Cide Hamete Benengeli es el supuesto nombre del supuesto autor de una recopilación a partir, suponemos, de lo que le dicta alguien que presenció las aventuras de Alonso Quijano. Ese alguien no podría ser otro que el analfabeto Sancho Panza, pero quien finalmente da con el manuscrito, lo traduce y consigue que se publique es Cervantes. Una acrobacia parecida da pie a esta novela y aunque parezca revelarse al final, desde las primeras páginas ya se está confesando parte de ella: alguien que se ha quedado mudo quiere dejar constancia, en forma de memorias, de parte de su biografía, sobre todo de los días que se suceden desde que Escobar, el defensa colombiano que metió un gol en propia puerta durante el mundial de Estados Unidos y, esto sí es real, acabó siendo asesinado por ello, y ese día, en el que se cumple el sueño del asesinato. Pues no es otra la intención del protagonista, la de matar a Escobar para recuperar la voz. Sería un asesinato doblemente catártico, pues se gana la vida precisamente como locutor de radio. Pero para redactar las memorias precisas de un periodista, alguien atrevido, tal vez el propio Ricardo Silva Romero (Bogotá, 1975), tal vez otra persona que le entregue el manuscrito a Silva Romero o a un editor. En cualquier caso, el libro está escrito a cuatro manos, supuestamente, y debe poseer ese tono de locutor de radio colombiano: los giros semánticos y sintácticos propios de Colombia, las hipérboles que llaman la atención, el lenguaje oral que sigue funcionando con rigor y personalidad en la escritura, y, por encima de todo, la ilusión de narrar, del amor al relato en el que los lectores son tan invisibles como los radioescuchas, pero uno sabe que se dirige a ellos, a todos.
Silva Romero escribe un libro estupendo en el que, bajo la dirección antes explicada, se mantiene como gran estilista incluso en frases cortas:
“Dejé escapar dos sílabas de aire”. “Si uno lograba abrirse paso en el calor, que era como abrirse paso en un armario plagado de abrigos”. “De dientes para adentro, no iba a hacerle nunca el favor de perdonarla”.
En ningún momento, el libro pierde este pulso, el que nos recuerda que en Colombia parece que todo el que escribe, lo hace muy bien. El ficción, pero podría ser periodismo. Más aún cuando, hemos tardado en mencionarlo, el periodista, el locutor de radio, solo sabe hablar y solo sabe hablar de deportes, a ser posible de su gran amor, que es el fútbol. El autogol le deja mudo y con pocos recursos para salir adelante entre los más de cien kilos de grasa que es. Le queda convencer al lector de la necesidad de su propósito.
Aquella selección colombiana, que se contaba entre las favoritas para ganar el Mundial de 1994, degeneró, nos explica, en una pandilla de torcidos pendencieros, de haraganes engreídos. Y el hecho que da pie a su enfermedad, una somatización, casi seguro, se repite una y otra vez. Durante las primera cien páginas del libro, el partido está constantemente volviendo a empezar y terminando con el autogol. Al mismo tiempo, relata algo de su vida y los alrededores de su vida. Entendemos que él es, a su vez, tan cínico como sincero, misántropo pero cordial, un pequeño canalla gordito y por tanto risueño, al que la gente aprecia o, como él dice, aguantándose el veneno de la ira que ha ido acumulando desde chiquito. Tal vez la que le lleva a tomar la decisión de asesinar a uno de los mejores defensas del mundo.
Mientras tanto, como si se tratara de una alfombra de cientos de kilómetros, va desenrollando cada capítulo, cada párrafo, descubriéndonos las miserias y venturas de Colombia: habla de la dictadura de los carteles, del sometimiento de los políticos, de la traslación de deseos de la gente al fútbol. Porque eso es necesario, imprescindible, para entenderle. En ese sentido, Silva Romero sigue la estela de Eduardo Galeano, que amaba el fútbol porque creía que era un deporte que pertenecía a la gente. Y si se falla, se falla al pobre. El adinerado, el mafioso del cartel, no tarda nada en reponerse, pero quien, como el protagonista, ha fiado sus pequeños ahorros a la victoria de Colombia, si su equipo pierde, pierde la vida, la ilusión y la realidad de la vida. Se deja llevar por la neurastenia, por la patología que apenas se da en territorios del pueblo, como el fútbol o la música. Mencionada aquí o allá, la música es uno de los elementos fundamentales en este libro. Aunque solo sea por el sonido con que la prosa marca un ritmo en nuestra cabeza. Escribir, a fin de cuentas, es cuestión de oído. Lo peor que le puede pasar a un escritor es quedarse sordo, que sería el equivalente a quedarse mudo para un locutor de radio.
El protagonista regresa a Colombia y nos muestra su corazón al desnudo, su tragedia y su sentimiento de culpa. Y la culpa nos mata de a poco. Para él, la vida se ha acabado con el despido por parte de la compañía de radio y una denuncia que le llega desde Estados Unidos, por una absurda situación en la que aparece él en albornoz en un pasillo y coincide con una camarera de hotel. En su ataque para la redención, nos describe un itinerario que es un resumen de Colombia, o al menos de la Colombia de hace veinte años. Para ir a Medellín, elige el automóvil, donde puede portar una pistola. Y atraviesa un territorio que está lejos de cualquier lugar donde se pueda regular algo por ley o por derecho. El policía corrupto, en la aldea perdida, es un síntoma más de lo inabarcable que es el país y, por tanto, de lo imposible que es evitar que caiga en manos del más fuerte. Colombia está a caballo entre la realidad y la magia, pero con frecuencia es un país de derrotados. Como él, que irá descubriendo que un plan tan sencillo como citarse con el defensa a quien culpa de sus males y disparar, no es tan fácil de llevar a cabo. Y cuando nosotros nos queremos dar cuenta de que el final llega de manera inesperada, agradecemos haber leído un libro de estos que nos transportan a otro lugar con autonomía para construir su verdad y su relato aunque no coincidan.
Fuente: Revista de letras
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