De viaje: la India y América
Stefan
Zweig
Traducción
de Francisco Uzcanga
Sequitur
Madrid,
2016
94
páginas
No se deben valorar los
relatos de viaje igual que el resto de los libros. Porque pueden ser objeto de
una doble lectura: la que se hace movido por la curiosidad o la que persigue un
afán verificador (…). Sólo aquellos libros de viaje (…) que son capaces primero
de encender la fantasía y de certificar después lo vivido, pueden ser
considerados realmente valiosos.
Las
frases son un extracto de la introducción a este volumen en el que se recopilan
las crónicas que Zweig (Viena, 1881 – Petrópolis, 1942) dedicó a su paso por la
India y por América del norte. A continuación, Zweig hará una defensa de la
manera de documentarse, no mucho, pero sí lo imprescindible antes de emprender
viaje, reflexionando sobre los libros leídos, y el imperio de elegir un
lenguaje y una estructura sin florituras ni privilegios literarios. Pues una
crónica de viaje debe ser un ejercicio de escritura al alcance del entendimiento
de cualquier lector.
Los
dos primeros capítulos los dedica a sendas estancias en la India, una Gwalior y
la otra en Benarés. Se trata de escritos de juventud, algo engolados y que no
abandonan la mirada neocolonial, esa que traduce lo pintoresco, enamorándose de
ello con ilusión, al tiempo que lamenta la europeización. Porque siente que el
país va perdiendo su identidad, ese lienzo al que presta atención, esa India
entre lo mágico y lo decadente, o entre lo mágico y lo siniestro.
El
grueso del volumen está dedicado a Estados Unidos y Canadá. De Québec destaca,
con un estilo más maduro, sus sensaciones, una buena forma de sentirse acogido
en un territorio que, no se explica cómo, ha conservado la francofilia a pesar
del acoso de la conquista inglesa primero, y norteamericana después. A Nueva
york le dedica varias páginas en las que destaca que esa ciudad no es paisaje:
es movimiento. Su impresión conserva verosimilitud, e incluso se ha visto
incrementada esa tensión muy alta que le atraviesa en las calles de la Gran
Manzana. Al contrario que las ciudades europeas, que son paisaje, Nueva York es
electricidad, fugacidad, sucesos a todo trapo. Eso en una ciudad en la que en
un paréntesis para asistir a una ópera de Wagner y descansar entre lo alemán,
encuentra que el público masca chicle durante la representación.
Luego
recorre las obras del canal de Panamá, para hacer una loa a la era de la
máquina, un elogio desenfadado y triste, pero elogio al fin y al cabo de la
actividad de los monstruos mecánicos. Se muestra orgulloso de ser testigo de la
transformación del mundo.
Cuando
aterrice en Detroit, años más tarde, ya será un escritor consagrado. Y allí se
centrará en el proceso de fabricación de los automóviles, sintiéndose guiado en
una visita a una fábrica en la que no parece existir ninguna persona. La
mecanización le lleva a resaltar la figura del Edison inventor.
Más
tarde dedicará unas reflexiones, tras su paso por varias ciudades del sur de
Estados Unidos, al problema racial. Este capítulo es sonrojante y solo cabe
perdonárselo por la juventud que tenía el siglo XX. La postura de Zweig hacia
el problema de la integración de la gente de raza negra no termina de ser
digna, sobre todo al compararla con la que tiene respecto a otros no
integrados, los judíos. Vaticina un final trágico al ascenso social de los
negros, debido a sus instintos primarios, y considera que están cómodos en esa
situación precaria tanto en lo social como en lo cultural. Pero no hay que
darle importancia, pues a fin de cuentas, no deja de ser la idea de un solo
hombre la que figura en las últimas páginas de este libro.
Fuente: Culturamas
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