero me parece un desperdicio supremo. Por eso, el riesgo de hacer lo que yo hago es no llegar a un público que solo quiere abandonarse a la lectura. Ese mejor que no me lea… yo escribo para mover a la gente, para generar un cambio social y para convencer de una serie de valores que creo necesarios. Por supuesto que lo hago a través de una historia atractiva y que permite al lector introducirse en una realidad abrumadora que le hace, al menos un poco, aprender casi sin darse cuenta. Pero no me olvido de mi compromiso social. De mi razón de ser. Yo, todavía, no me he olvidado del porqué soy cooperante.

Por otro lado, la estética no está ligada con la maldad. De hecho, algo terrible puede ser hermoso en su forma. Yo cuento la historia de unos personajes en un contexto histórico y social extremadamente difícil. Pero este contexto hace también sacar lo mejor de las personas. El sueño eterno de Kianda es exactamente eso: la reacción de diferentes personas ante una situación dificilísima. Y eso me da la oportunidad de contar las dos caras del ser humano, el día y la noche. Y el día en que acabó la noche. 

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