Verano en los lagos
Margaret
Fuller
Traducción
de Martín Schiffino
La
línea del horizonte
Madrid,
2017
165
páginas
Viajar
es estar aprendiendo a viajar. La forma en que lo enuncia Margaret Fuller
(Cambridge, Massachusets, 1810 – Nueva York, 1850) satisface cualquier
intención de vivir encontrando poesía a tu alrededor: “Una visión gloriosa
pronto nos satisface, dejándonos contentos con su imagen y con lo que es
inferior a su imagen”. Es decir, con el resto de lo que hemos presenciado. En
este caso, el recorrido por los Grandes Lagos de la frontera entre Canadá y
Estados Unidos, sirve para reconciliarse con la vida, incluido ese momento en
que la cucaracha nos asustó cuando encendimos la luz para beber un vaso de
agua, en una noche de insomnio. Pero Fuller nos demuestra en este libro que no
se trata solo de las cucarachas, pues su sensibilidad supera cualquier
convención de la época, mayormente las que se refieren a la colonización y la
humanidad de los indios. Es crítica respecto a cómo se desarrolla la primera,
hasta el punto de tachas a los colonos de gente sin ilusión por dedicar
energías más nobles, gente que tratan de conseguir más holgura y más
posesiones. No les importa la caída al vacío marginal de los indios, que Fuller
admira por la tranquilidad que transmiten, por la sensibilidad comprensiva con
que se relacionan con la naturaleza, por la poca necesidad de poseer, que
contribuye a no aniquilar este planeta. Y para Fuller el mundo es un lugar
prometedor, siempre y cuando se respete la nobleza del hombre y la convivencia
con el paisaje.
“Aquí
mis ojos y mi corazón están colmados”. Fuller habla de la vista como sentido
que la regenera, y de los espacios abiertos habitables. De hecho, en algún
momento se decanta por la agricultura frente a la ganadería, sobre todo la
porcina, como actividad humana compatible con el paisaje. Es imposible no
remitirnos a Caín y Abel, el mito que se reproduce en las narraciones del
Western, como símbolo. Y es que la narración de Fuller está llena de símbolos.
La serpiente, por ejemplo, es la parte salvaje e indomable de la naturaleza.
Pero durante su viaje, no concibe que no se deba amar a ese animal como se ama
una puesta de sol, un bosque, un salto de agua. Lugares en los que ella se
reconoce, de los que ha visto imágenes y ha leído descripciones. Los clásicos
griegos, latinos y británicos están constantemente rondando su imaginación.
Nos
encontramos frente a una viajera excepcional. En una época en la que si alguien
se atrevía a embarcarse en un viaje largo por una tierra en transformación,
Fuller viaja en calidad de persona. En contra de los principios que marcaban
que se debía ser colono, militar, periodista, ella se limita a ver unos
paisajes que carecen de horizonte. Hermosos e inabarcables, los parajes que
rodean los lagos son símbolo de libertad. La integración del hombre en la
naturaleza será la versión de libertad que ella defienda, como hicieron Emerson
o Thoreau. Y será, por tanto, sabiduría. Regresar a la naturaleza es sabiduría,
vivir sobriamente es sabiduría. Y cuidar el lenguaje con el que uno se expresa,
que es como uno se comunica con los demás, les respeta, les enamora de aquello
de lo que uno está enamorado, es también sabiduría. De eso trata este hermoso
relato, de un deseo que no puede errar, porque es ajeno a cualquier
frustración, porque es sencillo, como lo son el coraje o la alegría de las
muchachas indias que cargan a un bebé a sus espaldas, cuyos ojos vivaces miran
de un lado a otro, ajenos a la “ignominiosa servidumbre y la lenta
descomposición”.
Fuente: Quimera
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