Crónicas de Islandia
John
Carlin
La
línea del horizonte
Madrid,
2016
136
páginas
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Hay
quien tiene la sangre de crear mundos durante el viaje. O al menos por
regenerar el que conocen, el que heredaron, el que les fue narrado. Esa es una
forma de rebeldía: pensar que no encontraste el Santo Grial que creías ibas a
tocar, pero en su lugar descubriste otro secreto, más humilde y por tanto más
valioso. Lo que cuenta es no sentirse satisfecho ni antes ni después del viaje.
El viaje es una forma de rebeldía en el momento en que deja de ser un
instrumento de rentabilidad, aunque sea para presumir colgando fotos en redes
sociales. John Carlin (Londres, 1956) demuestra que pertenece a esa estirpe en
estas sencillas crónicas que destiló de sus tres visitas a Islandia.
En
la primera de ellas, durante el año 2008, se encuentra con un país cuya economía
ha brotado como rompe a hervir el café en una cafetera. De repente, en unas
pocas décadas, Islandia dejó de ser un trozo de volcán, el Tercer Mundo próximo
al Ártico, para convertirse en un país próspero. No hay nada que evite el
flechazo: se trata de un lugar seguro, amable, bonito, en el que las raíces de
la vida familiar han bebido de muchas fuentes. Da la impresión, de hecho, de
que todos los habitantes del país son una gran familia, bien avenida. Una
familia que ha podido recoger lo mejor de cada cultura para aplicarlo como
bálsamo allí donde a los demás nos sale urticaria: las rupturas familiares, los
problemas económicos, los celos… Islandia es un santuario en el que la
monogamia sucesiva alcanza su sublimación, su grado de naturalidad. Al mismo
tiempo, el desarrollo económico del país no ha sido en balde. En un lugar donde
los recursos no abundan, el país ha invertido en cultura. Es, también, el
último reducto renacentista.
Dos
años más tarde, Carlin regresa para relatarnos la historia de los últimos días
de Bobby Fischer en Islandia, tal vez su inmigrante más conocido y sin duda el
más excéntrico. Aunque esta crónica es una anécdota en su recorrido. Pues
Carlin sigue vigilando la bonhomía presente en el país. Como esa sociedad
orientada a los niños, en la que la educación se sostiene sobre el pilar de la
construcción de la autoestima. En esa sociedad, la educación no exige
inversión, gratificación o participación, porque no exige plusvalía de ninguna
clase. Sencillamente, suceden con naturalidad dentro del ambiente educativo de
toda una tribu. Es la tribu la que educa. De ahí que lo más dañino, a juicio de
Carlin, de la crisis haya sido el choque de autosatisfacción.
Pero
Islandia no carece de recursos para salir adelante. En este caso, serán las
mujeres o, para evitar conflictos, será lo femenino lo que tome las riendas.
Eso implica pensar en una labor a largo plazo y no en el rendimiento inmediato
de la testosterona. Eso implica una inversión en sectores creativos. De ahí
que, contra viento y marea, en Islandia se dé prioridad al mantenimiento de un
auditorio frente a la extracción de un mineral. Claro que en el subsuelo de
este país es difícil encontrar minerales, dadas las capas de lava que, sin
embargo, les proporcionan gratis la riqueza del agua caliente. Y el agua
caliente puede no ser el Santo Grial, pero es un milagro.
Fuente: Culturamas
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