“MÁS
ALLÁ DE VUESTRAS LEYES HAY UNA PRADERA”
Por Ricardo Martínez Llorca
No
existe el caminante que no se haya quedado corto. Y tampoco el individuo que
haya cimentado sus ideas sin moverse de la silla, que no haya terminado por
hacer el ridículo. Porque el caminante es un soñador y lo que importa es soñar,
no solo el camino, en tanto que el otro termina por cultivar los pensamientos
de un inquisidor. Si uno piensa en Pessoa, por ejemplo, y lee con cuidado su Libro del desasosiego, la conclusión a
la que llega es que esos párrafos que escribía en un café habían brotado en el
trayecto entre su casa y la oficina. Pero el mundo actual ya no se puede medir
en la escala en que lo medía Pessoa. La escala, de hecho, ya no es humana: ni
en espacio, ni en tiempo ni en experiencia. Sobre este principio es sobre el
que trabaja Rebeca Solnit (San Francisco, 1961) en su libro Wanderlust: una historia del caminar
(Capitán Swing), uno de esos ensayos felices, uno de los libros de mejor calado
que se publicaron en España a lo largo del año 2015. A su juicio, caminar es
incompatible con la propiedad privada, o al menos con la propiedad privada tal
y como se impone desde las grandes empresas, entre las que se encuentran muchos
estados. Al Solnit no se le escapa ninguna de las formas del caminar, desde el
caminar juntos con ánimo de transformar el mundo, como en las manifestaciones,
hasta la prostitución. Aunque no oculta que caminar es, por encima de la otra
opción, caminar al aire libre. En ese sentido escrutando un mapa del mundo en
el que ya todo está descubierto, la impresión que uno tiene es que solo cabe
caminar por los lugares donde aún no se han impuesto las barreras físicas
construidas por el hombre, como sucede en el Sáhara, como sucede en Mongolia.
El
mundo se está descompensando por culpa de unas dietas que suponen que alguien
eligió por cada uno de nosotros si perteneceremos a la estirpe de los gordos o
a la de los hambrientos. La obesidad roba territorio en las manchas de la
Tierra donde la gente podría disponer de espacios, tiempos y experiencias para
caminar. En alguno de los pasajes de Wanderlust
se tiene la impresión de que ese mundo del paseante, ya extinto, del hombre
que reconocía una música interior mientras acompasaba su ritmo acompañándola,
ya sido sustituido por la grasa. Y esta impide algo que uno llamaría
espiritualidad sino fuera porque el término, de tan mal usado, parece cursi,
facultara la compasión necesaria para exterminar esa otra parte del mundo, la
de los hambrientos. Ahora la gente se mueve dentro de compartimentos estancos,
que con frecuencia se llaman automóvil, entre las fronteras de algo que con
frecuencia se llama ciudad, lejos de la idea romántica de que la vida rural y
humilde es un suelo más fértil para las pasiones esenciales del corazón. Si el
romanticismo supuso en su momento una subversión en la forma de entender el
sentido del paseo, pues ellos fueron pioneros en sugerir que caminar era un
acto cultural, una experiencia estética, Solnit aboga por una nueva revolución.
O por la misma del romanticismo, ese caballo de Troya que introdujo el gusto
por el caminar, y que acabaría por democratizar el paisaje echando abajo las
barreras en torno a las propiedades aristocráticas.
En
este sentido, existen pocos textos tan esclarecedores como la novela El sendero en el bosque, de Adalbert
Stifter (Impedimenta). En ella se resume la biografía de un urbanita, ocioso,
en edad de merecer que su desidia le inclina hacia la soltería. Se trata de una
novela de iniciación en la que el protagonista supuestamente cruzó por la
adolescencia años atrás. Hasta que un doctor, una especie de sanador místico o
de persona que ejerce eso que hoy en día se conoce como Mindfullnesh, le recomienda hospedarse en un balneario durante una
temporada para sanar sus dolencias, sus fobias, sus angustias. Allí el
protagonista comenzará a conocer el bosque como antes conocía la ciudad, es
decir, en lugar de ver un plano general en el que el paisaje cambia suavemente,
encuentra particularidades, oportunidades, transformaciones abruptas: el muro
de piedra, el sol, el árbol, el sendero, la vegetación que desaparece al ganar
altura. Poco a poco, a pesar de sus intentos por mantener la consciencia de
quien era antes, pierde la noción del tiempo y esa libertad le permite conocer
a los habitantes del valle, generosos, sencillos. A medida que disminuye la
ansiedad y descubre el ensimismamiento, el protagonista aprende a valerse por
sí mismo. Y el que se vale por sí mismo ya está capacitado para enamorarse.
Ralph
Waldo Emerson, en su texto Naturaleza
(Olañeta), comienza con la pregunta “¿Para qué la naturaleza?”. La cuestión
está planteada de forma muy oportuna, al menos para el urbanita. Al menos para
gente como el protagonista de El sendero
en el bosque: “para qué la naturaleza” no es lo mismo que “por qué la
naturaleza”. Las respuestas de Emerson vienen en reflexiones con especulación
de ensayo, pero con afán de imponer el lirismo: la naturaleza se refiere a
esencias inalteradas por el hombre, como el aire o la hoja; la naturaleza
proyecta cierta luz sobre el misterio de la humanidad; la influencia moral de
la naturaleza en todo individuo es la cantidad de verdad que ilustra para él
-de nuevo encontramos la respuesta a un “para qué” ingobernable, dado que debe
referirse a la naturaleza con la mayor de las construcciones del hombre: el
lenguaje-. Y: “…como cuando el verano llega desde el sur fundiendo las masas de
nieve, y el rostro de la tierra reverdece de nuevo, así el espíritu que avanza
lo adornará todo a lo largo de su camino, llevando consigo la belleza que le
acompaña y el hechizo de su canto; diseñará rostros hermosos, corazones
afables, discursos sabios y actos heroicos en torno a su camino, hasta que el
mal ya no pueda percibirse”. Aunque su cita más sugerente es esa en la que
afirma que la salud de la vista parece exigir un horizonte, que nunca nos
cansamos mientras podemos ver bastante lejos. Emerson convoca el poder sanador
del caminante en el hecho de que el paseo tenga lugar en la naturaleza y el
caminante transforme su forma de mirar con los ojos. Se trata, sin duda, de
facilitar el entendimiento con quien leyera su discurso. Pues si entre las
esencias inalteradas por el hombre está el aire, que es lo invisible, el
caminante no fiará todo a la mirada: el aire se hace visible con el viento y
con el calor o el frío, que es algo que percibimos a través del tacto.
Regresando
de nuevo a Wanderlust, donde Solint
actualiza los pocos ensayos que sobre el caminar se han escrito, lo que Emerson
llama horizonte, contraponiéndolo a pared, se parte de una serie de
presupuestos que, intuitivamente, poca gente se atrevería a rebatir. El caminar
está del lado de lo abierto en contraposición a lo secreto, de la propiedad
pública en contraposición a la privada, de la vida en contraposición al poder.
Se trata de una experiencia de la mirada, sí, pero de la mirada como parte del
cuerpo. Caminar es “una experiencia corporal que no produce nada más que
pensamientos, experiencias, llegadas”, afirma Solnit. En ese sentido, William
Hazlitt, en su clásico ensayo De las
excursiones a pie (incluido en Caminar,
editado por Nórdica), establece una tetralogía de pensamientos, experiencias y
llegadas: libertad, talento, amor, virtud. Algo que, añade, se obtiene paseando
en solitario. El ensayo de Hazlitt nos regala la idea de que esos momentos de
misantropía, que nos resultan tan necesarios, deberíamos procurar que
sucedieran en el campo. Hazlitt reniega del encanto de pasear y charlar al
mismo tiempo. Robert Louis Stevenson apoya a conciencia este parecer sugiriendo
que la excursión a pie, en solitario es esencialmente libre. Su Caminatas (incluido también en Caminar, editado por Nórdica) es una
defensa del estado de ánimo que siente quien se hace al camino, dispuesto a
recibir todo tipo de impresiones y dejar que los pensamientos adquieran el
color de lo que vemos. Dicho de otra manera, en el caminar ya no interviene el
cuerpo como ser que comulga con el exterior. Stevenson introduce el pensamiento
o, con más acierto, los colores de lo que vemos, lo cual hace suponer que
nuestro interior también se está tiñendo de colores, al igual que antes marcaba
una música, otro arte no muy alejado del color.
Cualquier
maestro zen se pronunciaría afirmando que meditar mientras se camina no es
caminar e ir meditando: es caminar. Hazlitt se pronuncia en idéntico sentido
cuando sugiere que las excursiones a pie nos dejan a nosotros mismos atrás.
Aunque, a la hora de la verdad, un buen número de personas parten para librarse
de los otros. Hazlitt menciona el silencio, al igual que el maestro zen. Pero
su silencio no sería incómodo, de esos que se quiebran bajo los lugares comunes
o las tentativas de ingenio; es un silencio al ritmo de la elocuencia perfecta
del corazón. Stevenson lo define como un estado de ánimo que comienza con la
esperanza y con energía, y con la paz y la saciedad espiritual del descanso de
la noche. Los que pertenecen a la hermandad del paseante, a juicio de estos dos
clásicos, se enfrascan en unos sentimientos a los que no cabe atribuir
definiciones, palabras, porque los sentimientos no se enuncian, no se explican,
se aprenden de manera autónoma, en soledad. Y los buenos sentimientos, los más
necesarios, son los que generan un estado de ánimo como el que embriaga a quien
se hace al camino. Sus ensayos destilan la idea de que nada combate mejor la
ansiedad que los paseos a pie por la naturaleza, cuando poco a poco incorporamos
el paisaje o nos incorporamos al paisaje, hasta que observamos todo como en un
animado sueño, hasta que somos incapaces de crear nada porque, afortunadamente,
necesitamos espacio para recomponernos en tanto que nos convertimos en criatura
del momento, perdida, hace horas, nuestra tormentosa personalidad. Si Hazlitt
es contundente en su conclusión: “No es domesticable nuestro carácter romántico
e itinerante”, Stevenson es mucho más expresivo: “No controlar el paso de las
horas durante una vida es vivir para siempre”. El propio Chatwin, un andarín
contemporáneo, recogería la idea cuando afirmó que el movimiento es la mejor
cura para la melancolía. Y la propia Solnit actualiza la enfermedad para que no
la temamos, dando por supuesto que para quien necesite reflexionar o crear,
como sucede a la mayoría de los caminantes, en pequeñas dosis, la melancolía,
la alienación y la introspección se cuentan entre los placeres más refinados de
la vida.
Ahora
bien, ese Beatus ille que entonan
estos dos bardos nos lleva a preguntarnos a qué se debe su anhelo por caminar
inmerso en la naturaleza. Al fin y al cabo, ¿a qué ruidos se exponían durante
su vida cotidiana en la ciudad?: el paso de cuatro coches tirados por caballos,
el grito del afilador o el anuncio del recogedor de chatarra, la luz de gas
interrumpiendo la noche, el humo de pipa en los salones para hombres, una
docena de personas con las que se cruzaban durante el trayecto entre su casa y
la del sastre, las maldiciones que mascullaba el vecino al combatir la plaga de
orugas que roían las hojas del rosal. Tiene que ser de nuevo Rebeca Solint, a
través de su brillante ensayo, la que actualice a los excursionistas clásicos.
En su libro no falta a la cita con el paseante urbano y con el flaneur. Una novedad que se impone para
combatir la soledad haciendo del día a día multitud: “Las ciudades han ofrecido
siempre anonimato, variedad y conjunción, cualidades las tres que se disfrutan
mejor caminando”. Pero unas cualidades que también, según sus criterios,
imponen una insalubridad deliciosa: un caminar oscuro que deriva en
prostitución, ligoteo, compras, desórdenes, fisgoneos y otras actividades
placenteras, pero que difícilmente alcanzan la altura moral del gusto por la
naturaleza.
De
entre todos los escritos de Henry David Thoreau en este sentido, en los que
inevitablemente defiende esa misma idea, si existe uno que merezca la pena leer
por su espontaneidad son sus diarios (El
diario (1837 – 1861), Capitán Swing). “Toda idea preexiste ya en la
naturaleza”, afirma. Una frase que bien podría encabezar Las ensoñaciones de un caminante solitario, de Rosseau, o bien
resumir el volumen completo, pues “durante un paseo es capaz de vivir en el
pensamiento y la ensoñación, ser autosuficiente y, de este modo, sobrevivir al
mundo”. Thoreau era muy radical en su propuesta: “Si estás listo para abandonar
a tu padre y a tu madre, a tu hermano y a tu hermana, a tu esposa y a tu hijo y
a tus amigos y no volver a verlos, si has pagado tus deudas y has hecho tu
testamento y has arreglado todos tus asuntos y eres un hombre libre, ya estás
listo para un paseo”. Por otra parte, no dejaba de existir cierta impostura en
su propuesta, pues su legendaria estancia en Walden, desde donde partirían
buena parte de sus excursiones a pie, es un alejamiento relativo, a tan pocos
kilómetros de su Concord natal como para poder llegar a la casa de su familia
un mediodía de invierno para comer del puchero común, junto al fuego del hogar.
Pero Solnit otorga beneficios para los demás también en esta figura. Descubre
el juego, tan a la orden del día en la actualidad, donde las normas federativas
sugieren que se debe ir a recoger setas armado con un GPS o no hay mochilero
que viaje sin la Lonely Planet de turno, en el que se demuestra que uno no es
un vagabundo real. Sin embargo, hay que estar bien asentado para desear
semejante tipo de movilidad, lo cual es un elogio del juego. Y nuestro
aprendizaje siempre comienza jugando. En cualquier caso, la impureza del
caminar también lo hace valioso, a través de los pensamientos con que uno topa
o los encuentros ya inevitables hasta para los peregrinos. O sobre todo para
los peregrinos que representan en nuestra cultura el viaje espiritual.
“Si
la vida misma se describe como un viaje, dicho viaje se suele imaginar como un
viaje a pie”, dice Solnit. Quien también se refiere a la edad de oro del
caminar, la misma que hoy mitificamos, “que comenzó a finales del siglo XVIII
y, temo, expiró hace algunas décadas; una época caracterizada por la creación
de lugares por donde caminar como por la consideración del caminar como un
placer. Esa edad de oro brilló al máximo a comienzos del siglo XX”. Es en esa
época, o en la idealización de esa época, que no comienza con ninguna fecha
concreta ni, por supuesto, debemos dar por finalizada, en la que se concentra
el ensayo de David Le Breton, Elogio del
caminar (Siruela), otro libro clásico ya entre la familia de los
rompesuelas. Le Breton comienza afirmando que caminar es vivir el cuerpo. Y
para ello propone dicha actividad como algo propiamente humano, como una forma
de dar sentido al mundo, de comprenderlo y compartirlo, como hizo el primer ser
humano cuando se puso en pie y cambió la existencia. Así es como el hombre que
comienza a caminar vuelve a transformar el mundo cada vez que da el primer
paso. Entonces el mundo queda reducido a las proporciones del cuerpo, también
en la escala temporal. También en la travesía por el silencio. Le Breton consigue
definir ese silencio donde Stevenso o Hazlitt no acertaron: “El caminante está
a la escucha del mundo”. El silencio es un filón moral que nos permitirá
retomar el contacto con el mundo. El silencio es un “aliado a la belleza del
paisaje”.
Aunque
esté escrito a finales del siglo pasado, Le Breton no abandona la tradición de
la mirada del caminante que defendiera Stevenson o Thoreau. Para él, caminar es
una poda de todas las preocupaciones. La necesidad de orientarnos, de valorar
esfuerzos, de afrontar el incesante desequilibrio de la Tierra, nos reduce a
una esencia en la que somos una emoción antes que una idea: “una bienaventurada
humildad ante el mundo”. “Me paré hoy en el camino para admirar cómo los
árboles crecen sin premeditación, indiferentes al tiempo y a las
circunstancias. No esperan, como hacen los hombres”, son palabras de Thoreau,
escritas a vuelapluma en su diario, que exponen en concreto la hipótesis que en
abstracto defiende Le Breton. “El panorama de estos bosques en flor me
intoxica: esa es mi dieta”, expone Thoreau; o: “No podía permanecer sentado
mientras soplaba el viento”, “todo paisaje me sería agradable, si se me
asegurara que el cielo se extiende, como un arco, sobre un único héroe”, “¡Ah,
querida naturaleza, el mero recuerdo de los bosques de pinos, después de
haberlo brevemente olvidado! Vengo a ella como un hombre hambriento a una
corteza de pan”, “el interés que tengo en el sol, en la luna, en la mañana, en
la tarde, me lleva a la soledad”, son alguna de las citas que se pueden extraer
de la lectura de los diarios y que suponen un avance de la teoría, romántica,
de Le Breton quien, a su vez, aporta otra conclusión que firmaría su amigo en
el alma: “Así como la vida ordinaria es a menudo amnésica respecto a las
cuestiones fundamentales –excepto cuando se enfrenta a la ausencia, a la
enfermedad o a la muerte-, en el camino cada instante nos enfrenta a una
continua interrogación basada en asuntos mínimos”. Pero ese amigo puede ser
mucho más concluyente que el intelectual francés: “Más allá de vuestras leyes
hay una pradera (…) No hay armonía entre un corredor de bolsa y la puesta de
sol”.
Solnit,
que reúne el romanticismo de uno, la inteligencia del otro, la curiosidad del
tercero, la lectura de todos ellos, también defiende que si hay una historia
del caminar, tiene que llegar allí donde el ocio está menguando, donde los
cuerpos están en el interior de edificios. Caminar es un acto subversivo en
este extraño y disparatado mundo, tan yermo y tan prosaico, hecho más para
estar de paso que para ser vivido, que dijo Thoreau. El caminante solitario
estaría en el mundo, pero aparte de él, es más que espectador, pero menos que
participante. Y pone como ejemplo a John Muir, el pionero en considerar que
caminar por el paisaje define la virtud de la defensa de la Tierra, que el
caminante batalla contra la explotación económica del medioambiente en nombre
del progreso. Ese progreso, esa economía que nos ha transformado a todos en
almas con problemas, eso que en la Edad Media se conocía como un alma errante. Le
Breton da por supuesto que la cura es inalcanzable en tanto la sociedad exista
bajo las premisas con que ahora tenemos que soportar, esas que toleran tan mal
el vagabundeo como el silencio. Basta con reconocer el éxito de los televisores
en la colonización del espacio familiar para hacer irrebatible este aserto.
“El
caminar como una actividad cultural, como un placer, como un viaje o
simplemente como un modo de moverse está decayendo y, al decaer, desaparece una
relación antigua y profunda entre cuerpo, mundo e imaginación. Quizás se pueda
imaginar el caminar como una “especie indicadora”, para usar un término propio
de la ecología. Una especie indicadora refleja la salud de un ecosistema y su
disminución o puesta en peligro puede ser una temprana señal de alerta de que
sufre un problema sistémico. Caminar es una especie indicadora de varios tipos
de libertades y placeres: tiempo libre, espacio libre y atractivo y cuerpos sin
trabas”. Solnit no es optimista respecto al futuro de quien sana, aunque sea
levemente, mientras camina. La falta de espacios y tiempos, la desaparición de
los instantes reflexivos no planificados que han suscitado pensamientos y
ensoñaciones, concluyen en la decadencia del caminar. “Las máquinas se han
acelerado y las vidas les han seguido el ritmo”. Si algo caracteriza a la vida
contemporánea, es una neurosis con acento urbano. Solnit reivindica la lucha
por el espacio libre, por la naturaleza e incluso por el espacio público, lo
cual supone tanto como hacer apología de la insurrección. Una lucha que carece
de sentido si no va acompañada de la lucha por el tiempo de ocio para recorrer
dicho espacio. “De otro modo, la imaginación individual será allanada para
montar en su planicie cadenas de tiendas que sacien el apetito consumista,
agiten la delincuencia y provoquen las famosas crisis”.
Fuente: FronteraD
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